domingo, 24 de abril de 2016

[#DIARIODEVIAJE] Atlántida, otra joya de Uruguay

Recordaba haber visto algunas imágenes en el pasado. El mar, la arena, algún chalet. No mucho más. Suficiente para que su nombre quedara prendido en mi memoria, anotado en mi lista de "alguna vez".
Como todos los asuntos pendientes, esa nota mental reclamaba mi atención. Cuando por fin regresé a Uruguay, conocer Atlántida fue casi una obligación.
Llegar a Atlántida es bastante simple. Varias líneas de colectivo que pasan por el centro de Montevideo, se dirigen hacia ese balneario de la llamada Costa de Oro de Canelones.
El viaje demanda aproximadamente una hora. El bus se desplaza por la ruta interbalnearia para sortear los 45 kilómetros de distancia entre la capital uruguaya y esa dimensión desconocida. Esta pequeña población, fundada en 1911, creció mucho a partir de la década del ´40. Tuvo su época de esplendor y hoy algunos brillos dan cuenta de ese pasado.
Atlántida es la principal ciudad balnearia de Canelones. Creció gracias al impulso de los habitantes de Montevideo que la eligieron como el lugar donde establecer sus residencias de fin de semana. Tiene cine, sala teatral, bares, restaurantes, casino, plazas, Yacht Club. Todos estos atractivos la hacen apta para ser visitada durante todo el año.
El colectivo me dejó en el centro de la ciudad. Era la hora del almuerzo así que los locales de gastronomía estaban repletos de gente. Di unas vueltas por el corazón agitado de esa ciudad en la que abundaban las heladerías, las galerías, los locales de entretenimientos, las tiendas de recuerdos, y demás. Preferí refugiarme en la costa.
El paisaje de las playas de arenas claras se veía tentador para esa hora del día. El sol, sin embargo, era intenso, así que me establecí bajo la sombra de un árbol. Desde allí, observé largamente el panorama. Vi cómo las familias, con sus niños, y también grupos de jóvenes empezaban a poblar las playas. Las sombrillas de colores y las risas, se convirtieron en protagonistas.
Desde la playa advertí la presencia de un enorme águila que dominaba con su mirada inquisidora toda la costa. Me recordó al concepto del panóptico de Foucault, y me imaginé que El Águila era una especie de Gran Hermano. Caminé hacia ella, Era como un imán. Pero no fui la única a la que logró hipnotizar. Mucha gente se reunía a su alrededor y quería obtener la típica postal de ese emblema de Atlántida. La construcción que tiene forma de ave, asoma en Villa Argentina, desde 1945. Fue obra de una fantasía, de un deseo, traducido en una forma caprichosa que dio lugar a numerosas leyendas reforzando su misticismo.
La caminata de regreso, por la costanera, me llevó a recorrer el boulevard con palmeras y abundante en chalets, la escultura del Sol de Carlos Páez Vilaró, el anfiteatro, el edificio El Planeta, las playas Mansa y Brava, la Iglesia del Sagrado Corazón, el club de pesca.
Un rato antes de la caída de la tarde había comenzado a nublarse, y una brisa intensa y fresca hizo que la playa quedara prácticamente deshabitada. Sólo los pescadores y alguno que otro grupito, permanecía en el lugar. Me senté a observar el ir y venir de las olas, y a disfrutar de la pasividad del lugar. Sin lugar a dudas, una de las cosas que más disfruto son las playas semi desérticas, el viento suave y fresco que al tiempo que acaricia mi rostro, se lleva mis pensamientos a volar junto a las gaviotas que emiten sus graznidos por aquí, por allá, y que de pronto se mezclan con el mar.
El tiempo parece no pasar cuando estás en conexión con vos misma, con el pequeño universo que te rodea. Cuando volví a la realidad, el sol apenas si se dejaba adivinar detrás de espesas nubes. Comencé a caminar lentamente, como en una despedida que se demora, por la arena suave. Me di vuelta varias veces para mirar hacia atrás. Quería que el mar siguiera abrazándome.
Me perdí entre calles sin nombre. La sucesión de casitas pintorescas me transportó a otro lugar, al de una rutina distinta, al de una tranquilidad envidiable. Amplios jardines con muchas plantas, gente tomando mate en la vereda cómodamente instalada en sus reposeras. A medida que me acercaba al centro la dinámica iba creciendo y ya todos estaban listos para pasear luego de la ducha vespertina. En la calle principal se habían instalado largas filas de sillas para esperar el desfile de carnaval. Era una celebración que parecía muy preparada pero a la vez con cierta sencillez, con rasgos tradicionales. Los vendedores de máscaras ya habían armado también su muestrario en oferta, y los banderines de colores se agitaban ante la presencia del viento. Me dieron ganas de quedarme y participar de esa celebración, pero todavía faltaba un buen rato para que comenzara el evento y la noche iba a sorprenderme bastante lejos de mi lugar de destino.
Me fui, pero me quedé con ganas de más porque sus palmeras centenarias, sus casas típicas, sus puestos de venta de churros y torta fritas, me mostraron una faceta adorable que amé a primera vista.
Esa noche, antes de llegar a mi destino, comenzó a llover intensamente. La lluvia se prolongó largamente. Mientras escuchaba el repiquetear de las gotas sobre los patios vecinos, pensaba en que a veces no es necesario pasar toda una vida en un mismo lugar para amarlo, para sentirse en casa, para generar inolvidables recuerdos. Durante algunas horas había tomado un puñado de Atlántida en mis manos, la miré de cerca, la estudié, la adoré y la guardé con delicadeza en el alcancía de los pequeños grandes recuerdos.
Fue un viaje micro en el cual visité durante pocos días lugares pequeños que me sorprendieron con diminutas postales de rutina, tradición y cultura. Fue como si secretamente nos comunicáramos de corazón a corazón. Sincericidio viajero que te llena de emoción.

























