domingo, 27 de agosto de 2017

[‪#DIARIODEVIAJE] Ilha Grande, el otro desafío

Los días en Ilha Grande fueron un regalo. Algo así como un paquete que fui descubriendo lentamente, en un paso a paso. Quitar el moño, retirar el envoltorio y llegar al corazón de la sorpresa. Un guiño del universo para disfrutar de ese lugar hermoso. Verde, naturaleza, tranquilidad, belleza, aventura. Todo distribuido en dosis justas para llevarse la mejor impresión de recuerdos que no voy a olvidar.


Desde el hostel en Río caminé unas cuadras para tomar el metro hasta la estación Cinelandia y desde allí combiné con el tranvía hasta la terminal de ómnibus. En la ventanilla de la empresa Costa Verde hice la fila para comprar mi pasaje hasta Conceição de Jacareí, la localidad donde tenía que embarcarme con rumbo a la isla. 

Cuando descendí del bus descubrí que éramos varios los pasajeros que llevábamos el mismo destino. 

Apenas pusimos un pie en tierra nos encontramos rodeados de tres o cuatro personas que nos guiaban hasta su local a comprar el pasaje para la lancha que nos llevaría a la isla. No teníamos mucho margen para resistirnos ni para buscar alguna otra alternativa. Podíamos contratar el pasaje de ida pero si contratábamos la ida y la vuelta nos salía un poco más económico. Al principio eran todas promesas: "sacamos el pasaje y ya nos embarcamos", "está todo coordinado para que apenas bajen del bus puedan subir a la lancha", "en unos minutos los vienen a buscar y ya salimos". 

En realidad hubo que esperar como media hora hasta que vinieran a buscarnos. Después, nos acompañaron hasta la zona de embarcación. El área costera era sencilla, básica, pero bonita. Había algunas lanchas amarradas, unos niños jugando más allá, una pequeña iglesia mirando el mar. También había otras empresas que ofrecían el traslado, pero ya teníamos contratado el nuestro.

Finalmente cuando la lancha llegó al muelle y pudimos subirnos, nos llevó hasta otro muelle donde subieron otros pasajeros y otra vez retrocedió hasta donde habíamos embarcado, nuevamente hasta el segundo muelle y otra vez al primero. Parecía un chiste. Por suerte esa fue la última vez de las idas y vueltas hasta que por fin inició el viaje hacia la Ilha Grande.

El trayecto en lancha dura un buen rato. Es un paseo atractivo aunque el oleaje a veces nos hacía saltar de nuestros asientos. Era una lancha rápida, hay otras de mayor tamaño en las que el viaje se hace más lento. Venía de varios días de lluvia, pero ese día había estado radiante. Sin embargo, mientras caía la tarde, la nubosidad aumentaba y anticipaba las altas probabilidades de precipitaciones. 

Una vez que dejé mis cosas en el hostel, salí a recorrer el centro de Abraão, nombre que tiene el pequeño poblado que es el principal destino al que llegan los visitantes. Abundan los alojamientos y posadas, hay algunos restaurantes, casas de recuerdos, agencias que ofrecen excursiones y algunos minimercados. Es un lugar que concentra dinamismo y que está muy cerca de la costa donde descansan las embarcaciones, algunas privadas y otras que funcionan como taxiboat. 


El lugar tiene mucho de pintoresco. Al anochecer las luces tenues, la decoración colorida, la cadencia y tonalidad alegre de las voces que se expresan a viva voz. La sensación de estar en un lugar mágico es increíble. Es un poblado tan pequeño y las personas son tan amables que borran los rastros de cualquier temor. Es como si la isla te abrazara y con ese abrazo te protegiera. Acaso una manera de darte la bienvenida.  

El hostel tenía un mini balcón con vista al mar. Desde la cama podía observar el paisaje. Esa noche me dormí oyendo el sonido de las olas que golpeaban la costa. Me desperté temprano. Con el mismo sonido. Esperaba que hubiera una lluvia intensa por cómo había cerrado la noche previa, sin embargo, el sol se presentaba ideal para un día de esos que hacen brillar el alma.

