viernes, 27 de febrero de 2015

Diario de viaje. Mis días en los que necesito hablar con la gente.

La curiosidad me llevó hasta Tilcara. Tenía muchas ganas de conocer cómo era el ritual y los festejos de carnaval. Había encontrado en las fotos de la celebración esa cuota divertida y casi infantil de tirarse talco, témpera y nieve artificial. Vi esas imágenes y desee estar ahí. Un año más tarde, estaba allí, esperando ver de qué se trataba todo aquello.
Tuve distintas etapas. Al principio el agobio que me provocó tanta demora en llegar a destino. Después, ya entre las comparsas, me fascinó. Por último, cuando vi los excesos, me decepcionó y quise escapar de ese lugar tan masivo. Así fue como inicié las caminatas hacia la Garganta del Diablo primero, y más tarde, hacia el Pucará. 
La segunda jornada de la estadía comenzó temprano. Con Silvina, una compañera de aventuras que conocí en el hospedaje que fue nuestra casa por los días que duró el carnaval, nos levantamos antes de las 8. Nuestra intención era aprovechar a andar un poco por Tilcara, antes de que otra vez todo el mundo se lanzara a las calles a festejar el carnaval. Especulamos con que a esa hora tan temprana, los trasnochadores estarían durmiendo. Sin embargo, la sorpresa fue asombrosa cuando descubrimos que la música no había cesado en toda la noche, y que la gente seguía empeñada en arrojarse nieve y pinturas de colores.
La caminata hasta la Garganta del Diablo tiene una extensión de unos 4 kilómetros. El ascenso se hacía difícil por momentos, sobre todo teniendo en cuenta el calor que empezaba a manifestarse ya desde temprano. Antes de llegar al punto de inicio del circuito de la Garganta propiamente dicha, vimos que había un puesto de venta de frutas y aprovechamos para comprar algunas provisiones. Manzanas y bananas fundamentalmente. Despuès, nos dirigimos hacia la ventanilla en la que se pagaba un bono contribución de 10 pesos por el acceso. La señora que atendía tenía, a juzgar por el mapa que era su cara, muchos años. Era diminuta, y tuve la sensación de que estaba parada en una tarima para alcanzar la ventanilla. Ella hacía el cobro de la colaboración y facilitaba un folleto con el recorrido. A continuación, contiguo a la ventanilla, había un señor que estaba sentado a una mesa con un libro para el registro de los visitantes. El señor que lo atendía, igual que la señora de la ventanilla, eran integrantes de la población autóctona llamada Ayllu Mama Qolla. Pacientemente pedía a todos los turistas que se registraran en el libro y luego señalaba por dónde iniciar el sendero. 
Una escalera llevaba a descender, y apenas tocamos la superficie,  nos encontramos con un montículo de piedras, maíz, envases de vino, todo acumulado en forma de pirámide. Entendimos que se trataba de una ofrenda. Después, caminamos remontando el arroyo hasta alcanzar la caída de agua que le da nombre a la excursión. Permanecimos un buen rato ahí. Cuando retornamos, y le avisamos al señor que llevaba el registro que ya estábamos de vuelta, me animé a hacerle algunas preguntas.
No hablaba mucho. No era verborrágico. Hubiera querido que me contara todo lo que quería escuchar. Sin embargo, era más bien taciturno, monosilábico. Sin embargo, algo pudimos hablar.
Le mostré la foto que le había sacado a ese montículo de piedras y maíz, y le dije que me contara de qué se trataba. Entonces me respondió que se trataba de una ofrenda que ellos le habían hecho a la Pachamama por el carnaval. Me dejó en claro que era una ofrenda realizada en colaboración con su comunidad. La pregunta siguiente fue dónde habitaba esa comunidad, y si esa ofrenda era algo que habían realizado para que alguna comparsa desenterrara el carnaval. Dijo que no, que eso era parte de una ceremonia entre la comunidad.
¿Y dònde està esa comunidad? -le pregunté más que intrigada. "Allá, a la vueltita del cerro. Somos treinta familias actualmente", agregó.
¿Y de qué viven? -inquirí. La respuesta fue "de la cosecha". Y me contó que tienen huertas de las que obtienen las hortalizas que necesitan y que también les sirve para intercambiar entre ellos y comercializar en el pueblo. También tienen ganado ovino y caprino. Me dijo que la época del carnaval era la única época de temporada alta que tenían y que les gustaba que fueran muchos turistas porque eso los ayudaba muchísimo para la subsistencia y el cuidado del lugar. 
Luego de atosigarlo con algunas preguntas, dejé al hombre tranquilo, y me fui pensando en lo importarte que es el turismo para el desarrollo de las comunidades locales y el intercambio cultural.
Minutos más tarde, me encontraba con otra integrante de la comunidad autóctona, pero en este caso, estaba dedicada a la limpieza de los baños. Le pregunté si siempre hacía esa tarea, y dijo que ella como integrante de la comunidad iba a ayudar. Limpia los baños, pero también se fija si la gente va a la peña. Ingenuamente le pregunté si ahí había una peña.
Se refería a las personas que se arriesgan a trepar la roca, pero de un modo inconsciente y que eso puede provocar accidentes. "¿en una peña? ¿Hay peña por acá?" Y ella risueña respondió que se refería a los peñascos.
El carnaval es una época donde la alegría y diversión se mezclan con creencias y tradiciones. A pesar del debate que se genera sobre la masividad que adquirió el evento en Tilcara y si mantiene o no su autenticidad frente al predominio de lo comercial, lo cierto es que los ingresos que se generan son de gran ayuda para el desarrollo de las poblaciones originarias, así como también lo es el intercambio cultural. Si algo de todo esto aporta la festividad, carnaval, por favor no me sueltes.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Cachi, todo lindo