sábado, 16 de abril de 2016

[#DIARIODEVIAJE] Piriápolis, día de feria y trekking por los cerros

Piriápolis es un pueblo pequeño que me encantó. Lo recorrí en muy poco tiempo en un viaje anterior, así que cuando tuve la oportunidad de regresar a Uruguay, no pude evitar volver. aunque también fue por poco tiempo. Apenas de pasada. Algo así como un viaje dentro de otro viaje. Porque pisar Piriápolis es como transportarse a otra dimensión. Uno no quiere irse, pero mi objetivo estaba en otro lado. Sin embargo, así como uno no puede resistir la tentación frente a una exquisitez bañada en chocolate, en un rapto de glotonería, decidí saborear un bocado de esa pequeña urbe.
Una feria, a pocos metros de la terminal, atrajo mi atención inmediatamente. Fue como viajar en el tiempo y encontrarme en aquellas ferias callejeras que visitábamos con mi mamá dos veces por semana a dos cuadras de mi casa. Era parte del ritual de nuestra rutina. Con mis hermanos seguíamos a mamá a través de la extensa fila de puestos donde comprábamos todo lo que necesitábamos: verduras, legumbres, huevos, galletitas, plantas, artículos de mercería. Volvíamos con las bolsas cargadas. A veces, la recorrida la hacíamos a la vuelta de la escuela. En otras ocasiones, íbamos específicamente y era como un paseo obligado de los sábados por la mañana. Éramos chicos y como tales, todo nos llamaba la atención.
De la misma manera, cuando vi la feria a las puertas de la terminal, no pude menos que sumergirme en ella. Observar su dinámica, empaparme de su esencia. Los puestos de venta de verduras y frutas fueron los más llamativos. Un derroche de colores, formas, variedad, abundancia y también buena predisposición y buen humor. Los encargados de despachar los pedidos se mostraban agradables y sonrientes frente a las preguntas y demandas de las señoras con sus carritos de compra y los hombres que hacían sus pedidos sin consultar precios ni fijarse demasiado en la cantidad, como compran habitualmente los hombres.
Como en mi infancia, me sorprendí de la prolijidad con la que habían acomodado algunas frutas, el empeño, la dedicación puesta en la tarea. Un puesto al lado del otro, en un sucesión que por momentos se hace infinita y que invita a perderse en un laberinto diverso y multifacético habitado por vendedores de productos de elaboración natural, esencias, artesanías, prendas de vestir, electrónica, bazar y objetos de los más variados. Los precios casi logran enloquecerme. Los carteles enormes anunciando los costos de los productos, me llevaron a intentar traducir la moneda local a los precios que pagaba habitualmente. Nunca los números fueron mi fuerte, y las equivalencias, mucho menos. Por más esfuerzos que hacía, no podía deducir mentalmente si era caro o barato. Más de una vez saqué mi teléfono para hacer los cálculos ya que no sabía cuánto salían las manzanas, un durazno, o algunas ciruelas. Admito que me resultaban absolutamente tentadoras las sandías y melones, pero era imposible comprar alguna, no solo por su precio sino por sus dimensiones, ya tenía suficiente peso en mi mochila.
Me alejé lentamente de la feria, con toda la revolución de recuerdos que se habían agitado en mi memoria, pero con el sabor de un lugar diferente. Me dirigí hacia la rambla, donde me reencontré con la senda peatonal, los edificios más emblemáticos, la playa y con un sol que ya me acariciaba con intensidad. Me senté a desayunar contemplando esa bella postal, y al cabo de un rato estaba emprendiendo nuevamente la caminata.
El mirador del Cerro San Antonio fue la primera meta que debían alcanzar mis pies. No iba a tomar la aerosilla para subir, mi opción, claramente, era hacer el camino peatonal. No tenía intenciones de gastar mucho, y además pensaba en disfrutar del camino. Fui ascendiendo hasta llegar a la cima. Un oratorio en honor al santo se elevaba sobre un lugar con una inolvidable vista de Piriápolis. Las casas pequeñas, las playas tranquilas, los cerros lejanos. Un momento hermoso congelado en el álbum de los recuerdos.
