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domingo, 5 de agosto de 2018

[‪#DIARIODEVIAJE] El Rodadero - Tayrona - amar el mar

El Parque Tayrona es uno de los espacios naturales más famosos de Colombia. Ubicado en la zona norte del país, sus orillas son bañadas por las aguas del Mar Caribe.
El contacto con la naturaleza, la belleza paisajística y sus playas son una propuesta muy tentadora para los visitantes tanto locales como nacionales y extranjeros. Es por eso que también El Tayrona estaba incluido en mi lista de sitios a visitar.
Desde Cartagena, tomé una combi que me llevó hasta El Rodadero. Mi hostel quedaba a pocas cuadras de la playa. Elegí ese lugar porque buscando información, había leído que era más lindo y tranquilo que Santa Marta. Por cierto, lo era.
Me quedaban pocos días para recorrer la zona. Apenas me quedaba margen para recorrer un poco de El Rodadero, un poco de Santa Marta y otro poco de Taganga. Entonces, empecé a dudar mucho sobre la conveniencia de al Tayrona. Lo primero que hice fue recorrer la zona cercana a la playa de El Rodadero. Si bien era temprano, el sol se sentía con intensidad. Hacía mucho calor. Algunos vendedores ya estaban vendiendo sus productos, mientras que otros se iban sumando. Así es como a poco de permanecer en el lugar, empecé a padecer el acoso de los vendedores. En un desfile que parecía interminable te ofrecían desde refrescos, reposeras, anteojos de sol, palitos para la selfie, trenzas, masajes, tatuajes, sombreros, bebidas, comestibles, y tours. Los vendedores de circuitos turísticos eran los peores. No podías dar un paso sin que uno de ellos te abordara con insistencia.
En Santa Marta el panorama era distinto. Su centro comercial era mucho más grande y también más caótico. Sus construcciones más antiguas sin embargo, resultaban interesantes. Su paseo costero es bonito, pero es mucho más recomendable en el atardecer para que no sólo se pueda observar una bella caída del sol sino también para evitar la dureza del rey de los astros después del mediodía.
Taganga es más pequeña, quizá un poco más rústica, pero bonita. La insistencia de los vendedores también es parte del paisaje, pero en una medida bastante más moderada. En la costa, las mesitas preparadas bajo la sombra de los techos de paja resultan un refugio necesario y una excursa perfecta para consumir algo de lo que ofrecen los puestos de gastronomía. Desde allí también salen tours a otras playas e islas.
En mis andanzas por ahí descubrí un tour que te llevaba por un día al Tayrona, y me pareció la opción más adecuada para mí. La realidad es que andar sola con mi mochila a cuestas y sin saber cómo era el lugar, me generaba cierto temor. Me habían hablado de hamacas para pasar la noche, y que la estancia era en plena naturaleza. Me gusta mucho la naturaleza, pero también me genera temor. Me daban miedo las víboras y sobre todo las arañas. Me había vacunado contra la fiebre amarilla por lo cual no tenía tanto temor a los mosquitos, aunque sí a las ronchas que pudieran surgir de la picadura de insectos, por más repelente que me pusiera. Me gusta la naturaleza, pero hasta ahí.
Así fue como me decidí por el tour de un día que pasaba a buscarme por el hostel y me llevaba y me traía del parque. Fue suficiente para conocer un bello lugar y disfrutar de su paisaje, aunque para quienes sean mucho más aventureros y realmente no les genere ningún problema los insectos y reptiles, seguramente la estadía más prolongada les permitirá gozar de una experiencia plena.
Lo cierto es que ese día me levanté muy temprano ya que la idea era llegar al Parque apenas abre. Es que tiene un cupo de visitantes, capacidad de carga, que es lo que hace que se pueda preservar el lugar. El tour nos llevaba a Playa Cristal. Ese es el nombre más turístico, aunque en la charla de ingreso, nos dijeron que en realidad es la Playa de los Muertos, tal como la denominaban sus habitantes originarios.
