Muchas voces fueron las que dijeron que era mejor conocer otras ciudades, y que la capital de ese país no sólo no tenía mucho para ofrecer, sino que también era una ciudad peligrosa. A riesgo de todo, me animé a hacer una mini escala en la capital colombiana.
Aterricé cuando estaba cayendo la tarde. No sabía muy bien cómo salir del aeropuerto. Me habían indicado que podía hacer una combinación con el Transmilenio, un sistema de transporte integrado que es muy utilizado en Bogotá. Sin embargo, eso implicaba salir del aeropuerto muy desorientada, hacer combinaciones que desconocía y que podían exponerme con mi mochila a cuestas, a alguna situación de esas que me habían comentado. Dudé un poco, y finalmente terminé por tomar un taxi.
Sólo iba a estar 24 horas en Bogotá. Tenía que tener bien en claro en qué invertir mi tiempo. Por un lado, me interesaba conocer los principales sitios de interés turístico de Bogotá, por otro lado, me daba mucha curiosidad Zipaquirá y su catedral de sal. La incógnita estaba instalada en mi cabeza cuando amaneció. Desayuné mirando el conglomerado de casas que se observaban desde la terraza del hostel mientras mis ideas se aclaraban.
Estaba en mis cavilaciones cuando una de las chicas que trabajaba en el hostel se interesó en saber cuál era mi itinerario. Compartí con ella mis dudas, y me sugirió Bogotá. Ciertamente, la balanza se inclinó por recorrer la capital. Zipaquirá quedará para otra ocasión.
Me había alojado en el distrito La Candelaria, uno de los más pintorescos y bohemios. Es una zona donde son frecuentes las universidades. Las fachadas coloniales y coloridas eran muy llamativas, también los balcones de madera. Las manifestaciones pictóricas que adornaban murales eran atractivas. Desde el hostel caminé pocas cuadras hasta la plaza seca del Chorro de Quevedo, un importante punto de reunión donde se congregan jóvenes y variados artistas y abundan los bares. La historia cuenta que fue el padre Agustino Quevedo quien instaló en ese punto una fuente pública de agua allá por mediados del siglo XIX. Si bien el sitio original fue destruido, a comienzos de 1970 se reconstruyó teniendo en cuenta las imágenes de antaño. En ese lugar también se encuentra la Iglesia de La Candelaria, una pequeña construcción colonial.
Desde la Plaza del Chorro de Quevedo parte el free walking tour, un circuito guiado a la gorra que tiene una duración de unas tres horas. El recorrido se hacía sólo en inglés, la guía me explicó que eso es debido a que la mayoría de los turistas que visitan la capital son de habla inglesa. Puede haber unos recorridos en español sólo si el número de turistas lo amerita. Lo hice igual.
En los alrededores unos callejones que son como pasadizos poblados de bares y restaurantes, son la guarida elegida por turistas para pasar un momento agradable degustando los bocadillos típicos de la gastronomía local. En uno de esos cafés ingresamos para que nos hicieran una degustación de chicha, bebida a base de maíz fermentado. Nos explicaron que el ritual consistía en compartir la bebida en un único cuenco. Reunidos en círculo, cada uno degustaba y pasaba el recipiente a otro. Una experiencia que tuve que atravesar por cortesía.
Al rato seguimos caminando, y nos detuvimos nuevamente frente a un puesto de comercialización de jugos naturales. Allí aprendimos sobre las frutas típicas. Muchas de ellas no las conocía. También nos permitieron degustar los tragos.
La caminata nos llevó a observar las fachadas, a identificar los murales, también nos llevaron a visitar un local de venta de productos elaborados en base a la coca. Fue el momento de hablar de carteles de droga, de Pablo Escobar, y de parte de la historia reciente de Colombia que más llama la atención a los viajeros.
Desde la zona de La Candelaria caminamos hacia el centro administrativo. La guía nos llevó hacia la zona peatonal y comercial y desembocamos en la Plaza Bolívar, la principal de la ciudad. Como era de esperarse, a su alrededor se nuclean algunos edificios importantes como el Palacio de Justicia, el Capitolio Nacional, la Casa del Cabildo, el Palacio Arzobispal y por supuesto la Catedral Primada de Colombia.
La Catedral es digna de ser visitada ya que es una muestra de la religiosidad de sus habitantes, de la supervivencia de las creencias y tradiciones. La Plaza Bolívar, además es un reducto poblado de palomas. Allí los vendedores de maíz están apostados unos muy cerca de otros. Comparten la geografía junto con los vendedores de hormiguitas culonas. Los turistas compran sus bolsitas de maíz y las palomas glotonas son un un espectáculo que se retrata en montones de selfies. A pocos metros, el palacio presidencial es otro leitmotiv de las fotografías.