La vuelta la realicé por el mismo camino. Pasé nuevamente por el sitio donde se encuentra la virgen de los pescadores, me senté un rato a contemplar el paisaje dominante y me entretuve observando desde lo alto a la colonia de gaviotas agitándose en la costa cercana a los puestos de venta de pescados. Era un día tranquilo, espléndido. Seguí caminando. Me crucé con un lagarto overo que con su lengua inquieta parecía desafiarme, reclamándome el espacio como dueño del lugar. Así que me fui en dirección al pueblo. Compré una botella de agua y algunas frutas, tomé un colectivo y esta vez me dirigí al Cerro Pan de Azùcar. La idea era recorrer el Castillo de Piria y el Pan de Azúcar, pero como el cerro estaba a mayor distancia, fui primero al cerro.
En la base del cerro se encuentra una reserva de animales y un criadero de especies como el venado del campo. Hay varios senderos para recorrer y conocer algunas especies animales.Como el ascenso al cerro tenía limitación horaria, me encaminé hacia él. Mi objetivo era subirlo y llegar hasta la cruz que lo corona. No quería irme sin haber alcanzado el desafío que me había propuesto.
Inicié la caminata con mucha tranquilidad, pesadamente. Llevaba sobre mis espaldas el peso de la mochila y eso lo complicaba todo.
A poco de andar las primeras piedras fueron un anuncio de lo que me esperaba. El ascenso era empinado, y bastante rocoso. Aunque no tiene mucha altura, el camino no era tan sencillo. En el trayecto me encontré con varios caminantes que regresaban sin llegar a la cima. Las rocas eran lisas y de gran tamaño, y dificultaban bastante poder treparlas. Finalmente pude estar frente a la cruz de 35 metros de altura, erigida en 1933 y para cuya construcción fue necesario trasladar materiales con la ayuda de mulas y el sacrificio de muchos hombres. El cerro es un lugar emblemático, simbólico porque allí funcionaba la cantera desde donde se extraían materiales para la construcción del balneario de Piriàpolis.
Parada frente a la cruz, no pude resistir la invitaciòn a internarse en lo prohibido. Desde afuera se ven las paredes escritas,la escalera de caracol y los rayos de sol que aportan algo de luz a la humedad oscura del lugar. Subí las escaleras hasta el punto máximo, que es donde la cruz abre sus brazos y deja ver una panorámica completa. A lo lejos, se adivina Punta del Este. Una vez alcanzado el objetivo, la meta era regresar a tiempo para tomar el colectivo.
Si subir me había resultado complicado en varios tramos, la bajada había sido bastante más difìcil. No estaba equipada con calzado de trekking así que ese fue un importante escollo. Las piedras lisas eran un pasaporte a los resbalones y caídas. Afortunadamente pude evitar las segundas pero no los primeros, y las consecuencias las pagaron las rodillas. Por la noche me dolían las piernas, y durante varios días me dolieron las rodillas. Tendinitis, fue el diagnóstico que me indicaron.
Tomé el colectivo, pero por cuestiones horarias ya no me fue posible visitar el Castillo de Piria. Una deuda pendiente que trataré de saldar la próxima vez. No me quedan dudas que siempre habrá un motivo que me permita volver.
Piriápolis tiene ese rasgo genuino de lo pequeño, lo minúsculo, lo reducido pero encantador. En verano con sus playas pobladas, o en el invierno con sus días cortos y su brisa fresca, cautivó mi corazón. Es un lugar pequeño, una ciudad reducida pero no por eso menos impactante. Sencilla, simple, fantástica. Para conocerla, recorrerla y amarla. Si vas a Uruguay, no dejes de visitarla.