El desayuno se servía en el deck, que sin dudas resultaba un espacio de privilegio para observar la calma rutina de los lugareños que se desperezaba por la costa o a bordo de alguna embarcación. Se desayunaba con frutas, infusiones, tostadas y dulces. Pero lo más rico era la vista. Serenidad. Relax. Quietud. Verde. Todos condimentos ideales para una estadía genial. 

Ese día era para aprovechar al máximo, así que contraté la excursión que lleva a recorrer diversas islas y playas y donde también se puede practicar snorkel. Había llegado a la isla decidida a realizar esa actividad. Nunca la había practicado pero me habían dicho que no era difícil. De hecho, la mujer que me vendió la excursión al consultarle sobre los requisitos y recomendaciones me dijo que no había mucha ciencia, era ponerse la máscara y mirar. Hizo énfasis en que mirara bien entre las piedras pero me recomendó que no me parara sobre ellas.  


La embarcación pasa a buscar a los pasajeros por el muelle de partida o por algún otro punto establecido previamente. El conductor de la lancha oficia también de guía, aunque no guía mucho. Son pocas las referencias que da, y aunque dijera más, al no tener un micrófono, es poco lo que se escucha.

La primera parada permitió un contacto con las aguas transparentes, la arena blanca y los peces nadando en grupos grandes o pequeños. Algunos practicaban snorkel y parecían estar suspendidos en el aire frente a la transparencia de las aguas. No se necesitaba hacer snorkel para observar los secretos del mar. Las playas siempre me gustaron desérticas, y preferentemente más en otoño o invierno que en verano. Amo el otoño y sus colores tenues y maravillosos a la vez. Esta vez me tocaba estar en la playa en otra época que no era la estival pero que sin embargo, en ese rincón del mundo parecía verano. 

El sol, el paisaje, las aguas cristalinas. Todo era una invitación a observar el horizonte, a dejar escapar los pensamientos, a sentirse libre. Pararse en la orilla, hundir los pies en la arena tan blanca como húmeda y que desde las raíces el cuerpo fuera oxigenándose e inspirando libertad. Ser una misma y sentirte otra a la vez. Como un éxtasis, así fue ese momento. Subimos a la lancha con rumbo a otra isla. En este caso se trataba de una pequeña elevación rocosa que no tenía ni playa. La propuesta pasaba por sumergirse en las aguas y observar el colorido mundo submarino.  

Así como superar los miedos me había llevado a cruzar las fronteras y adentrarme en Río, practicar snorkel venía en la misma línea. La natación es un tema que tengo pendiente. Alguna vez intenté hacer buceo y la falta de experiencia bajo el agua me jugó una mala pasada. En esta ocasión no quería irme del lugar sin practicar esa actividad. Aún sin saber nadar, me bajé de la lancha y siguiendo las indicaciones pude observar los peces de colores. Sin embargo, no me parecía tan sencillo como me habían contado. El guía, que entonces sí ofició de guía, me ayudó a recorrer un poco y a observar las especies que estaban en el agua.


Fue una experiencia grandiosa porque casi como los chicos, me sentía sorprendida de poder ver más allá. Era como sumergirme en el corazón de ese regalo que me había realizado el universo. Y quizá por todo eso, sentía que todo eso transcurría en un espacio tiempo diferente. Las tortugas marinas parecían circular con una lentitud inusitada, y más que nadar, parecían estar suspendidas. Sólo fue un rato pero mientras observaba ese mundo oculto era como recorrer el propio interior. Bucear en los propios pensamientos, en los propios sentimientos, enfrentar los miedos, dejarse llevar, confiar, desafiar las propias limitaciones, poder un poco más aunque sientas que no podés hacerlo. Después de un rato, fue el momento de partir, había todavía varias islas por recorrer. 

El sol se volvía más intenso a medida que se acercaba el horario del mediodía y su reflejo en la arena impactaba fuerte sobre los cuerpos que ya se mostraban rojizos. El almuerzo estaba programado en una isla donde un restaurante esperaba con sus menúes a los visitantes. Mientras los demás se refugiaban en un abundante almuerzo, permanecí un buen rato en el muelle desde donde a simple vista se observaban peces variados y muy coloridos. En el horizonte el cielo iba mutando su tonalidad de acuerdo con la ubicación del astro rey. Fue un momento de increíble tranquilidad y armonía. 

