sábado, 27 de octubre de 2018

[‪#DIARIODEVIAJE] Avistaje de Ballenas en Puerto Madryn

Un refugio natural. Una geografía privilegiada.  La calidez de un hogar aún cuando el clima pueda estar fresco o ventoso. Ciclos. Etapas de la vida.
Cada año, entre mayo y diciembre, las ballenas vuelven a la zona de Pensínsula Valdés y sus alrededores. El mar azul intenso las recibe y ellas agradecen ofreciendo un espectáculo maravilloso.
Como a las ballenas, a mi también me gusta volver a Puerto Madryn.
El mar, sus playas extensas, el viento, a veces suave y otras violento, unas veces tibio, otras gélido. El muelle que se prolonga hacia el mar y que es un paseo obligado, tanto como la costanera que se extiende unos cinco kilómetros hacia el punto panorámico donde está el monumento al Indio Tehuelche, un ícono referencial de la ciudad, son algunas de las cosas que añoro.
La primera vez que pude apreciar las ballenas, la experiencia fue fascinante. Tanto me encantó, que añoré repetirla. Recordaba el sabor salino en mis labios luego de permanecer por horas observando el mar y tratando de adivinar las ballenas cada vez que veía indicios de su presencia: el chorrito de agua que exhalan, o las gaviotas merodeándolas.  El paisaje azulino del mar, del cielo, el dorado del sol reflejando sobre los acantilados, la tranquilidad, la paz, la crudeza de la vegetación, de la piel, las casas solitarias, las noches frías y estrelladas. Todo fue un cúmulo de recuerdos que quise revivir apenas tuve oportunidad.
Cuando tuve la revancha, fue el turno de conocer Puerto Madryn. Una ciudad que me impactó por sus dimensiones, por la belleza de su costa, por los destinos que podía visitar haciendo base allí. Pero sobre todo, lo que más me encantaba era que podía sentarme a mirar el mar y ver a las ballenas hacer sus piruetas. Y las había a montones. Todo el tiempo era posible descubrir a alguna saltando o mostrándose con sus ballenatos.
Fue un invierno que coincidía acaso con una etapa fría de mi vida. Observaba las ballenas y me resultaba increíblemente maravilloso que tan religiosamente llegaran a la cita fijada por el calendario y se mostraran ante los ojos atónitos que, como los míos, recorrían la ciudad con la excusa de verlas.
Las excursiones de avistaje embarcado se hacen desde Puerto Pirámides. Así que viajé hasta allí. Lo hice en el bus de línea que une ambos destinos al cabo de una hora de viaje. Durante ese lapso, el cristal de las ventanillas me devolvía postales esteparias, solitarias, agrestes pero no por eso, menos agradables.
En esa ocasión había recorrido mucho de la propia ciudad y de los alrededores. Fue una forma de descubrir el lugar, al mismo tiempo que explorar sensaciones y sentimientos encontrados. Cuando decidí construir nuevos recuerdos, esa premisa me llevó nuevamente a volver.
El reencuentro con la ciudad fue un reconocer los lugares por los que había andado anteriormente, y también identificar nuevos sentimientos así como atesorar experiencias nuevas. Las ballenas estaban allí, y fue como una comunión. Entender que estábamos en una misma sintonía. Extraña y genunina conexión con la naturaleza. Fue el comienzo de una etapa luminosa. Dejar la mochila de la añoranza a un costado para empezar a transitar nuevos proyectos. Quizá como parte de un plan universal, me encontraba nuevamente en el punto de inicio de un nuevo ciclo.
Me encontraba atravesando un tiempo de confusión y de quiebre. En esa necesidad de conectar con las emociones y con lugares que nos hacen bien, volví. Recién comenzaba el mes de diciembre. Me recibió una tarde ventosa, muy ventosa. El mar azul intenso seguía estando allí ofreciéndome un escenario de melancolía en el que las ballenas ya no estaban. Las extrañé, como a todos los recuerdos que se me despertaron.