Pequeña. Esa podría ser la definición de una población que tiene un nombre tan breve. Sólo cinco letras que en conjunto le dan una identidad que hasta suena simpática. Algo así como a medio camino entre lo que se quiere mencionar y lo que se dice. Como un coqueteo que enamora.
El cerro Nevado de Cachi, con 6380 metros sobre el nivel del mar, es el más alto de los Valles Calchaquíes y el responsable del nombre. de esta pequeña población. En sus distintas acepciones hace referencia al blanco de la sal, que es el color de la nieve que se divisaba en su cima, al silencio del lugar y al clima agradable. Cualquiera sea el verdadero origen, finalmente la identidad se configura con todo aquello. 
En Cachi es todo lindo. El viaje, y la propia localidad. Uno podría sentirse Blancanieves entrando en la casita de los enanos. Todo parece diminuto y encantador a la vez.
Llegar a Cachi, desde la ciudad de Salta, implica hacer un recorrido de varias horas por paisajes diversos y verdaderamente bellos. Se atraviesan las rutas nacional 68, la ruta provincial 33 y la ruta nacional 40. En ese itinerario de 160 kilómetros se recorre el Valle de Lerma, el parque industrial, las localidades de Cerrillos y La Merced, poblaciones que viven de la industria del tabaco, de las plantaciones de verduras y de la comercialización de lana de vicuña. Superada esa zona, se ingresa en la Quebrada de los Laureles y se transita por la exuberante vegetación de las yungas.
El paisaje cambia notablemente rumbo a la Cuesta del Obispo. Mientras se circula por la zigzagueante ruta, el entorno regala postales mágicas. El verde intenso que cubre los cerros, el colorido de la roca en cuyas cimas conforman su hogar los cóndores. Las aves de magníficas dimensiones que planean con las corrientes de aire se dejan ver de vez en cuando, y el combo resultante es completamente hipnótico. 
Más de doscientas curvas y contracurvas configuran un paisaje de ensueño. Todo el panorama puede apreciarse desde distintos ángulos. La composición de la escena es tan creativamente perfecta que emociona. Las nubes cuando circulan bajas ocultan con su humedad un cuadro de colores intensos cubriéndolo todo con un blanco que enceguece. En cambio, cuando el sol domina con su brillo, la nitidez de un cuadro que puede apreciarse en cada uno de sus detalles, parece prolongarse hasta el infinito. En lo alto, un mirador es la postal obligada para inmortalizar el paso por el lugar.
La escenografía siguiente va a llenar el horizonte de cactus que se prolongan ilimitadamente hasta donde alcanza la vista. El sendero interpretativo del Parque Nacional Los Cardones, diseñados a orillas de la Recta de Tin Tin (perfecta obra de ingeniería que desarrollaron los incas y que sobrevive al paso del tiempo, ya que fue sobre su huella que se construyo la ruta), conduce al visitante a conocer los misterios de la especie que habita esos territorios. Más allá las sierras pintan un paisaje colorido que mezcla la tonalidad de sus minerales: el verde del cobre, el amarillo del azufre y el rojo del hierro.
El mirador del Nevado de Cachi está emplazado en un espacio natural que al costado de la ruta permite obtener las mejores vistas del cerro. Pero no es lo único. Esa parada obligada, es una muestra gratis del micromundo que encierra en ese lugar. Una apacheta erigida en honor a la Madre Tierra, a la que se le pueden agregar piedras para pedir un deseo o para agradecer una bendición. Una construcción realizada en adobe recrea los ranchos construidos por los propios lugareños que habitan en la zona. Y en ese contexto, qué mejor que instalar unos puestos de productos típicos y artesanías. Mientras que los turistas podrán obtener un auténtico souvenir, los preciados ingresos contribuirán al bienestar de la comunidad local, cumpliendo de ese modo con uno de los efectos positivos que tiene el turismo.