Antes del regreso fuimos un rato a la Laguna Azul, uno de los principales atractivos que ofrecen las excursiones que se comercializan en la isla. El paisaje dominante en ese lugar increíble eran las máscaras de snorkel flotando y las sonrisas alegres que tenían los tripulantes de todas las embarcaciones que llegaron hasta el lugar con el mismo propósito, nadar en las aguas de ese rincón tremendamente bello. 


Al atardecer, la caída del sol fue un espectáculo aparte. La embarcación seguía su rumbo hacia Ilha Grande mientras el colorido del sol se proyectaba sobre un cielo inmenso. Una vez que pisamos el muelle, la excursión se dio por concluida. Me sentí agradecida por haber superado uno de los desafíos que me habían llevado hasta aquel territorio. 
Después fui a recorrer un poco las mismas calles que había recorrido el día previo. Volví a pasar por los mismos negocios y a mirar el mar. Desde el deck del hostel permanecí hasta bien tarde mirando cómo la oscuridad se apropiaba de la escena, la luna y las estrellas. Al día siguiente el mismo despertar con el sonido de las aguas golpeando la orilla me resultó parte de un efecto especial puesto allí para maravillarme aún más.

En el nuevo día decidí hacer otra de las excursiones típicas de la isla. La visita a la Playa Lopes Mendes. Para llegar a esa extensa playa se puede contratar un taxiboat o se puede hacer una caminata por un sendero que atraviesa la vegetación selvática. Se puede ir y volver caminando, o una opción intermedia es ir caminando y volver en lancha, o a la inversa. La recomendación indica que no hay que demorarse en el regreso si se vuelve caminando ya que hay que tener en cuenta las horas de luz. 


El recepcionista del hostel fue el encargado de darme las señas para iniciar la caminata. Sin embargo, como no es recomendable ir en solitario, me sugirió armar un dúo con otro huésped que también estaba interesado en el trekking. Así que fuimos. Como él era oriundo de Iguazú, en la provincia argentina de Misiones, estaba más acostumbrado al clima húmedo, denso, selvático. La caminata, en subida y con esa humedad tan densa, me resultaba bastante difícil para mi físico poco entrenado. Subir, bajar para volver a subir esquivando obstáculos. No tener que caminar sola era una buena idea porque la sola ocurrencia de cruzarme con algún reptil o araña de dimensiones importantes me preocupaba. Por suerte no sucedió nada de eso. O casi. En realidad estaba tan preocupada por mirar por dónde caminaba que casi choco con una gran telaraña con su tejedora haciendo su labor. No era pequeña, tampoco era tan grande como el tamaño que sí temía encontrar. Esta vez los reflejos estuvieron atentos.

Llegamos a la primera playa. El reencuentro con la arena y con el mar es como un incentivo para seguir adelante. Algunas pocas construcciones, una pequeña capilla, algún almacén, alguna embarcación. Caminar por la arena es un sinónimo de caminar lentamente porque los pies se hunden en ese suelo granulado. Bella sensación de un paisaje hermoso y una tranquilidad suprema. Mi compañero se encontraba más que tentado de meterse al agua pero decidió reservarse sus ganas para cuando llegarámos a destino. Sabíamos que el siguiente punto que teníamos que lograr, era nuestro objetivo. Hacia allá fuimos. Nos internamos en un pasadizo que nos advertía que tuviéramos cuidado con los monos, unos pequeños animalitos que parecían jugar a las escondidas entre los árboles. Primero los observamos, luego nos fuimos rápidos ante la posibilidad que pudieran saltarnos. Bonitos, pero mejor lejos.


Cuando por fin tuvimos el mar frente a nuestros ojos pudimos cantar victoria. El día estaba espléndido. Hacía mucho calor. El sol estaba alto. Había mucha gente en la playa y también algunos vendedores de snacks y bebidas. Era un lugar ideal. La playa realmente era hermosa, y con una fama bien ganada. Extensa, de arena tan blanca y tan fina que parecía talco más que arena. El color del agua era como una piedra preciosa tan intensa como atractiva. Mientras algunos disfrutaban del mar, otros descansaban en la arena. Estábamos dispuestos para disfrutar de una excelente jornada.

