sábado, 17 de enero de 2015

Ciudad de la Furia

"No me banco más vivir en la Ciudad". Esa frase quedó repicando en mi cabeza apenas la pronunció. Me dijo que estaba agobiada de Buenos Aires. Que no quería estar soportando el tedio de viajar todos los días al Centro para estar metida en una oficina. Se quejó de la gente irrespetuosa que te lleva puesta por delante sin siquiera reparar en pedir disculpas, del caos del tránsito, de la plata miserable que no alcanza. Y dijo muchas otras cosas más en un lapso tan corto de tiempo que me fue dibujando una pintura desordenada, gris, barroca. Era un paisaje que yo conocía. Era una sensación que compartía. Todos los días invertir mucho de tu tiempo para llegar al corazón furioso del país, ahí donde dicen que atiende Dios, aunque esté en todas partes.
Muchas veces esbocé un tibio pensamiento de "y qué tal si en lugar de vivir en Buenos Aires pruebo con mudarme a otro lado?" Pero apenas asomaba, lo descartaba de plano. No me imaginaba una vida sin el desorden y el desafío constante de sobrellevar el ritmo porteño. Ahora ella estaba exponiéndome sus sensaciones, sus anhelos, sus quejas. Y yo me quedé con esa idea dando vueltas en la calesita de mis reflexiones.
Compartíamos una merienda en uno de los cafés que están en una de las callecitas del microcentro, esas que ahora se hicieron peatonales, donde las mesas de los bares ocupan mayor superficie de la vereda y los que salen de las oficinas se quedan haciendo felices horas extras con 2x1 de cervezas, camparis y pochoclos salados. Esa escenografía tan típica del after office, el calor sofocante que antecede a la lluvia veraniega y la humedad que mata me resultan imprescindibles. No porque sea habitué, sino por el solo hecho de saber que si un día cualquiera decido perderme en la ciudad después de cumplir el horario laboral, podría encontrarme con esas situaciones familiares y sentir que estoy en territorio conocido.
Caminamos un rato por ahí, dejándonos llevar por el trazo que quisieran marcarnos las calles. Por la avenida circulaban colectivos hacia distintos puntos de la ciudad, e inclusive, más allá de ella. En dirección hacia Retiro, decidí tomar una fotografía de la Torre que está en la Plaza Fuerza Aérea Argentina, la misma que construyeron los residentes ingleses para conmemorar el centenario de la Revolución de Mayo, La construcción, conocida como Torre de los Ingleses, fue bautizada, a raíz del conflicto por Malvinas como Torre Monumental, sin embargo, en la jerga popular, sigue siendo identificada como la Torre de los Ingleses. Lo cierto es que ese monumento ofrecía un contraste llamativo, una luminosidad destacada sobre un cielo oscurecido por las nubes cargadas de una tormenta eléctrica a punto de desatarse sobre el anochecer porteño. Observé la Torre y pensé en que tantas veces pasé cerca suyo, algunas casi con indiferencia, y que aún así no podía imaginarme que siguiera ahí sin mí si decidiera irme.
Retiro tiene un ritmo vertiginoso, digno barrio de la Capital Federal. Es un punto neurálgico porque desde allí parten y llegan trenes, colectivos, buses. Más allá está el puerto, y también la terminal del ferry que comunica con Uruguay. Nos alejamos un poco bordeando la Plaza San Martín, la misma que cuando se vuelve de noche me provoca temor por la gran cantidad de robos que dicen que se producen, sobre todo a turistas, ya que hay muchos hoteles en los alrededores y está la peatonal Florida, transitada incansablemente por locales y turistas y que por el mismo motivo está poblada de "arbolitos". Sí, Florida es un verdadero bosque porque a cada paso hay un arbolito. de esos que a cada segundo anuncian con absoluta naturalidad "cambio-troco-cambio". Acto seguido, por si no hubiera quedado claro su función especifican "dólar-euro-real". Y pienso en los bosques patagónicos, en el encantamiento que me producen. Indirectamente pienso que ese cántico tan monótono es como los cantos de las sirenas "cambio-troco-cambio-dólar-euro-real", tan magnético que tampoco me deja irme de la ciudad.
Atravesamos la Avenida 9 de Julio. Esa arteria que literalmente conecta con el corazón de la ciudad que late en el Obelisco, y que como si hubiera sufrido una operación de by pass, se vio mutilada cuando fue sometida a una intervención sin anestesia en la que le extirparon algunos de los canteros cubiertos de jacaranda(e)s y palos borrachos, con el argumento del ordenamiento vial que le deje espacio al metrobus. De este modo, las líneas de colectivos saldrían del microcentro y se concentrarían en carriles exclusivos. Puede que la taquicardia de las horas picos haya logrado moderar zu presión, pero las cicatrices que le quedaron a la ciudad la muestran un poco más fea. Aún así siento que esa realidad es parte de mi vida.
En la Avenida Corrientes están los teatros y también las librerías, y algunos bares notables. La calle que nunca duerme les permite a los sin techo acomodarse en sus esquinas y a los cholulos sacarse fotos con personajes de la cultura popular como Sandro, Juan Carlos Calabró y Olmedo y Porcel.
Buenos Aires es un caos. Agobia, es cierto. Pero también entretiene, sorprende. Siento que me aburriría en otros sitios, por más hermosos que me parezcan cuando los visito en vacaciones, y por más que mientras estoy en ellos quiera quedarme para siempre. Es tan furiosa que contagia el malhumor. La odio, a veces. Como mi amiga, también la odio. Pero cuando se tiñe de violeta o de amarillo con las flores del jacarandá o las tipas, me asombra. Cuando miro las fachadas de sus edificios tradicionales, me remonta hacia el pasado, me hace imaginar una época de pretensiones esplendorosas que no conocí pero que me contaron los libros. Cuando miro sus cúpulas y siento que son únicas. Amo la nostalgia que me transmite la musicalidad del tango merodeando sus calles, abrazando al Obelisco y enamorando a los turistas. Amor y Odio. Una relación que me tiene atrapada, y de la que por ahora, como no puedo salir, trato de disfrutar.





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