Una vez que se ingresa al Parque, se asiste obligatoriamente a una charla sobre la importancia del lugar y de la preservación del espacio, se continúa el viaje en vehículo terrestre hasta el punto en el cual nos embarcamos por espacio de unos pocos minutos hasta la playa de destino. Y el lugar, hay que decirlo, es increíblemente bello.
La playa es de una arena blanca muy suave. Los espacios para comer y descansar son rústicos, pero no invasivos. El agua es de un color turquesa transparente que deja ver los peces de todos los colores y formas. Los peces se ven a simple vista, pero muy cerca de allí hay una barrera coralina que es el refugio de especies muy variadas, por lo cual la experiencia de hacer snorkelling no sólo es recomendable, sino imperdible.
Por supuesto que estaba decidida a hacer snorkelling. El precio es realmente muy accesible, y el momento es mágico.
Abrir los ojos y mirar. Ver. Ser parte. Comunión. En el momento una también es parte de ese micromundo que se desarrolla bajo la superficie. Y el tiempo transcurre de otro modo. La rutina de ese espacio-tiempo es diferente. Los ojos observan, el cerebro decodifica. En ese instante no sabés si nadás o volás. Estás en suspenso. Flotás. Estás y no estás. Los peces pasan a tu alrededor. Intentas acariciar algo que parece al alcance de tu mano, y que como una fantasía, en un segundo desaparece. Los peces son muy vertiginosos en sus movimientos, aunque en el agua también están en suspenso y pareciera que están ahí, para que los toques. Pero no, no están para que los toques, están para que los mires, para que los disfrutes. Para que transportes tu imaginación.
El agua transparente es como un gel que se mueve en cámara lenta. Pequeños, en grupo numeroso o casi en forma individual. De un solo color o de a varios. De diversos tamaños y formas. Los peces son como perlas flotantes. Maravillas inquietas. Más allá, la barrera coralina. Una textura particular y todo un mundo oculto en su interior. Cangrejos, erizos, estrellas de mar. Una suavidad inusitada. El tiempo transcurre y el instante puede ser de unos pocos minutos o de varios más, sin embargo, es como un recorte de realidad que se guarda en el almacén de los recuerdos únicos.
De esos bellos momentos no hay imágenes. Y ciertamente nunca tengo ningún soporte para dar cuenta de esas circunstancias de máximo disfrute para revivirlos más que la retina y la propia memoria. En algún momento quizá el disco rígido los saque a relucir cuando haya un disparador para que afloren, si no, quedarán dentro de la experiencia vivida.
Playa Cristal es un sitio hermoso, pero con la experiencia del snorkelling es suprema. Y es parte de lo que hace único al Parque Tayrona, las aguas que están en su jurisdicción alojan tesoros que le otorgan aún más belleza.
Sentarse a mirar el paisaje, sumergir los pies y observar cómo los peces se acercan, pasan y se van, son parte de un escenario que forman parte de una película que cualquiera quisiera protagonizar.
La experiencia en esta parte de Colombia fue sorprendente. Agobiante por el calor y el exceso de vendedores ambulantes. Cuando digo exceso juro que no es una exageración. Porque a cada paso hay alguien que te ofrece algo, y no sólo te ofrecen sino que te siguen. Por momentos te ves rodeada de dos o tres personas alrededor tuyo ofreciéndote diferentes cosas y llega un punto que aunque necesites algo de lo que te ofrecen, te quitan las ganas de adquirirlas. Viajo con bajo presupuesto y procuro gastar lo menos posible, por lo cual no tengo nada para ostentar, sin embargo, es imposible no sentir que en lugar de una persona ven un billete. Eso es la parte para el olvido. Lo demás es una hermosa experiencia.
Hay que decir que los atardeceres son realmente mágicos. Los paisajes de fantasía, y la gente muy amable.
¿Estuviste en la zona? Compartí tu experiencia.


