Nos instalamos a la sombra de algunos árboles. Mi compañero se internó en el mar. Yo estaba ansiosa por caminar esa extensa playa. Pero a los pocos minutos, inesperadamente todo comenzó a cambiar. Cuando llegamos prácticamente no había viento. Luego, una brisa suave se hizo presente pero fue creciendo en intensidad. El cielo se fue oscureciendo y el presagio de la lluvia se instaló de tal manera que las personas comenzaron a huir de la playa. Como nosotros recién llegábamos no pensábamos en irnos tan pronto, sobre todo porque compramos un ticket para el regreso en lancha que estimamos para varias horas más tarde. El viento era muy intenso, pero lo soportamos. Cuando prácticamente no quedaba nadie en la playa caminamos un rato y el viento se calmó. Nos trepamos a unas piedras, observamos el paisaje, caminamos. Después, él se dejó tentar por el agua tibia y se sumergió un buen rato en ella. Yo, en cambio, estaba tan ansiosa por caminar esa playa de punta a punta que me tomé todo mi tiempo para disfrutarla. 


Mi gusto por las playas desérticas, por el clima otoñal, de pronto se encontraba compensado por el universo. Me sentía en sintonía total con el lugar. Con cada paso mis pensamientos se liberaban. Sentirte liviana, libre. Que nada importe. Solo vos, ese espacio hermoso, tus pensamientos que vuelan y sólo hay lugar para lo que sentís. Caminás por la playa húmeda, te dejás alcanzar por la espuma de las olas como si fuera agua jabonosa que te lava las heridas, que renueva los pensamientos, que limpia la energía, que renueva el espíritu y que te hace sentir agradecida de estar donde estás. Los temores no me habían permitido llegar antes hasta allí. Superar los desafíos tiene recompensa. Y mientras voy y vuelvo por el mismo camino sin ningún apuro, la letra de Zona de Promesas acude a mi y sí, estoy convencida: "tarda en llegar y al final hay recompensa".

Cuando estaba próxima la hora de tomar nuestra embarcación, iniciamos el regreso. Tardamos menos de lo que calculamos en llegar al muelle, y fue una suerte porque nuestra lancha estaba partiendo antes de la hora señalada. No quisiera imaginar que nos hubieran dejado allí sin el tiempo suficiente para regresar con luz a nuestro hospedaje. Cuando retornamos al muelle principal, fuimos a caminar por el centro, entramos a comprar pan de queso en una panadería y en eso estábamos cuando se desató un aguacero sumamente intenso. Por la cantidad del agua que caía parecía que no iba a parar en días. Nos sentamos a comer el pan y mientras charlábamos vimos cómo un cangrejo se refugiaba también en el negocio. Los cangrejos suelen aparecer deambulando por ahí sobre todo al anochecer. Sus pinzas amenazantes estaban en alto y lo observamos acercarse tan raudamente que pensamos que venía directamente a nosotros, pero siguió su camino hasta perderse bajo el agua a la salida del local. 


Cuando el aguacero concluyó, la vida del pueblito seguía tan dinámica como habitualmente. Quizá algunos charcos en el medio de las calles de arena y tierra entorpecían un poco el paso, pero nada más. Esa noche, el cielo se encontraba cubierto y la brisa fresca se apoderó del ambiente. Eso no hacía que fuera menos disfrutable. Realmente Ilha Grande es un lugar lleno de belleza y magia.

El día de mi partida no tenía mucho tiempo disponible, pero no quería irme sin visitar la Cachoeria da Feiticeira. Me habían indicado que con un par de horas era suficiente y aunque desconfiaba, decidí intentarlo.

Estaba nublado y el ambiente estaba húmedo. Eso hacía que el andar fuera muy pesado. Costaba. De todos modos, me lo tomé con tranquilidad. Seguí el camino costero, anduve por Playa Negra, después visité las ruinas del Antiguo Lazareto, el Acueducto, las piscinas naturales. Había que caminar todavía bastante más para llegar a la cascada. Si bien quise sostener el ritmo para llegar a tiempo para visitar el lugar, y volver a tomar mi embarcación, la subida era difícil porque el suelo estaba húmedo, cubierto de raíces y muy resbaloso. Lo intenté todo lo que pude, quería que mi deseo de alcanzar la meta fuera más fuerte que el temor de no llegar a tiempo. Subí bastante. No sé si estaba muy lejos aún o no, pero cuando volví a controlar el tiempo encontré que no tenía muchas chances de concluir exitosamente el recorrido. Regresé. Y eso también fue parte de las lecciones que aprendí viajando. A veces hay que saber renunciar. 


