domingo, 12 de noviembre de 2017

[‪#DIARIODEVIAJE] Desafío Montaña Arco Iris

Las imágenes de la colorida Rainbow Mountain me habían cautivado desde antes de llegar a Cuzco. Había averiguado sobre las excursiones y hablaban de un itinerario difícil y con un costo bastante elevado. Descartado.
Cuando llegué a Cuzco todas las agencias promocionaban el tour. El precio resultaba mucho más accesible de lo que había visto por internet, y siempre quedaba la opción de regatear. Y si no regateabas, ellos solos te bajaban el precio con tal de venderte la excursión.
Los dos primeros días de mi estadía los dediqué a recorrer Cuzco. Andar sus calles era como desmenuzar sus secretos y dejarse atrapar por ese aire místico, legendario y particular. En eso estaba, perdiéndome entre sus arterias, desembocando en su corazón y volviendo a fluir en algún otro punto de su aparato circulatorio, cuando me encontré nuevamente frente a la imagen de la Montaña de Siete Colores, y la descripción del itinerario. Un vendedor, rápido de reflejos, me instó a que ingresara a la agencia para que me comentaran un poco más acerca de la excursión. Captó mi interés y lo supo aprovechar.
Estábamos el hombre y yo frente a frente. Desplegó un folleto con un mapa que mostraba el recorrido. Ante mis preguntas y mis dudas respecto de la dificultad del camino, buscó un video y me mostró las imágenes que daban cuenta de cómo era el camino. Aseguró que había amplias zonas que eran planas y que otras efectivamente eran en subida pero que no iban a resultar de gran dificultad. Le dije que la actividad me encantaba, pero que no estaba segura de tener la resistencia física necesaria. Me faltaba entrenamiento, y le expresé mis dudas respecto de la oxigenación teniendo en cuenta la altura. Por supuesto no le comenté de mi anemia, de alguna manera, si tenía una posibilidad de hacer la excursión, quería hacerla. Imaginé que si le mencionaba alguna cuestión médica iba a desestimar la venta de esa excursión e iba a querer venderme otro tour. Además, le mencioné que dos días después tenía la visita a Machu Picchu y no quería que se viera afectada mi subida al Huayna Picchu. 
El joven buscó un video que mostraba el ascenso al Huayna, y me dijo: "ese ascenso es más peligroso que la Montaña de Siete Colores". Argumento suficiente para venderme el tour, pero que me dejó una cuota de intranquilidad para la visita al sitio arqueológico.
Contratada la excursión, tenía que empezar a prepararme para el evento. Pasarían a buscarme a las 3 A.M. El desayuno estaba incluido, también el almuerzo. ¿Era necesario llevar algo más? Las recomendaciones mencionaban la compra de caramelos de coca y sugerían llevar hojas para masticar, abrigo y algo dulce por si acaso.
Dormí intranquila. Esperé en la recepción del hostel a que vinieran por mí. Me acomodé en la buseta y procuré dormir un poco más. Había como tres horas de viaje hasta el lugar donde nos darían el desayuno. Cuando llegamos el frío se hacía sentir bastante. El desayuno era en un comedor perteneciente a la comunidad que habitaba en la zona. Todas las agencias llevaban allí a sus pasajeros. La competencia por llegar primero tenía como premio ser atendido más rápido. Llegamos casi en paralelo con otro grupo así que tuvimos que esperar. Las opciones de bebida incluían café, te de coca, muña, anís, chocolate. Había huevos revueltos, pan, manteca y dulce. Nuevamente la duda, ¿desayunar bien o desayunar liviano? Elegí la primera opción. Sabía que un buen desayuno significaba inyección de energía, si bien a esa hora de la mañana no me daban muchas ganas de comer. Una compañera de habitación había comprado una bolsa de hojas de coca en el Mercado San Pedro, y me facilitó algunas. Nunca las había utilizado, y sabía que seguramente no las iba a usar, pero las tomé por si acaso. Sin embargo, antes de abandonar el comedor compré una bolsita de caramelos de coca. Casi un as en la manga para usar en caso de emergencia. 
Poco rato después del desayuno estábamos en el punto donde inicia el sendero a Vinicunca, que nos llevaría a descubrir el colorido de la montaña. La caminata demanda varias horas. Para quienes preferían hacer el trayecto a caballo, los lugareños alquilaban a sus equinos, y sus dueños eran quienes guiaban al animal. Nunca me había subido a un caballo, por lo cual mi alternativa siempre estuvo relacionada con el trekking, que es la actividad que me gusta. Como digo siempre, me gusta, pero me cuesta. Nunca estoy preparada físicamente, y las subidas para un cuerpo poco entrenado como el mío, son fatales.