domingo, 15 de julio de 2018

[‪#DIARIODEVIAJE] Cartagena mágica

La primera sensación que me abrazó cuando llegué a Cartagena fue su calidez. Pero su calidez pegajosa, pesada. Literalmente me sentí en un ambiente calefaccionado en un día de verano. Y eso que se supone que el aeropuerto estaba climatizado. O por lo menos eso esperaba.
Estaba cayendo la tarde cuando me encontré en las puertas de la estación aeroportuaria.
Ese horario no me dejó más opción que tomarme un taxi. No me resultó un viaje largo, pero siempre me genera desconfianza que me vayan a cobrar de más. Creo que la tarifa cobrada estaba acorde al trayecto. Llegar al anochecer fue mágico. La tonalidad amarillenta de las luminarias, el estilo colonial de las construcciones, era todo asombroso. Como si al atravesar la muralla me encontrara en una postal sepia donde los carruajes conducidos por señores de levita me hubieran trasladado en el tiempo.
Alrededor de la plaza cercana había bares y restaurantes, puestos de venta de comida, algunos vendedores de artesanías y algún artista callejero regalando sus canciones al público disperso. Todo era una maravilla.
Aunque llegué por la noche, igual salí a dar una recorrida. Pero al día siguiente el free walking tour fue una opción necesaria para conocer los secretos de esa ciudad mágica y misteriosa. Este recorrido se hace dos veces al día (a las 10 de la mañana y a las 16 por la tarde), a cambio de propinas. Hay que reservar a través de la web, así que previendo que por la tarde el clima sería más caluroso por la tarde, tomé el tour de la mañana. Y no me equivoqué, el calor de la tarde era abrumador. Pero el de la mañana, también. Es fundamental comprarse un sombrero, y para eso hay gran cantidad de vendedores ambulantes por todos lados. Compré uno.
El circuito se inicia en la plaza Santa Teresa, frente al Museo Naval. Luego, se continúa por los puntos más emblemáticos de la ciudad amurallada. El antiguo edificio del periódico en el que Gabriel García Márquez ejercía como periodista, la iglesia de San Pedro Clever, la muestra de obras que se esparcen a su alrededor, la historia de las palenqueras (mujeres que lucen atuendos típicos y venden frutas, a cambio de permitir que les tomen fotos), la Plaza del Reloj, la Catedral, las construcciones típicas, para terminar el tour en el otro extremo de la ciudad, luego de casi 3 horas de caminata.
En las esquinas es común encontrarse con puestos ambulantes de venta de frutas frescas. Recipientes tan tentadores tanto por su contenido como por su precio. Los vendedores de arepas y otras comidas rápidas, son una interesante propuesta gastronómica para poner a prueba el paladar con sabores típicos.
Las murallas que delimitan la ciudad le otorgan un halo de misterio. Más allá, el mar siempre presente ofrece una bella postal. En los baluartes, puntos fuertes de la muralla, se reúne el público para observar el atardecer. La mirada se pierde en el horizonte donde el sol tiñe el agua y el cielo de un anaranjado intenso. Cuando el astro rey termina de caer, ya las luces iluminan la ciudad.
Al anochecer, las plazas son lugares de encuentro y de socialización donde se reúnen artistas callejeros, feriantes, artesanos y público. Es también el horario en el que los carruajes salen a pasear a los turistas.
Entre los sitios más característicos para visitar en Cartagena, se encuentran el Museo del Oro con sus diversas piezas precolombinas  y el Museo de la Inquisición. Ambos conforman una propuesta para conocer parte del patrimonio del lugar, pero fundamentalmente se convierten en un refugio frente al calor que abruma.
El Castillo San Felipe es un sitio emblemático. Imposible no visitarlo. La fortificación es el símbolo de una época colonial que tenía a Cartagena en la mira de los invasores tanto franceses como ingleses. Es una construcción pensada como un sitio clave para la estrategia militar. El recorrido por el Castillo requiere de un guía que lleve a comprender la importancia del lugar y revelar el uso de los distintos compartimientos. El recorrido lleva algunas horas, y el calor, hay que repetirlo, se hace sentir, sobre todo cuando se recorren pasillos húmedos, oscuros y sin ventilación o cuando toca estar bajo el rayo del sol.
Getsemaní es un pintoresco y bohemio barrio en las afueras de la ciudad amurallada. Recorrerlo es una aventura que permite descubrir detalles arquitectónicos y de ornamentación, los rituales de los jóvenes que la transitan, y que se apoderan de la plaza principal, de bares y restaurantes.
El puerto desde donde salen las embarcaciones que llevan a conocer las islas cercanas, es también un punto de concentración de público. Tanto las agencias de turismo como quienes hacen excursiones por su cuenta, se congregan por la mañana a la hora de salida de las embarcaciones. El archipiélago de las Islas del Rosario es el más popular. Allí, los tours llevan al público que quiere conocer el oceanario, y a quienes quieren practicar snorkelling, una actividad sumamente recomendable no sólo por la gran cantidad de peces coloridos que se observan, sino porque el precio es muy accesible.
La Isla Barú, con sus playas de arena blanca es uno de los sitios a los que se puede llegar también con las embarcaciones que parten del muelle. Barú se incluye en los tours por el día que llevan a conocer las Islas del Rosario, y es también un destino que suele ser elegido para pasar algunos días de sol, playa y tranquilidad.
Los días en Cartagena fueron realmente mágicos. Era como estar en otro espacio tiempo. Como haber pegado un salto al vacío y caer en un libro de cuentos asombrosos. En sus calles empedradas y estrechas, sus ventanales coloniales, sus balcones trabajados, sus puertas ornamentadas, sus personajes típicos, la musicalidad de su rutina, en sus detalles, en todo hay una belleza que atrae y que la hace única. La estadía en la ciudad fue un paréntesis para andar, para reflexionar, para perderse y volverse a encontrar.
Visitar Cartagena es enamorarse de una ciudad mágica y hermosa, es soportar su clima sofocante, acostumbrarse a la intensidad del sol, adaptarse a su ritmo, amar sus rincones. Es entregar el alma a la sumatoria de instantes supremos donde todos los sentidos se llenan de esa sensación de plenitud que podemos llamar felicidad. Es dejarse atrapar por su calidez, disfrutar de sus particularidades y quedarse con la sensación de buscar volver.
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domingo, 15 de abril de 2018