El tour se continuó por algunas otras calles céntricas hasta terminar en una de las cafeterías que ofrece una variada carta de cafés. Los anfitriones dan una clase magistral sobre las variedades y nos invitan una degustación. Es la tierra del café, son expertos, y cada sorbo comprueba que allí el gusto es distinto, natural, agradable y suave.
En ese punto finaliza el recorrido. Después continué sola. Volví sobre mis pasos hasta la Plaza Bolívar, y luego al Museo Botero. No se puede estar en Colombia sin conocer las obras de Fernando Botero. Sus pinturas, sus esculturas son un tesoro que deslumbra. Se pueden recorrer en forma individual o con visitas guiadas.
Más tarde, el circuito eclesiástico me llevó a recorrer varias iglesias, unas muy cerca de otras, y luego a visitar el Museo del Oro. Un recorrido completo por el recinto que demanda bastante tiempo. Son varios pisos, y una larga historia reflejada en las paredes, en piezas de diverso tamaño y trabajo que se exhiben en vitrinas. Una experiencia enriquecedora.
Me quedé escasa con el tiempo y la visita al cerro Monserrate, uno de los más populares de Bogotá, al que se puede ascender a su cima en funicular y desde allí apreciar la ciudad a lo grande, me quedó pendiente. Me perdí entre las calles hasta que alguna arteria desembocó, cuando menos lo esperaba, otra vez en el Chorro de Quevedo. Ya comenzaban a encenderse las luces y el ritmo del anochecer le imprimía a ese espacio el matiz de un escenario distinto, con otra dinámica y otro ritmo. Fue el atardecer de un día bastante agitado.
Al día siguiente ya tenía que partir. Fueron 24 horas y fracción las que pasé en la capital Colombiana. Hubiera podido estar un tiempo más. Tomarme el tiempo suficiente para andar más lento, palpitar la ciudad de un modo más tranquilo. Saborearla como se disfruta una buena taza de café, percibirla con todos sus matices, y su ritmo sabroso.
¿Estuviste en Bogotá? Compartí tu experiencia.
La Catedral es digna de ser visitada ya que es una muestra de la religiosidad de sus habitantes, de la supervivencia de las creencias y tradiciones. La Plaza Bolívar, además es un reducto poblado de palomas. Allí los vendedores de maíz están apostados unos muy cerca de otros. Comparten la geografía junto con los vendedores de hormiguitas culonas. Los turistas compran sus bolsitas de maíz y las palomas glotonas son un un espectáculo que se retrata en montones de selfies. A pocos metros, el palacio presidencial es otro leitmotiv de las fotografías.
El tour se continuó por algunas otras calles céntricas hasta terminar en una de las cafeterías que ofrece una variada carta de cafés. Los anfitriones dan una clase magistral sobre las variedades y nos invitan una degustación. Es la tierra del café, son expertos, y cada sorbo comprueba que allí el gusto es distinto, natural, agradable y suave.
En ese punto finaliza el recorrido. Después continué sola. Volví sobre mis pasos hasta la Plaza Bolívar, y luego al Museo Botero. No se puede estar en Colombia sin conocer las obras de Fernando Botero. Sus pinturas, sus esculturas son un tesoro que deslumbra. Se pueden recorrer en forma individual o con visitas guiadas.
Más tarde, el circuito eclesiástico me llevó a recorrer varias iglesias, unas muy cerca de otras, y luego a visitar el Museo del Oro. Un recorrido completo por el recinto que demanda bastante tiempo. Son varios pisos, y una larga historia reflejada en las paredes, en piezas de diverso tamaño y trabajo que se exhiben en vitrinas. Una experiencia enriquecedora.
Me quedé escasa con el tiempo y la visita al cerro Monserrate, uno de los más populares de Bogotá, al que se puede ascender a su cima en funicular y desde allí apreciar la ciudad a lo grande, me quedó pendiente. Me perdí entre las calles hasta que alguna arteria desembocó, cuando menos lo esperaba, otra vez en el Chorro de Quevedo. Ya comenzaban a encenderse las luces y el ritmo del anochecer le imprimía a ese espacio el matiz de un escenario distinto, con otra dinámica y otro ritmo. Fue el atardecer de un día bastante agitado.
Al día siguiente ya tenía que partir. Fueron 24 horas y fracción las que pasé en la capital Colombiana. Hubiera podido estar un tiempo más. Tomarme el tiempo suficiente para andar más lento, palpitar la ciudad de un modo más tranquilo. Saborearla como se disfruta una buena taza de café, percibirla con todos sus matices, y su ritmo sabroso.
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