La visita a los puestos propone un viaje dentro de otro viaje. En una mesa se acomodan prolijamente bolsitas que explotan de colores y aromas. El amarronado del comino, el rojo intenso del ají, el verde pastel del apio, la mixtura del chimichurri, el amarillo del azafrán, cúrcuma, orégano, maca, pimentón, tomates disecados. Ordenadas por colores, la mezcla de aromas transporta hacia los platos más tradicionales, a las tareas de cultivo y elaboración de los condimentos, a la ruta de las especias, al comercio entre poblaciones, a la historia más remota entre las civilizaciones. Cerrar los ojos e imaginarse mapas, travesías. Pasearse por entre los paquetitos, oler cada una de las fragancias, es como hacer un viaje a la India en un instante. Luego, en la mesa contigua se suceden diversos tipos de porotos y las semillas de chía, Se acomodan frascos de dulces y botellas de vinos artesanales.
En Cachi se cultiva alfalfa, maíz, pimientos. Hay viñedos con los que se elaboran vinos orgánicos. También se cría ganado ovino y caprino. Y el turismo es otra de las actividades económicas que permite el desarrollo de la vida entre la población, sobre todo a partir de la pavimentación de las rutas de acceso.
A las puertas de Cachi, el río Calchaquí arrastra aguas amarronadas, llenas de sedimentos. Es el mismo color que teñirá luego las casas del pueblo. El puente que atraviesa el río permite llegar al corazón de Cachi. La plaza principal con canteros hechos en piedra contienen cardones, está rodeada por los edificios de la municipalidad, informes turísticos, el Museo Arqueológico Pío Pablo Díaz (con piezas antiquísimas) y la iglesia. El templo, declarado Monumento Histórico Nacional, data del siglo XVI, y en su interior guarda piezas construidas en madera de cardón.
El poblado tiene construcciones realizadas en adobe de paredes blanquecinas, y puertas y ventanas de tamaño reducido. La simpleza de los materiales y del diseño llaman la atención. Porque no se necesita más para crear un entorno en armonía, donde menos es más. La belleza de lo simple se pone de manifiesto rescatando el valor de lo propio, de lo auténtico, de lo artesanal. A pesar de las nuevas tecnologías, en Cachi las construcciones son un culto a la tradición. El paso del tiempo parece haberse estancado allí, en ese enclave de los Valles Calchaquíes. 
La historia se vivencia en cada artesanía, acompaña en el paseo por cada calle, dice presente en la fachada de cada una de las casas. Un patrimonio intangible que le da cierto poder de encantamiento. También forman parte de su riqueza los recursos naturales, el río, los cerros, entre los cuales se dibujan senderos de trekking. Desde lo alto de los miradores ubicados en cada punto cardinal, la vista permite apreciar todo el entorno del poblado. Casi como tocar el cielo con las manos. 
El tiempo, hechizado, está encriptado en Cachi. Y eso ya es motivo de curiosidad. Es como un truco de magia que sorprende y entusiasma. Expresión minimalista del universo, en ese paraje entre los cerros y el río, efectivamente se encuentra un cachito de todo.