Volví al hostel a buscar mi mochila y retornar al muelle para tomar la embarcación que me sacaría de aquellos días de ensueño para ponerme frente a otros desafíos. La embarcación que me tocó esta vez era más grande, y también más lenta y más incómoda. Apenas iniciamos la travesía, una lluvia intensa se desató con muchas ganas. Acaso un artilugio del cielo para despedirnos con una bendición.
Fueron días especiales, de muchas conexión interior y con el mundo que nos rodea. Una oxigenación para el cuerpo y para el alma. Todo lo vivido te pertenece. Las playas extensas de arena fina u otras más granulosas que son como un pizarrón vacío que invitan a escribir un mensaje húmedo que luego el agua se encargará de borrar. El verde de la vegetación que asciende por los morros, que te rodea, que te hace parte. Las aguas cristalinas, su vaivén tranquilo. La rutina de la población anfitriona acostumbrada a convivir con la dinámica de los visitantes. Las aves, los cangrejos, los monos, los peces. Todo te pertenece. Por un instante sos parte de ese cuadro tan atractivo y particular. Un regalo del universo que vale toda la eternidad. 




















lunes, 14 de agosto de 2017

[‪#DIARIODEVIAJE] Me Río de los miedos

Desafío. Si algo representaba para mí el viaje a Río, era todo un desafío. Y no se trataba de un reto pequeño, así con minúsculas. Sino que era TODO UN DESAFÍO, con mayúsculas.
Viajar a Brasil siempre me había generado temor. Un país grande, ciudades enormes, y yo sintiéndome tan individualmente insignificante. Tenía otros destinos por conocer antes de viajar a Brasil. Así fui demorando mi llegada a ese territorio. Y cuando llegó el momento de enfrentar los miedos, si había una ciudad por la que tenía que empezar, era Río.
Brasil es un país tan grande como multifacético. Cuando cursaba la licenciatura en Turismo, lo había estudiado. Y si bien hay múltiples regiones que son atrapantes, Río de Janeiro me resultaba más que interesante por su riqueza cultural y sus atractivos naturales.
Cuando ya tenía decidido que viajaría a Río, empecé a buscar información para materializar mi viaje. Hasta el momento la gente que conocía esa ciudad me había hablado de sus experiencias que por lo general eran muy positivas. Sin embargo, al leer las noticias, observaba que el panorama se presentaba complejo. Hablaban de una gran crisis generada por la corrupción con posterioridad a los Juegos Olímpicos. Todas las versiones que circulaban hablaban de una situación de empobrecimiento e inseguridad. Pregunté en algunos foros de viajeros a quienes hubieran visitado el lugar recientemente y las respuestas eran diversas, algunas reforzaban la situación de crisis y la recomendación de sólo circular con lo mínimo indispensable, no salir sola y ni hablar de llevar una cámara de fotos que no sea la del celular, e incluso de llevarlo oculto, tomar la foto y guardarlo inmediatamente. Otros hablaban de los peligros como en cualquier otro lado, y los menos, decían que estaba todo bastante normal.
Las crónicas hablaban de los turistas como el blanco elegido para los robos, tanto en las calles como en las playas. Mencionaban la modalidad de ataque tipo piraña, donde un grupo de personas invadía las playas asaltando a todo aquel que encontrara en su camino. La quiebra del municipio tenía como resultante que los servicios públicos, la salud, la seguridad, el transporte se encontraran de paro, lo cual generaba una sensación de caos total y de inseguridad absoluta. Si antes de leer las crónicas, Brasil me generaba temor, luego de hacerlo y ya con pasaje en mano, la incertidumbre era aún peor.
Pero si algo me había llevado a sacar el pasaje y a planificar ese viaje, fue la enorme sensación de que ya era tiempo de enfrentar los miedos. El temor paraliza, y no quería tener más esa sensación de estar paralizada, de estar dominada por los miedos. No quería que un lugar del mapa me fuera vedado por el temor. Viajar a Río no era un acto de valentía, era una necesidad desesperada por asumir que el temor existía y que necesitaba enfrentarlo.
