domingo, 18 de enero de 2015

El Sudeste Asiático en Buenos Aires

Fue un viaje inesperado. De esos en los que ya que estás en el viaje, viajás. Te dejás llevar. Te perdés y te volvés a encontrar. Te sorprendés y te acostumbrás, y el ciclo vuelve a empezar. No se trata de sacar un pasaje y viajar a miles de kilómetros de distancia. Se trata de descubrir que hay muchas formas de transportarse y que para ir lejos no hace falta tomarse un avión.
Con subirse a un tren y mirar con ojos de curiosidad lo cotidiano es suficiente para ir más allá de los destinos que indican los carteles de las estaciones. La galería que permite cruzar la Avenida Maipú de un extremo a otro de la vereda, en Olivos, es como un túnel que paso a paso conduce al otro extremo del mundo. 
Algunos caracteres en carteles distribuidos por acá y más allá, tibiamente van preparando la atmósfera para ese viaje especial. Los ornamentos realizados con materiales reciclados de uso cotidiano cuelgan del techo aportando colorido y reforzando la impronta oriental. Apenas empezar a transitar ese pasillo, muebles antiguos dispuestos en escenografías ideales, logran llamar la atención. Amontonados en espacios reducidos, la oferta es amplia. Los precios, anunciados en carteles manuscritos, están expresados de un modo claramente visible. Pero a los muebles se suman esculturas, piezas ornamentales y artefactos varios y entre todos conducen a un viaje a través del tiempo. Cada uno de los objetos transmite una historia, habla de un estilo, de una forma de vida y de la importancia de ciertos valores, de los conceptos de belleza, y de los intercambios entre las personas en un mercado de oferta y demanda.
Telas, alfombras, cortinas, atuendos de motivos orientales inician la travesía hacia territorios lejanos. Una mirada rápida podría pasar por alto el pasaporte hacia un destino inesperado. Pero la invitación estaba hecha. Sólo fue necesario dar un paso adelante e introducirse en alguno de los negocios que ya desde las vidrieras hablaban de historias y prometían un recorrido sin desperdicio, para aceptar el convite. Así fue que el colorido de banderines con iconografía de la cultura oriental, las máscaras de con atuendos brillosos, las figuras de tamaños y materiales diversos y los collares llamativos fueron un anzuelo inevitable. Lo siguiente fue perderse un buen rato entre estantes y pasillos recargados de objetos que transportaban a otras latitudes. De pronto me veía en el Sudeste Asiático. Estaba en templos húmedos que con todo el peso de su historia me recibían con sus íconos más tradicionales. Había imágenes de Buda en tamaños bien chiquitos y también muy grandes, en materiales diversos y con tonalidades distintas. En algunos sonreía con una sonrisa muy grande, en otras su felicidad desbordaba, en otros estaba más serio, y en algunas adoptaba posiciones y gestos diferentes. Con cada figura me imaginaba los rezos, la meditación y la forma de vida de las personas que en el extremo opuesto del planeta tienen a esas figuras como parte de su rutina cotidiana. Pensé en la ley de la causa y el efecto, en la armonía del universo, en el ying y el yang, en la paz, la templanza, la sabiduría y otros tantos valores que caracterizan a la filosofía oriental y en la energía que irradiaba cada una de esas figuras. Y pensé que si estaba allí no era por casualidad. Tal vez una señal.



















A medida que avanzaba entre los objetos descubría orígenes distintos, y también diferentes edades.
Algunos letreros podían dar cuenta de ciertos significados pero si no, con preguntar era suficiente para recibir la información necesaria. Había dragones que tenían expresión feroz, y otros que resultaban más simpáticos, que me remitieron a la danza que pude ver en la celebración del año nuevo chino realizada por la colectividad china en Buenos Aires, en varias ocasiones. También había gallos, tigres, peces, serpientes y muchos otros símbolos que había visto en ferias de colectividades y en los negocios chinos. Y con los cuales también supuse que estaba relacionado el horóscopo con el que se hizo conocida Ludovica Squirru. Había figuras que había visto en el templo de Belgrano, y también algunos objetos que observé en los altares de seguidores del budismo. Por un buen rato, me sentí parte de ese mundo. Me vi aferrándome a lo conocido y apreciando con curiosidad aquello que no conseguía comprender. Me imaginé perdida en esa parte desconocida del mundo, Y volví a la realidad cuando encontré algunos objetos que me resultaban extraños y contradictorios a esa cultura, como las figuras de yeso que había visto en algunas kermeses de barrio cuando era chica, o encontrarme con un balde de cañicas, las mismas con las que mi hermano jugaba a la bolita con sus amigos de la infancia.
Fue un viaje a través del tiempo sin tener en cuenta el paso del tiempo. Fue una mirada minuciosa que permitió explorar un poco de un mundo intenso, una muestra gratis de un mundo que se descubre como nuevo, si uno está dispuesto a recibirlo, y dejarse llevar. Y sí, si ya estás en el viaje, nada mejor que dejarse llevar. 





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