Algunos se dirigieron hacia el sector donde se alquilaban los caballos. Otros, nos encaminamos hacia el sendero. Hicimos un trecho, y ya estaba lamentándome de mi obstinación. Recién llegaba y cada paso era como un desgarro. Me sentía caminar en cámara lenta, como si mi cabeza quisiera una cosa y mi cuerpo se resistiera con todas sus fuerzas. 
El paisaje por cierto, era muy bello. Llevaba mi cámara de fotos, que era más una excusa para detenerme a tomar una bocanada de oxígeno más que para tomar una foto. Mentalmente me decía "tenés que poder". Quería convencerme de que iba a lograrlo. En cada paso se me iba la vida. Empecé a quedarme más rezagada del grupo. "No importa, andá a tu ritmo que vas a llegar", me decía a mi misma. Empezaron a pasar los que iban a caballo. Aún no había cubierto el primer tramo y me veía, en términos de Facebook, en una situación complicada. 
Teníamos dos guías. Uno iba al frente del grupo, el otro al final. Terminó por ser mi escolta. En un momento lo escucho decirme algo que para mí fue inadmisible. "Si te cuesta llegar a ese punto -señalando una piedra a partir de la cual había una curva-, va a ser mejor que vuelvas". Esas palabras fueron como una afrenta. No estaba dispuesta a irme con la frente marchita. Aunque me costara la vida. Le dije, "mirá, a mi ritmo, voy a llegar". Sugirió que si me demoraba mucho iba a ser una complicación para el grupo. En mi interior pensaba, "pagué por la Montaña de Siete Colores, quiero la Montaña de Siete Colores". 
Me obligué a seguir, a poder, a avanzar. Quería darle impulso a mi cuerpo, pero había como una resistencia natural. Me costaba mucho la respiración. Me habían dicho que si en dos días en Cuzco no había tenido síntomas del mal de altura, no iba a sentir los efectos en la montaña. Pero la realidad es que mientras la Ciudad Imperial está a 3400 metros de altura sobre el nivel del mar, Vinicunca está a casi 5000 metros. Sin contar que Buenos Aires está apenas a 25 metros. 
Luego de la pendiente vino un trecho plano, un valle muy bello y amplio enmarcado por los cordones montañosos que lo rodeaban. Hacía frío. Por momentos soplaba una brisa. Pero el ejercicio era suficiente calefacción. Mientras me apoyaba en el palo que me habían prestado para dar un paso y luego otro, no salía de mi asombro al observar a los habitantes locales correr al lado de sus caballos ya sea que llevaran a los animales por sus riendas cargando a algún turista, o volviendo con el caballo disponible para ofrecerlo nuevamente como medio de transporte. Mientras yo apenas podía dar un paso, ellos iban y venían corriendo como si nada. 
En determinado punto del camino comencé a vislumbrar los colores que asomaban a lo lejos entre las montañas. Pero así como observaba los colores, también me veía muy lejos de ese punto. Y sobre todo, empecé a sentirme derrotada cuando observé la subida que había que hacer para llegar hasta allí. Me detuve unos instantes y miré casi con incredulidad. Definitivamente era imposible que llegara a ese punto. Las personas se veían como hormigas, y la pendiente era tremendamente extensa y empinada. Pero la las posibilidades eran o avanzar acelerando un poco el paso, o quedarse en ese punto a observar cómo los demás avanzaban o ya empezaban a regresar. "Tanto nadar para morir en la orilla", ese refrán no podía ser más gráfico. 
Un hombre me ofrece el traslado en caballo. Me rendí ante la oferta por unos pocos soles. Me daba pena por el animal, nunca me había subido a uno, pero pero era eso o abandonar. "Retroceder nunca, rendirse jamás", un titular que está muy bien para el cine.
