domingo, 30 de julio de 2017

[‪#DIARIODEVIAJE] Dunas mágicas de Saujil y las Termas de Fiambalá

Catamarca es un territorio lleno de belleza y misterio. Si la Ruta del Adobe con sus construcciones rústicas, despojadas y simplemente hermosas, me habían deslumbrado, y el paisaje de la Ruta de los Seismil me había asombrado con toda su grandeza, las Dunas de Saujil realmente me habían parecido mágicas.
Así se conoce a las montañas de arena blanca que se descubren casi por casualidad a la vuelta de algún rincón de esta provincia. A poco de alejarse de Fiambalá, otro poblado de casas bajas y realizadas con materiales básicos nos saluda mientras circulamos por sus calles estrechas. Todo se tiñe de amarronado y el silencio parece apoderarse del lugar donde sólo se escucha el sonido del viento.
Desde la ventanilla se ven las casas, los patios con sus pequeñas vides, algunos secaderos de pasas de uva. Todo parece tan rutinariamente pacífico que inevitablemente despierta curiosidad. Todo parece tan remoto, tan diminuto, tan simple, tan despojado, tan necesariamente justo. En un local donde venden un poco de todo compramos un poco de agua. Tenía algo en una botella pero intuía que iba a ser escasa así que ante la duda, me llevé otra botella. Y lo bien que hice. Porque para visitar las Dunas Mágicas de Saujil es necesario tener una buena hidratación.
El transporte dio algunas vueltas más antes de desembocar en el punto exacto donde había que bajarse y caminar hasta encontrarse con los enormes montículos de arena. Entre tantas elevaciones de arcilla y roca, de pronto encontrarse con una gran duna que destacaba por su color claro y su fisonomía particular, fue como encontrar un tesoro.
Desde la elevación que se encontraba enfrente se podía observar con claridad lo dificultoso de la subida para una vez en la cima, arrojarse con las tablas de sandboard. Para eso nos habían llevado hasta allí. El entretenimiento por excelencia consiste en tirarse con una tabla como si se navegara en la arena.
El día no estaba demasiado soleado, más bien se había presentado nublado. Pero recordaba que una mujer con las que había estado hablando un rato en la puerta de la Iglesia de San Pedro me había dicho que en la zona no llueve nunca, así que no había peligro de aguacero. Por el contrario, hubo un momento en el que las nubes dejaron paso a los rayos directos y el calor se sentía con intensidad. En ese contexto la botella de agua cobraba una relevancia tal como si nos encontráramos en pleno desierto. El reflejo del sol en la arena era sumamente intenso y obligaba a estar equipado con gorra, lentes y mucho protector solar.
La subida hasta la cima de la duna era difícil, agotadora. Muy agotadora. Una vez ahí arriba, la vista que había más allá era realmente atractiva. Daba un poco de vértigo lanzarse, pero ya estaba ahí. Me subí a la tabla, me dieron las indicaciones y me tiré. La velocidad que agarra la tabla genera adrenalina, pero cuando te querés dar cuenta ya estás abajo. Podés tener algún traspié y terminar dando vueltas en la arena, golpearte con la tabla o dando vueltas carnero. Una experiencia entretenida y agradable que una vez que probás, querés volver a repetir.
Después el objetivo era visitar otro de los sitios emblemáticos de Fiambalá: sus termas.
El complejo termal está a unos 14 kilómetros del poblado. El recorrido sinuoso permite advertir la belleza del paisaje que se pierde en el horizonte. Hay que caminar un trecho hasta el ingreso, y es en una subida bastante costosa si no estás en óptimas condiciones físicas. Después, hay diversas piletas con agua a distinta temperatura.
Son 14 piletas rodeadas de un entorno natural. Las termas son la opción que eligen turistas y locales para descansar y relajarse. En el lugar hay restaurante, y también alquiler de batas y toallas. La recomendación es empezar por las piletas más frías para ir ascendiendo en temperatura.
Más allá de las piletas, un sendero permite llegar a un mirador desde donde se observa la inmensidad del Valle del Abaucán y la Sierra de Narváez. Permanecí largo rato mirando el paisaje que se perdía en el horizonte. El viento jugaba a veces a hacerse notar y a medida que caía la tarde, el frescor se hacía sentir. En cierto sentido era conmovedor encontrarse en ese lugar. Todo el recorrido por la zona había sido hermoso y con experiencias únicas. Aunque me sentía pequeña frente al universo, sabía que no le era indiferente. Por alguna razón me había concedido la gracia de conocer una porción de ese increíble territorio. Como sea, esta vez había conspirado a favor de mis deseos. Suficiente para sentirse feliz.


