Sin dudas los viajes me han enseñado mucho. A través de analogías, metáforas, y de grandes o pequeñas lecciones, hay enseñanzas que casi descaradamente se meten en mi equipaje de regreso. Aprendí a viajar más liviana y a volver con un cúmulo de experiencias que se acumulan en mi mochila.
Viajar siempre tiene un significado especial para mí. Pero este viaje a Río, lo era aún más. Me debatí mucho con los temores. Iba a viajar, estaba decidido. Pero ¿qué iba a hacer sola en esa ciudad? ¿Cómo iba a manejarme? ¿En qué parte de la ciudad iba a hospedarme?
Los alojamientos que me habían recomendado estaban la mayoría sin disponibilidad para las fechas de mi viaje. Eso ya era también un rasgo de incertidumbre porque si bien había decidido que me hospedaría en Ipanema, no me quedaban muchas opciones. Algunos eran bastante elevados en su tarifa, otros quedaban un poco más lejos de la playa y muchos directamente no tenían disponibilidad. Busqué las recomendaciones, revisé páginas y comentarios. Finalmente me alojé en un hostel a pocas cuadras de la playa y a pocas cuadras del Jardín Botánico. Era una zona residencial. Sólo me quedaría pocos días. Iba a repartir mi estadía entre Río, Ilha Grande y Paraty.
La llegada a Río fue al anochecer. En el stand de Turismo que se encuentra en el aeropuerto, no me recomendaban tomar el bus. Por mi seguridad, me aconsejaron tomar un taxi ya que era feriado y aunque me decían que la situación en Ipanema era bastante tranquila, igual no era recomendable andar sola, recién llegada y al anochecer por esa zona. Mis temores otra vez golpearon en mi mente. Siempre existen esas trampas. Pretendés dejar los temores de lado y alguien te los trae de nuevo, de puro vicio. O no. Pero ahí estaba yo con mi lucha, enfrentándolos.
Debo confesar que esos primeros instantes me resultaron turbadores. Creí que entendería mejor el portugués, pero no recordaba los términos, mi oído no estaba entrenado. Y aunque me esforzaba, no lograba traer a mi memoria los estudios del idioma de la facultad. Así que me encontré tratando de adivinar lo que me decían. No es un idioma tan complejo. O casi. Pero quizás era parte de la trampa, me sentía un poco confusa y eso hacía que entendiera menos. Nota mental, apenas pueda, volver a los estudios de idiomas.
La primera cuestión a resolver era el cambio de moneda. Un señor empezó a abrumarme con el cambio. Me seguía. Me vio avanzar en dirección a la casa de cambio y arrancó con su insistencia. Me preguntaba cuánto quería cambiar, me hablaba de un costo de comisión que no me iban a cobrar, y todo esto dicho muy rápido y yo tratando de comprender. Pero me lo dijo tantas veces que era imposible no entender. Efectivamente me ofrecían un cambio oficialmente poco conveniente.
Decidí seguir al hombre hasta el puesto de remises con el cual operaba. No entendí mucho de lo que me dijeron pero no me convencía la posibilidad de que me dieran dinero falso. Retrocedí sobre mis pasos. El hombre me siguió. Le dije que le agradecía pero prefería que me dejara tomar mi decisión. Apenas caminé unos pasos y ya otro hombre también iniciaba su juego de insistente oferta. Mientras trataba de deshacerme de él, el primero volvió como marcando territorio. Ya un poco molesta, me dirigí hacia otra ventanilla, esta vez del banco local, y ahí luego de una pequeña puja, conseguí que mejoraran su oferta y no me cobraran comisión. Tan mal no estuvo.
El siguiente paso fue averiguar cuánto me costaría el taxi hasta la que sería mi casa por unos días. Y también la desconfianza acerca de lo que me cobrarían. No me quedaba otra que confiar. Ahí empezaba la primera lección. La siguiente fue al llegar, cuando le pagué lo acordado al taxista, y me dijo que esa era la tarifa... sin contar la propina. Así que la siguiente cuestión fue tener muy presente el tema de las propinas.