 
















lunes, 23 de febrero de 2015

Uquía, el entierro del carnaval


Toda la Quebrada de Humahuaca es un cuadro de vivos colores, de combinaciones mágicas que impactan y hechizan. En esa geografía casi desbordante del noroeste argentino, casi olvidada a la vera de la ruta nacional número 9, Uquía sorprende y espera.
Espera la visita al pasar del viajero curioso. Espera un crecimiento acompasado a la dinámica del torrente turístico que cada año transita por las rutas norteñas para dejarse maravillar por sus paisajes en una escala ascendente.
Sorprende con el colorido de sus cerros rojo intensos, con su ritmo lento, sus casas bajas, sus construcciones de barro, sus calles de tierra. Sorprende con sus reliquias de antaño, tesoros guardados puertas adentro de una iglesia así como en la intimidad de cada familia.
Construcciones simples, puertas estrechas, de habitaciones pequeñas, de paredes ocre. Es que la tierra es tan prolífica que no sólo provee de los alimentos a través del fruto de las huertas familiares, sino también el material con el cual cobija y abraza a sus habitantes. Un caserío construido ladrillo a ladrillo con las propias manos a la usanza de los antepasados, patrimonio de la propia cultura, que se aglomera en una superficie reducida, como si no hubiera tierras suficientes a uno y otro lado de la carretera. Pero la idea de lo común, de la calidez humana, de la identidad, de la fraternidad parecen justos argumentos para la configuración de una población a orillas de la ruta.
Un cartel indicador señala su existencia, como para que no quede olvidada entre otros puntos de más renombre como Tilcara y Humahuaca. Tímido letrero que no dice mucho, pero que le da entidad con solo nombrarla. Uquía, a 120 kilómetros de San Salvador de Jujuy, a 12 kilómetros de Humahuaca, a 2.900 metros sobre el nivel del mar.
La plaza. que es el punto de reunión social, congrega a los artesanos que ofrecen sus productos bajo puestos improvisados expuestos al sol, al viento, al frío, al calor. Frente a ese punto neurálgico, la Iglesia San Francisco de Paula. El templo es una joya en sí mismo, que es al mismo tiempo la caja fuerte que contiene un gran tesoro. 
Las puertas de la iglesia se abren por la mañana, y dejan curiosear a los recién llegados. No está permitido obtener fotografías con o sin flash, en cambio, se pueden adquirir postales que servirán también para mantener el patrimonio oculto bajo esa edificación del siglo XVII y que le valió la declaración de Monumento Histórico Nacional. 
El blanco de la iglesia resplandece en un paisaje predominantemente amarronado y rojizo. El campanario atrae con su sonido metálico, pero sus escaleras destruidas no permiten subir hasta su cima. Está separado de la iglesia cuya fachada es simple, pero que al ingresar deja al descubierto su tesoro: los Ángeles Arcabuceros. La colección corresponde a pinturas realizadas durante el período hispánico. que fueron traídas de Cuzco y que retrataban a los ángeles vestidos como los militares españoles del siglo XVII y que portaban arcabuz como arma. El retablo de madera dorado a la hoja habla del trabajo invertido en su realización, de la importancia y valoración de la iglesia. También es parte de las reliquias preciada la talla de San Francisco de Paula. 
Un pequeño museo, el centro vecinal, la escuela, un centro de sanidad, un destacamento policial, una biblioteca nativa, son instituciones que se desparraman en la comunidad.
En las calles de polvo gastado, hay vestigios de los festejos del carnaval. La festividad es también un motivo de celebración generalizada en esta población. Restos de envases de nieve artificial y de cajas de vino se encuentran esparcidos por cualquier lugar. Luego un vehículo municipal hará el trabajo de recolección.
Unas calles más allá, el poblado deja lugar a los cerros. Por allí circulará el ganado caprino y ovino, alimentándose de los frutos que dan las plantas silvestres. Una mujer cargando a su pequeño retoño en su espalda, guía a las ovejas y chivos hacia el corral perdido en un sendero a los pies de algún cerro.
En el espacio de transición entre el pueblo y la cadena de cerros de tonalidades hipnóticas, se deja ver un montículo de piedras, maíz, envases de vino. Es un tributo a la Madre Tierra. Erigida días atrás, la torre fue testigo de la alegría popular. Días después, será motivo de tristeza por el entierro del carnaval. Se sumarán a la ofrenda, serpentina, hojas de coca, talco, vino, estandartes, sombreros y trajes de colores. Habrá lágrimas, y sentimientos de nostalgia por el entierro del carnaval. Será hasta el año siguiente, cuando la alegría se vuelva a desatar.