No puedo explicar la fascinación que me generan las ballenas. Quise visitarlas en otros lugares del mundo pero no tuvimos coincidencia. Mi destino y el de ellas parecían no tener otro punto en común que el de Puerto Madryn. Así que nuevamente, decidí ir a visitarlas.
Una vez más volví. Fue un viaje sólo para verlas, para regalarle a mis ojos y a mi alma, el placer de observar un espectáculo natural.
Apenas llegué empecé a recorrer la costanera. Pasear la mirada por el horizonte y esperar encontrarlas. No parecían querer recibirme. Apenas había avistado una a lo lejos. Había ido a verlas y no quería volver sin conseguir ese propósito. Al día siguiente fui hasta El Doradillo. El horario del mediodía coincidía con la marea propicia para observarlas cerca de la costa.
La vez anterior me había tocado un día muy frío y de abundante bruma. Las ballenas apenas se divisaban. Esta vez fue diferente. Podía apreciarlas en cantidad, muy cerca de la costa. Estaba encantada de estar allí. Era como un premio de la vida. Un acontecimiento tan natural, un ritual tan cíclico, y otra vez me sentí frente al inicio de un nuevo comienzo.
Al día siguiente me levanté temprano. Tomé el bus que iba desde Puerto Madryn a Puerto Pirámides, el único servicio existente en día domingo. Pagué, como todos los pasajeros el costo de la contribución por ingresar al área protegida de Península Valdés, y al poco rato, ya estaba en el pequeño poblado desde donde haría la excursión embarcada. Como el día previo el puerto había estado cerrado, había muchos turistas dando vueltas por allí. Mientras esperaba el horario de salida de mi tour, recorrí la playa siempre con la vista perdida en el mar. Las ballenas estaban allí, de tanto en tanto, se las observaba a lo lejos, mientras las embarcaciones se acercaban con los turistas ansiosos de capturar ese fenómeno.
Como había muchos turistas, el paseo en la embarcación resultaba similar a un bus en horario pico. Muchos pasajeros en cada salida. Sin embargo, apenas las ballenas comenzaron a mostrarse, las incomodidades quedan en el olvido. Creo que los comerciantes especulan con eso.
Durante poco más de una hora, las embarcaciones se internaran en el mar, pero siempre al resguardo que ofrece el golfo. Al comenzar a navegar, aparecen los primeros mamíferos. El asombro crece. Se percibe el acercamiento por el colorido y el movimiento de las aguas. Si permanecen sumergidas, a través de la claridad de las aguas, se las observa pasar por debajo de la embarcación.
A veces asoman tímidamente, o irrumpen sorpresivamente. Una cabeza, una aleta, una cola, una mamá y su cría, un cortejo. Escenas que suceden y que frente a las cámaras, se vuelve imprescindible tratar de capturar el momento.
Una ballena, luego otra. Varias embarcaciones que van y otras que vuelven. Las ballenas están a montones allí, cubiertas por las saladas aguas del mar. Las versiones dicen que este año es el de mayor presencia de cetáceos de los últimos tiempos. Finalmente el avistaje no decepciona.
Al finalizar el paseo, hay tiempo antes del horario de partida del bus de regreso, para sentarse a observar las ballenas desde la costa.
El espectáculo es maravilloso. Y una vez más me siento bendecida y agradecida por estar donde tenía que estar.
Antes de despedirme de la ciudad, vuelvo a recorrerla todo lo que puedo. Vuelvo a transitar sus calles, a sumergirme en sus playas, a internarme en el mar a través de su muelle, a absorber su aroma marino, a guardarme el sabor salino en los labios, a respirar profundo y dejar que las instantáneas se fijen en mi memoria.
Las ballenas permanecerán algún tiempo más por esas latitudes antes de retornar a su hogar. En cambio, es mi momento de partir. Es un final que da comienzo a otro inicio. Un nuevo cierre de etapa, un nuevo ciclo que comienza. Es una forma de entrar en sintonía con la naturaleza, zambullirse en la inmensidad y sacar la cabeza para respirar.
Un final. Un comienzo. Un volver a empezar.



























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