La irregularidad del terreno se sentía mucho más desde arriba del caballo. Por momentos temía que me tirara. Me daba vértigo. No sabía qué era peor. No fue mucho el tramo que me llevó porque a poco de andar llegamos a un punto donde un cartel indica que hasta ahí se permiten los caballos, luego hay que seguir a pie. Lo cierto es que mientras estaba sobre el caballo comencé a sentir que mi cara se endurecía. No puedo precisar si era por el frío o por alguna otra circunstancia. Como pude me metí un caramelo de coca en la boca, pero no notaba ningún efecto positivo así que empecé a mover los músculos de la cara como si masticara fuerte pero en cámara lenta. Bajé del caballo. El guía venía pocos metros más atrás. Cuando llegó hasta mí, le pedí que me ayudara porque me sentía mareada, me dolía la cabeza y sentía paralizada mi cara. Me dio alcohol para que oliera. Me dijo que mascara coca. Cuando intenté hacerlo me sentí peor. Su sabor amargo me generó náuseas. Intentó darme oxígeno pero el tubito que llevaba no funcionaba. Me recuperé un poco, y continuamos avanzando. Debo decir que me sentía fatal. 
Un paso a la vez. Esa era la consigna con la que me fui mentalizando. No falta tanto, la montaña está ahí nomás. Eran todos recursos para convencerme. Los colores fueron apareciendo con mayor claridad, y se convirtieron en mi faro. Llegué al punto donde podía observar todos los colores, pero había otro tramo un poco más empinado que oficiaba un poco de mirador y otro poco de punto ideal para el registro fotográfico. Subí.
La montaña estaba frente a mis ojos. Toda esa enorme e intensa caminata era necesaria para llegar a ese punto. Un instante de ese paisaje valía todo el esfuerzo. Observé la montaña, el valle, las montañas de los alrededores, pero al momento de tomar las fotos era difícil captar la belleza del lugar. Estaba lleno de gente por todos lados. Ahí es donde la expectativa rivaliza con la realidad. El lugar es bello, el registro fotográfico, no tanto.
Después de todo, después de tanto, finalmente había alcanzado la meta. Estaba frente a las imágenes de la montaña que me habían cautivado desde antes de iniciar el viaje. Fue un momento de felicidad y exitismo supremo. Todavía faltaba la vuelta, pero sabía que la vuelta siempre es más fácil. O eso creía. 
Empecé el descenso tranquila, segura. Sin embargo, el cansancio me afectaba. Un dolor persistente se instaló en mi cabeza y me sentía mareada. Empecé a retrasarme nuevamente. Por momentos sentía que se me adormecían las manos, los pies. Era como un cosquilleo extraño. El guía aseguraba que era el frío. Yo sabía que no lo era, primero porque estaba bien abrigada, segundo porque más que frío sentía calor a causa del ejercicio. Y tercero, porque el malestar no era normal. El regreso fue tan costoso como la ida.
Cuando llegamos nuevamente al comedor donde servirían el almuerzo, desistí de probarlo siquiera. El malestar me obligaba a ser cauta. No fui la única afectada por la altura. Dos personas prefirieron no descender del bus. Dos días más tarde, en Machu Picchu conocí a una persona que había hecho la excursión el mismo día que yo pero con otro grupo, y que me había comentado que también la había pasado fatal con la altura. En otra excursión dos chicas también me relataron su desventura. Fue un alivio saber que no fui la única. El dolor de cabeza me duró todo lo que quedaba de ese día y gran parte del día siguiente. 
Tenía muchas ganas de conocer esa montaña llena de colores muy marcados. Un arco iris en la tierra cuyo tesoro era un instante de satisfacción por alcanzar un logro, por superar todas las dificultades, por buscar alternativas para llegar donde quería, por ponerle esfuerzo y superación. Más allá de lo difícil que me resultó, hay que decir que es un lugar hermoso. 
Me asombró la capacidad de adaptación de los lugareños que se movilizaban de un lugar a otro con una naturalidad envidiable. Sus rostros curtidos por el frío y el sol daban cuenta de un contexto cambiante y riguroso. Como en toda montaña el clima es muy variable, en un mismo día puede haber sol, lluvias, viento, granizo. Sus pies descalzos o cubiertos por calzados muy precarios, en muchos casos, dejaban en evidencia lo difícil de la vida en ese lugar. La llegada del turismo significa para estos pobladores una gran oportunidad para generar ingresos. Hasta que el turismo llegó a cubrir con sus pisadas el sendero hacia la montaña mágica, sus actividades eran de subsistencia: la cría de ganado ovino, y algunas plantaciones como la del maíz. La Montaña Arco Iris también mostró su tesoro a los lugareños. Habrá que evaluar luego la capacidad de carga, y las regulaciones que permitan preservar el lugar de un modo sustentable. Es un lugar muy bonito, recomendable para todo aquel que se considere en condiciones de aceptar el desafío, pero sabiendo que la altura es un factor muy importante y que realmente puede condicionar la experiencia. 
¿Hiciste esta excursión? Contanos.