Entierro del carnaval.









domingo, 22 de febrero de 2015

Tilcara, la vida es un carnaval

Tilcara es una ciudad pequeña con una sonoridad atractiva. Es dueña de una belleza simple y deslumbrante. Beneficio derivado de su privilegiada ubicación en la Quebrada de Humahuaca.
Su vida apacible, de ritmo lento, de calles estrechas y casas bajas, de días de sol y noches frescas, todo parece revolucionado con la llegada del carnaval.
Como una catarata inagotable que inunda todo, la alegría, tradición y cultura fluyen naturalmente
arrastrando a su paso los sedimentos de raíces que se hunden hondo en el pasado para florecer con fuerza entre febrero y marzo.
El carnaval es una celebración antiquísima que está muy arraigada a la cultura de los pueblos cuyas manifestaciones son diversas y que, de un tiempo a esta parte, instalaron a Tilcara como epicentro de una celebración que deja ver varias aristas.

El lado A
La mística del carnaval tiene la impronta de la alegría. Así como en la antigüedad se realizaban fiestas en honor a Baco, el dios del vino, donde los excesos no sólo estaban permitidos sino que eran bienvenidos, en el carnaval la alegría estalla.

La celebración del carnaval tiene sus orígenes hace miles de años. Probablemente cinco mil años atrás. La costumbre, que se expandió a toda Europa, logrando mayor arraigo en las poblaciones de creencias católicas, llegó a América a través de los conquistadores que, como es sabido, lograron imponer sus tradiciones en el nuevo territorio.
Tilcara, así chiquita como es, se vuelve cada año un refugio tentador para la exaltación de la alegría. Las ofrendas a la Pachamama, el agradecimiento por los cultivos, y todo lo que ella provee, son parte del ritual que da origen a la celebración. Una vez que el diablo es desenterrado, se desata la festividad, y con ella la locura. Todo es júbilo, exceso, gozo. Hay que festejar. Y se festeja a lo grande.
Las murgas se pasean por las calles esparciendo dosis desmesuradas de felicidad. Los acordes musicales se escapan de los instrumentos de viento y percusión. Suenan con intensidad y de manera constante. Son la banda sonora que acompaña a la escenografía de la ciudad durante días y días.
El diablo, desenterrado y liberado, se apodera del colorido de los trajes que se mueven vertiginosos al ritmo de la música. Diablos y diablitos deambulan por la ciudad haciendo sonar sus cascabeles.
Las agrupaciones murgueras cantan y bailan, y lo hacen con tanta pasión que la gente que los acompaña, locales y visitantes, se contagian y todos se suman a la alegría. Es que la diversión estalla y se transforma en montones de personas jugando como niños con espuma, papeles de colores, témpera de distintas tonalidades, talco. Todo sirve para celebrar el carnaval. Y es emocionante verlos disfrutar con energía, espontaneidad y pasión.
Hay un sentido de pertenencia que se manifiesta en la simpatía con cada agrupación. Cada una de las murgas atrae a su público que la sigue en su recorrido por todo el pueblo hasta las casas de las familias que les han realizado la invitación. Es como un delivery de carnaval. Una invitación y la murga está ahí, festejando en vivo y en directo.
Por supuesto que el alcohol es un componente esencial. Los bidones, tetra y cualquier recipiente que lo contenga circulan de mano en mano, o de pico en pico, mejor dicho. Es que el alcohol no se le niega a nadie. Con tanto estímulo, la festividad se prolonga hasta que sale el sol. Nunca se detiene, pero aún así, cada día vuelve a comenzar.
La plaza principal es el punto neurálgico donde todo el mundo se congrega. Pero nadie en el pueblo queda excluido. Porque las murgas se pasean por todas las calles. Y el ambiente está tan cargado de carnaval, que se carnavalea aunque no se quiera.
El acontecimiento es un fenómeno relevante para Tilcara. De pronto, su protagonismo se realza y alcanza dimensiones que superan el entorno de la provincia, de la región y se proyecta hacia todo el país. Mucho es el público que llega atraído por la magia del carnaval y su mística no se hace esperar. Aunque te resistas, el carnaval no va a soltarte.