[‪#DIARIODEVIAJE] 24 horas en Bogotá

Las ciudades capitales siempre tienen algo interesante para ofrecer. Además de ser el centro administrativo de una región, suelen ser espacios donde el ritmo de vida es ágil y rico en patrimonio arquitectónico y cultural. Cuando decidí viajar a Colombia, sabía que tenía que pasar por Bogotá.
Muchas voces fueron las que dijeron que era mejor conocer otras ciudades, y que la capital de ese país no sólo no tenía mucho para ofrecer, sino que también era una ciudad peligrosa. A riesgo de todo, me animé a hacer una mini escala en la capital colombiana.
Aterricé cuando estaba cayendo la tarde. No sabía muy bien cómo salir del aeropuerto. Me habían indicado que podía hacer una combinación con el Transmilenio, un sistema de transporte integrado que es muy utilizado en Bogotá. Sin embargo, eso implicaba salir del aeropuerto muy desorientada, hacer combinaciones que desconocía y que podían exponerme con mi mochila a cuestas, a alguna situación de esas que me habían comentado. Dudé un poco, y finalmente terminé por tomar un taxi. 
Sólo iba a estar 24 horas en Bogotá. Tenía que tener bien en claro en qué invertir mi tiempo. Por un lado, me interesaba conocer los principales sitios de interés turístico de Bogotá, por otro lado, me daba mucha curiosidad Zipaquirá y su catedral de sal. La incógnita estaba instalada en mi cabeza cuando amaneció. Desayuné mirando el conglomerado de casas que se observaban desde la terraza del hostel mientras mis ideas se aclaraban.
Estaba en mis cavilaciones cuando una de las chicas que trabajaba en el hostel se interesó en saber cuál era mi itinerario. Compartí con ella mis dudas, y me sugirió Bogotá. Ciertamente, la balanza se inclinó por recorrer la capital. Zipaquirá quedará para otra ocasión.
Me había alojado en el distrito La Candelaria, uno de los más pintorescos y bohemios. Es una zona donde son frecuentes las universidades. Las fachadas coloniales y coloridas eran muy llamativas, también los balcones de madera. Las manifestaciones pictóricas que adornaban murales eran atractivas. Desde el hostel caminé pocas cuadras hasta la plaza seca del Chorro de Quevedo, un  importante punto de reunión donde se congregan jóvenes y variados artistas y abundan los bares. La historia cuenta que fue el padre Agustino Quevedo quien instaló en ese punto una fuente pública de agua allá por mediados del siglo XIX. Si bien el sitio original fue destruido, a comienzos de 1970 se reconstruyó teniendo en cuenta las imágenes de antaño. En ese lugar también se encuentra la Iglesia de La Candelaria, una pequeña construcción colonial.
Desde la Plaza del Chorro de Quevedo parte el free walking tour, un circuito guiado a la gorra que tiene una duración de unas tres horas. El recorrido se hacía sólo en inglés, la guía me explicó que eso es debido a que la mayoría de los turistas que visitan la capital son de habla inglesa. Puede haber unos recorridos en español sólo si el número de turistas lo amerita. Lo hice igual. 
En los alrededores unos callejones que son como pasadizos poblados de bares y restaurantes, son la guarida elegida por turistas para pasar un momento agradable degustando los bocadillos típicos de la gastronomía local. En uno de esos cafés ingresamos para que nos hicieran una degustación de chicha, bebida a base de maíz fermentado. Nos explicaron que el ritual consistía en compartir la bebida en un único cuenco. Reunidos en círculo, cada uno degustaba y pasaba el recipiente a otro. Una experiencia que tuve que atravesar por cortesía. 