El hostel era pequeño, y dentro de todo estaba bastante bien. A poco de llegar, inesperadamente, se largó un aguacero. Así que me quedé allí y esa primera noche me fui a dormir sin cenar. Al día siguiente era como el momento inaugural de mi estadía en esa ciudad. Como siempre, la lluvia en su transcurrir limpia, se lleva muchas cosas, bendice, sana. Creo que gran parte de mis temores se fueron con ella. Así que luego de desayunar, salí a recorrer los alrededores. Caminé, claramente, en dirección a la playa. Tenía mucha necesidad de encontrarme con el mar, de introducirme en ese paisaje tantas veces visto en las postales.
Era temprano. Mientras caminaba me entretenía observando esa peculiar rutina de la gente que trabaja en "una oficina tan bonita". Observaba cómo los vendedores iban llegando con sus carritos, y cómo otros abrían y acomodaban sus productos en sus chiringuitos. Había algunas personas jugando al voley, otros corrían. Era como formar parte de una rutina que me era ajena y que me hacían sentir un poco extraña y otro poco maravillada. El mar con su vaivén sereno, los morros recortándose a lo lejos, y no tan lejos, una musicalidad en la entonación, en las palabras proferidas por los locales. También a lo lejos se observaba la presencia de una bruma que poco a poco fue convirtiéndose en una amenaza.
Mientras caminaba por esas veredas con diseño de alto contraste que caracterizan a los distritos playeros de Río, la nubosidad fue incrementándose y las primeras gotas que cayeron tímidamente fueron el preludio de una lluvia que se instaló por varios días.
Pero la lluvia, para mí no simboliza otra cosa que bendición. Bueno, en la mayoría de los casos. Porque cuando acontece de modo desmesurado, las poblaciones afectadas no suelen percibirlo de ese modo. Lo cierto es que no era temporada de lluvias, pero a mí me tocó. La realidad es que caminé bajo la lluvia, no me importó demasiado que se incrementara en intensidad. Me resultaba parte de lo distinto. Me habían enseñado que las lluvias en Río son intermitentes, llueve de a ratos, pero enseguida sale el sol. Estaba confiada en esa afirmación. Además, no siempre los días van a ser soleados, despejados y con la temperatura ideal. En general, el imaginario de viajes no contempla (al menos, no mi imaginario) los días feos. Será porque el tiempo de viaje siempre me parece positivo. Caminé mucho tiempo bajo la lluvia. Me sentí bendecida por esa ciudad maravillosa.
Después de caminar largamente por la costanera, fue el turno de recorrer las calles comerciales. En eso andaba cuando me topé con el metro.
Con el sol ya asomando, la presencia del metro fue una señal. Lo tomé con dirección al centro. Pero me bajé mal, y terminé deambulando por unas calles que me recordaron a Once o Constitución, en Buenos Aires. Si bien al principio me preocupé por andar por esas zonas no turísticas, luego decidí aprovechar la familiaridad resultante y tratar de andar despreocupada. De hecho, aproveché para comprar un adaptador para mis enchufes.
Después, fue el turno de la Iglesia de la Candelaria y los edificios tradicionales. Un lugar de visita obligada era la Catedral. El edificio de características particulares, construido entre 1964 y 1976, obra del arquitecto Edgar de Oliveira, tiene una fisonomía llamativa, muy visitada por los turistas. Sus vitrales son sin dudas, majestuosos. Fui a conocerla. Me interné en su interior silencioso y en penumbras.
Al día siguiente, fue el turno de visitar la Laguna Rodrigo de Freitas y el Jardín Botánico. Mi intención era alquilar una bicicleta y poder recorrer la zona con esa sensación de libertad que las dos ruedas proporcionan. Pero mientras mientras observaba las tranquilas aguas del lago, su avifauna, y la imagen lejana del Cristo Redentor, las gotas intermitentes comenzaron nuevamente a hacerse notar. Tuve que recalcular mis planes. Cambié mi rumbo hacia la zona comercial que tenía como ventaja al menos contar con algunos techitos para cubrirse cuando el agua se soltaba con más ganas. Entré a la Iglesia Nuestra Señora de la Paz, y luego seguí caminando hasta dar con la Feria Hippie de Ipanema que funciona en la Plaza General Osorio. Fue un largo perderse entre puestos de artesanía de distinto tipo.
