Me había costado tanto llegar hasta El Calafate, que una vez allí,
quería hacer todo. El típico pensamiento de "¿cuándo voy a volver?"
Sumado al "si no es ahora, ¿cuándo?" eran una bomba explosiva que
hacían detonar mis pensamientos.
Había muchas excursiones para realizar. Algunas eran realmente
interesantes, pero todo sumaba a un presupuesto que era limitado. Muy limitado.
No había opciones de transporte público en los que hacer los tours por cuenta
propia y tampoco se veía muy accesible la posibilidad de hacer dedo. Para todo
había que contratar los servicios guiados con traslado cuyos precios eran
verdaderamente elevados.
El Parque Nacional Torres del Paine, del
sur de Chile, era otro lugar que anhelaba conocer durante ese viaje esperado
para encontrarme con los hielos patagónicos. La distancia entre El Calafate y
el parque chileno amerita la permanencia en la reserva durante algunos días para
recorrer el lugar más tranquilamente. Pero no tenía esa disponibilidad, ni de
tiempo ni de recursos, ni de equipamiento. Así que contraté la excursión que te
lleva por el día y te da un pantallazo general y rápido del Parque. Había
averiguado en varias agencias y el costo era bastante alto, pero contraté una
agencia desde Buenos Aires que ofrecía exactamente lo mismo que el resto de las
agencias, sólo que a prácticamente la mitad del precio. Desconfié, pero la
contraté igual. Después comprobé que efectivamente era el mismo servicio que
ofrecían otras empresas, a lo sumo había otras que se diferenciaban por el tipo
de vehículo utilizado, unos que serían como una versión moderna de los camiones
de la Segunda Guerra.
El horario estipulado para que pasen a buscarme era a partir de
las 5:30. Eso implicaba levantarme muy temprano. Como siempre sucede, "a
partir de..." no quiere decir que sea exactamente en ese horario. Por lo
cual me levanté temprano, desayuné rápido un té con unas galletitas (suerte que
la cocina del hostel estaba disponible en cualquier horario) y me dispuse a
esperar que pasaran por mí. Lo hicieron una hora más tarde del "a partir
de". Me acomodé en uno de los asientos y me dispuse a dormir un rato más.
Sabía que me esperaba un paisaje de estepa, solitario, monótono, infinito.
Quería dormir por lo menos hasta la frontera, pero me desperté un rato antes.
Efectivamente el paisaje era como suponía.
Cerca del límite
comenzaron a distribuirnos los papeles de migraciones. En la Oficina de Turismo de El Calafate me habían anticipado que hasta la frontera el paisaje era similar y que una vez que llegara a ese punto, me iba a dar cuenta del cambio. La vegetación ocre le
dio paso a una más verdosa pero que seguía siendo achaparrada y que al parecer
era el alimento ideal para las ovejas que poblaban las laderas de los cerros.
Hubo un cambio, pero no lo noté tan significativo hasta recorrer algunas secciones del Parque.
El puesto de frontera era una construcción en medio de la nada,
una bandera y el viento. Descendimos del micro con un viento atroz. Soplaba con
una fiereza increíble. Hacía frío, pero más que eso, nos empujaba. Una vez que
obtuvimos el sello correspondiente había que hacer el trámite de ingreso en
Chile.
La entrada al Parque Nacional Torres del
Paine tiene un valor de 18 mil pesos chilenos. Nos dijeron que teníamos que
cambiar el dinero en una cafetería que está junto al puesto fronterizo porque
en el Parque sólo aceptan pesos chilenos. Mediante correo electrónico había
consultado con el personal del Parque acerca de la forma de pago y los costos y
me dijeron que aceptaban chilenos, dólares y euros. No quería cambiar dinero,
prefería pagar en dólares Sin embargo, el guía me dijo que si quería pagar con
dólares tenía que pagar justo y que los billetes tenían que estar en buen estado. No
tenía el cambio justo, y ante la duda que no me aceptaran el pago, tuve que
cambiar. Claramente el cambio que ofrecían no era nada favorable. El valor del
ingreso al Parque ascendía a 500 pesos argentinos o 28 dólares. Según lo que
había averiguado antes de viajar, al cambio vigente, el costo original debía ser de 400
pesos argentinos o 22 dólares.