Al rato seguimos caminando, y nos detuvimos nuevamente frente a un puesto de comercialización de jugos naturales. Allí aprendimos sobre las frutas típicas. Muchas de ellas no las conocía. También nos permitieron degustar los tragos.
La caminata nos llevó a observar las fachadas, a identificar los murales, también nos llevaron a visitar un local de venta de productos elaborados en base a la coca. Fue el momento de hablar de carteles de droga, de Pablo Escobar, y de parte de la historia reciente de Colombia que más llama la atención a los viajeros.
Desde la zona de La Candelaria caminamos hacia el centro administrativo. La guía nos llevó hacia la zona peatonal y comercial y desembocamos en la Plaza Bolívar, la principal de la ciudad. Como era de esperarse, a su alrededor se nuclean algunos edificios importantes como el Palacio de Justicia, el Capitolio Nacional, la Casa del Cabildo, el Palacio Arzobispal y por supuesto la Catedral Primada de Colombia.
La Catedral es digna de ser visitada ya que es una muestra de la religiosidad de sus habitantes, de la supervivencia de las creencias y tradiciones. La Plaza Bolívar, además es un reducto poblado de palomas. Allí los vendedores de maíz están apostados unos muy cerca de otros. Comparten la geografía junto con los vendedores de hormiguitas culonas. Los turistas compran sus bolsitas de maíz y las palomas glotonas son un un espectáculo que se retrata en montones de selfies. A pocos metros, el palacio presidencial es otro leitmotiv de las fotografías.
El tour se continuó por algunas otras calles céntricas hasta terminar en una de las cafeterías que ofrece una variada carta de cafés. Los anfitriones dan una clase magistral sobre las variedades y nos invitan una degustación. Es la tierra del café, son expertos, y cada sorbo comprueba que allí el gusto es distinto, natural, agradable y suave.
En ese punto finaliza el recorrido. Después continué sola. Volví sobre mis pasos hasta la Plaza Bolívar, y luego al Museo Botero. No se puede estar en Colombia sin conocer las obras de Fernando Botero. Sus pinturas, sus esculturas son un tesoro que deslumbra. Se pueden recorrer en forma individual o con visitas guiadas.
Más tarde, el circuito eclesiástico me llevó a recorrer varias iglesias, unas muy cerca de otras, y luego a visitar el Museo del Oro. Un recorrido completo por el recinto que demanda bastante tiempo. Son varios pisos, y una larga historia reflejada en las paredes, en piezas de diverso tamaño y trabajo que se exhiben en vitrinas. Una experiencia enriquecedora.
Me quedé escasa con el tiempo y la visita al cerro Monserrate, uno de los más populares de Bogotá, al que se puede ascender a su cima en funicular y desde allí apreciar la ciudad a lo grande, me quedó pendiente. Me perdí entre las calles hasta que alguna arteria desembocó, cuando menos lo esperaba, otra vez en el Chorro de Quevedo. Ya comenzaban a encenderse las luces y el ritmo del anochecer le imprimía a ese espacio el matiz de un escenario distinto, con otra dinámica y otro ritmo. Fue el atardecer de un día bastante agitado.
Al día siguiente ya tenía que partir. Fueron 24 horas y fracción las que pasé en la capital Colombiana. Hubiera podido estar un tiempo más. Tomarme el tiempo suficiente para andar más lento, palpitar la ciudad de un modo más tranquilo. Saborearla como se disfruta una buena taza de café, percibirla con todos sus matices, y su ritmo sabroso.
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Museo Botero

Museo Botero

Museo Botero

Museo Botero


Museo del Oro

Museo del Oro

Museo del Oro

Museo del Oro