Cuando paró de llover, el sol asomó tibiamente. Otra vez a andar por la costa. A sentarse a observar el mar, a los vendedores de coco, a los comerciantes de refrescos y snacks. Perder los pensamientos en ese paisaje hermoso, dejarlos volar junto con el viento que empezaba a soplar con más fuerza. Seguí caminando en dirección a Copacabana. Estaba en plena caminata cuando nuevamente se soltó una lluvia intensa. Aproveché para visitar el Fuerte y conocer un poco más de la historia de la ciudad. Recorrí varias salas y pasé largo rato observando a lo lejos el paisaje que ofrecía Copacabana. El mar se agitaba con fuerza a medida que el viento se empecinaba en revolucionar las aguas. Al culminar la visita, la lluvia seguía siendo intensa.
La lluvia fue protagonista durante mi estadía inicial. Fue al regreso de mi recorrida por Ilha Grande y Paraty que tuve margen para visitar Copacabana y la tradicional visita al Cristo. Los tiempos me apremiaban y no quería irme de Río sin conocer acaso su símbolo más emblemático.
Me habían recomendado contratar una excursión en la zona de Copacabana ya que mientras se camina por la senda contigua a la playa hay entre otros vendedores ambulantes, los que ofrecen diversos tours. El consejo incluía el regateo de los precios. Sin embargo, por los tiempos que manejaba, prácticamente no me convenía. Averigüé la forma de ir por mi cuenta. Tenía que estar un rato antes de las 8 de la mañana si quería estar entre las primeras personas dispuestas a comprar el ticket y el traslado en combi. El minibus me llevaba hasta la entrada, pero luego había que hacer trasbordo para completar la excursión en la base del Cristo.
Definitivamente la aglomeración existente a los pies del emblema de Río era enorme. Todos quieren la vista panorámica y la imagen del Cristo capturada en sus cámaras. La agrupación de gente es intensa. Incluso hay gente que parece haber alquilado una fracción de ese balcón por lo cual no se mueven del sitio en el que están apostados. Todos los demás se aglutinan detrás suyo tratando de hacer malabares para captar las imágenes. El día estaba espléndido y se manifestaba en una panorámica espectacular de 360 grados.
Dicen de Río que es una ciudad maravillosa. Aunque sólo pude tener una pequeña muestra, estoy en condiciones de afirmar que tiene bien puesto el mote. Me resultó fascinante. Atractiva. Bella. Llegué con mi lucha interna por vencer los miedos, tontos, infundados, quizá, pero muy míos y muy arraigados. Quizás a otras personas les pasen otras cosas. Esto es lo que me sucedió a mí. Llegué tratando de desafiarme a mí misma y desde el comienzo tuve la sensación de que Río me recibió con los brazos abiertos como los del Cristo, me bendijo con su lluvia y me abrazó con cuidadosa calidez. De todo lo que había escuchado previamente, noté que se podía circular aunque efectivamente había que hacerlo con cuidado. También noté una gran presencia de indigentes en las calles. Mucha gente durmiendo en las veredas de las avenidas, en las puertas de los edificios. Muchos niños pidiendo algo, monedas, comidas, un gesto dadivoso. Y que esa presencia era más notable en Copacabana que en Ipanema. Sin embargo, en Ipanema el contraste me resultaba todavía más impactante porque la fisonomía del barrio es más exclusiva. Escuché historias de gente a la que le habían robado, de asaltos más o menos violentos, de recomendaciones de evitar zonas como los Arcos de Lapa sola, sobre todo por la noche, y la zona de playas cuando oscurece. También me habían aconsejado no utilizar tarjetas para evitar que la replicaran. Sin embargo, tuve que hacer uso del plástico y por fortuna, no tuve inconvenientes.
Me quedó mucho por conocer en Río. De alguna manera, fue como un animarme de a poco, un ir tomando confianza lentamente. Tardé tanto en desembarcar en Río, que me asombra todo lo que pueden paralizar los miedos. No creo que pase mucho rato hasta que vuelva a internarme en sus calles, a caminar por sus playas y a recuperar el tiempo perdido porque de alguna manera, siento que ahora, me río de los miedos.