domingo, 23 de julio de 2017

[‪#DIARIODEVIAJE] Paso San Francisco

La puna catamarqueña era una deuda pendiente que mi lista de deseos acumulaba hace tiempo. La población de Fiambalá era el punto de partida para tachar, al menos en parte, ese asunto. Y digo en parte, porque el territorio es tan extenso, que aún queda mucho por conocer.
Por la noche el frío se hace sentir. Y durante las primeras horas de la mañana, aún no se disipa.
Hay que esperar hasta que el sol se desperece del todo para empezar a recibir un poco de su calor.
El objetivo era llegar al Paso San Francisco. La meta no era cruzar la frontera, pero sí conocer esos paisajes extrañamente hermosos, llenos de un colorido particular y pintados por una obra y gracia suprema como si se tratara de un cuadro de exquisito gusto.
Salimos temprano. y apenas nos alejamos de Fiambalá, a través de la Ruta Nacional 60, empezamos a percibir las extensas superficies que se prolongaban hasta el infinito y más allá. Como si la nada misma se hubiera apropiado del territorio. Inmensidad. Lejanía. Desolación. Soledad. Aridez. Mientras acumulaba palabras que me servían para describir el paisaje que llegaba a mí a través de las ventanas, encontré que no estaba describiendo el lugar sino las sensaciones que me transmitían aquellas tierras de arcilla reseca, esos pastos achaparrados de un color más grisáceo que verdoso, más ocre que vivaz. Hierbas medicinales confundidas con las espinas. Un cementerio cuasi abandonado, en el que las tumbas se identifican con palos cruzados y adornados con flores plásticas y de colores llamativos, Más allá el curso del río que arrastra sus aguas por kilómetros.
El agua, un bien tan preciado en esa zona, y tan vital para la vida transcurre cuesta abajo con su ruidoso transitar. Es el recurso que luego utilizará la población. Entonces sobreviene la reflexión sobre ese divino tesoro. Es que los riesgos de contaminación de los recursos naturales por parte de las empresas mineras en la región genera no poca resistencia y movilización entre los lugareños. No debería ser una preocupación sólo local, sino mundial. Sin embargo, las políticas implementadas parecen estar hechas a la medida de las mineras.
En las calles de Fiambalá varias pintadas, pasacalles y carteles ponían en evidencia la lucha conjunta en contra de la minería. Era una forma de hacer visible una problemática que preocupa a los habitantes, aún cuando los ecos de sus voces apenas se escuchen, suficiente argumento para que los gobernantes y políticos puedan hacerse los desentendidos.
La primera parada fue para contemplar el paisaje en la zona conocida como Loro Huasi. Detenerse en un mirador natural donde el colorido de las montañas es como un regalo para reforzar aquello de "al que madruga, Dios lo ayuda". Creería que eso fue así, si no fuera que al regreso los colores seguían ahí, solo que con otro brillo debido a la orientación del sol.
La cinta asfáltica se perdía en el serpenteante paisaje. Una ruta casi desértica a la que le íbamos a dar continuidad hasta encontrarnos con la siguiente parada, la Quebrada Las Angosturas, otro punto en la ruta donde se observaba la intervención del hombre en los cerros rojizos que abrieron su corazón para dejar paso a la ruta. La coloración rojiza delata la intensa presencia de hierro, pero el paisaje es tan generoso que más allá se adivina el cobre, y también el azufre.
A medida que nos acercábamos a las montañas más altas, el viento se volvía más intenso y más fresco. La parada siguiente en el Valle de Chaschuil, estaba destinada a la observación de cangrejos. Pero no se trataba de los típicos cangrejos de agua salada, sino unos bien pequeños que habitaban en la vertiente llamada Aguas de los Cangrejos. Al principio fue difícil identificarlos porque se mimetizaban con las piedras. Pero alcanzaba con mover algunas piedras y observarlos ponerse en movimiento y dejarse llevar por la corriente de agua. Después, ese curso estrecho se fundía con el río que circulaba más abajo.
Luego nos detuvimos a hacer una parada técnica en el Paraje Cortaderas, donde se encuentra una Hostería. Un alojamiento que interrumpe el paisaje con su presencia y que es el único que puede encontrarse en la zona. Está bien ambientado y es un refugio ideal para quienes llevan tiempo en la ruta. El precio por utilizar los sanitarios era más del que cualquiera hubiera esperado. A pocos metros de allí, había un lago artificial que era el refugio de numerosas aves. Los flamencos rosados que son los más llamativos, en ese momento estaban ausentes. En cambio había patos, gaviotas y algunas gruyas.
Continuamos por ese paisaje desértico. Nos encaminamos hacia la zona de los Seismil, como se llama a los cerros que superan esa altura, entre los que se encuentran el Cerro Incahuasi (6.638 m.), el San Francisco (6.016 m.), el Ojos del Salado (6.864 m.) y el volcán Pissis, que con sus 6792 metros de altura es la cuarta montaña más alta de América.
Las cadenas montañosas se prolongaban a ambos costados de la ruta y el paisaje era realmente maravilloso. De tanto en tanto se podían ver guanacos y burros. El coirón, ese arbusto achaparrado con su tonalidad amarillenta lo cubría todo. El cielo nítido, las cumbres nevadas de los Seismil, los cursos de agua, eran postales imperdibles. Y volver a pensar en la inmensidad, en la soledad y en la belleza.
Llegamos al puesto de Gendarmería Nacional Argentina. En el Paso San Francisco, a diferencia de otros cruces a Chile, no había tanto tráfico de vehículos. El frío se hacía sentir con intensidad. Sin embargo el paisaje de la nada misma y del todo absoluto es realmente tan atractivo que sentís la bendición del universo por tener la fortuna de encontrarte en ese lugar, a unos 4000 metros de altura.
Te detenés en un punto cualquiera. Te sentás a mirar el paisaje. Y descubrís que efectivamente sos un ser tan pequeño. Imaginás que hay miles de sitios tan maravillosos en el mundo, y que vos estás como una elegida sentada en ese instante formando parte de un cuadro que nadie más que vos observa.
Los principales habitantes son los guanacos, alguna que otra oveja, los burros, las aves, algún que otro reptil, las gramíneas, los cerros, el cielo, el sol y el viento. La rutina sólo se rompe cuando algún vehículo pasa raudamente o cuando algún afortunado que dispone de todo el tiempo del mundo se detiene, toma fotografías y sigue.
La puna catamarqueña es un privilegio para la vista y una alegría para el corazón. Es un lugar increíble que merece un lugar en la hoja de ruta de cualquier viajero.




Vertiente de los cangrejos

Cangrejo


gruyas




Puesto de Gendarmería Nacional Argentina