El lado B

El carnaval de Tilcara alcanzó tanta trascendencia que actúa como un imán para todo el que quiera conocer cómo es la mística del carnaval norteño. Y eso, que genera una buena cantidad de ingresos a la ciudad, también provoca algunos desajustes.
Por empezar, la llegada a Tilcara es por lo menos caótica en tiempos de carnaval. La caravana de vehículos que llega a la ciudad parece no tener fin. A paso de hombre por momentos, y con la imprudencia de los conductores ansiosos que por no esperar y respetar las normas de tránsito, eligen transitar por la banquina de mano y contramano, o directamente lanzarse al carril contrario para avanzar algunas posiciones, sin importar la espera de otros conductores y poniendo en riesgo la vida propia y ajena.
Tilcara es un hormiguero y cada vehículo es una hormiga que trabajosamente lleva como cargamento litros de Fernet, Coca Cola, y otras bebidas y packs de nieve en aerosol. Dueña de un paisaje hermoso, la belleza de la Quebrada queda opacada por la atención que despierta el inusitado caos del tránsito.
La entrada a la ciudad está colapsada. Pero no es sólo la entrada, a decir verdad. Todo está colapsado. La capacidad de carga es ampliamente superada. La falta de alojamiento provoca que las carpas se instalen en cualquier lado. No hay infraestructura suficiente para recibir a tantos turistas.
El fenómeno, como tal, es algo extraordinario. Los precios alcanzan niveles excesivos. Como todo. El precio del alojamiento llega a cuadruplicarse durante los días de carnaval. Y se exige un mínimo de noches de estadía, generalmente cuatro. Algo que no tiene demasiado sentido, puesto que aún sin esa limitación la capacidad sería igualmente cubierta. Se obliga a los visitantes a permanecer durante varios días en la ciudad, sumándose a ellos, los que llegan y ya no encuentran alojamiento ni en hoteles ni en casas de familia, ni campings.
La demanda es tanta, que los servicios se ven colapsados. Los servicios de telefonía celular no funcionan, como tampoco internet. Se colapsan los servicios de energía eléctrica, provocando apagones, y falta de agua.
Por supuesto que tampoco hay servicios sanitarios suficientes. Ríos de orina inundan las calles, y la pestilencia no sólo permanece, sino que se concentra con el correr de los días.
El alcohol se consume en exceso. Es casi una obligación. Las invitaciones no hay que despreciarlas. y entonces se termina tomando por tomar. El alcohol se vende por balde, y a pesar de la inflación, es lo que más barato se consigue.
Las latas de aerosol, los envases de bebidas alcohólicas, los pomos y potes de témpera generan grandes cantidades de residuos que son arrojados inevitablemente en las calles.
También es necesario tomar recaudos frente a situaciones de inseguridad y arrebatos. En el fragor del baile, suelen ocurrir algunos hurtos de dinero y teléfonos.
De alguna manera, el comercio le termina ganando la pulseada a la tradición, a los valores culturales, a lo genuino y auténtico.

El carnaval es un fenómeno único, divertido, tradicional y de una riqueza cultural muy fuerte. Que su espíritu no se desvirtúe es lo único que permitirá preservar su identidad y que la festividad no se agote como recurso turístico. El carnaval en Tilcara es una experiencia que hay que vivirla, pero en tanto más masivo, menos capacidad de disfrute. No es necesario permanecer tres jornadas completas en la ciudad para descubrir su mística, con un rato, es suficiente.