En la frontera se sumó el guía chileno que nos iba a conducir en
la recorrida por el Parque. Fue entonces cuando comenzó el tour propiamente
dicho. Fue el guía el que juntó el dinero del ingreso para todos los que íbamos
por el día, y sólo dejó que lo acompañaran quienes se quedaban en el Parque. Al
regresar al bus, no nos dio el ticket que acreditara nuestro ingreso, y debí
pedírselo más tarde. Ese detalle no me pareció menor, pues nadie lo solicitó, y
lo correcto sería que todos tuviéramos la constancia del pago de nuestro
acceso. Cuando se lo solicité me indicó que me lo daría luego, y lo hizo después de solicitárselo a otra persona. Pero me lo dio a mí, no a cada uno de los pasajeros.
El guía nos dio información del lugar
acerca del clima, la vegetación, el relieve, la forma de vida. También habló
algo de política. El día estaba muy ventoso y nublado, un mal presagio para las
expectativas.
La primera parada fue en el Lago Sarmiento. Descendimos del micro
y el viento nos marcaba su territorio. El camino de ripio apenas se veía
interrumpido por la presencia de algún otro vehículo. Desde el costado del
camino observamos las montañas y el lago. El agua se veía de un azul intenso,
muy intenso. Sobre la orilla, los bordes blancos dan cuenta de la presencia de
carbonato de calcio, según la explicación del guía. Desde allí normalmente
debería obtenerse una excelente visión de las Torres, pero la nubosidad no lo
permitió. Al cabo de unos minutos, retomamos el viaje.
Más adelante, la segunda parada era otra
vista magnífica desde donde, nuevamente, nos quedamos con las ganas de ver los
cuernos. Se observaban algunos glaciares, espejos de agua, vegetación, y las
nubes que nos negaban parte del paisaje. El viento era incontrolable. Soplaba
todo el tiempo con una fuerza que no encontraba resistencia y doblegaba toda
voluntad. Todo eso incluso, no le restaba belleza a las panorámicas.
El bus retomó el sendero y siguió desplazándose por el paisaje.
Desde la ventanilla, se sucedían lagunas, flamencos en sus orillas, montañas,
vegetación achaparrada, castigada por el viento. También se veían guanacos.
Algunos muy cerca del camino, otros en los cerros. Nos miraban
pasar pacientemente o salían corriendo con solo escuchar el ruido del vehículo.
La siguiente parada fue para hacer una
caminata. El trekking se desarrolló a través de un sendero hasta llegar a la orilla del lago
Nordenskjöld. El viento era sin dudas el gran protagonista. El guía nos
anticipó que tuviéramos cuidado y mucho respeto ya que las ráfagas podían ser
muy intensas. Y lo eran. Lentes eran imprescindibles para cubrir la vista de la
arenilla, pero tenían que ser lentes que no fueran susceptibles a los embates
del viento. Según el guía, con frecuencia los lentes se vuelan. La intensidad del viento daría crédito a sus palabras.
Al llegar a la orilla del lago,
permanecimos un rato observando el paisaje. Después regresamos y completamos el
sendero hasta el Salto Grande. Un rápido que arrastraba un caudal con mucha fuerza.
Un arco iris se dibujaba en el mismo punto donde el agua
se desplomaba en una caída de 10 metros de altura. El paisaje era hermoso. El
ruido de las aguas era intenso. Costaba acercarse al borde por la fuerza del
viento, era bastante peligroso porque en verdad soplaba muy fuerte. Nos fuimos
hacia el mirador que se presentaba como más seguro para observar la caída de
agua aunque el viento no disminuía en su intensidad. Mientras estaba allí, una
pareja me pidió que le tomara una foto con su Iphone. Intentaba encuadrar la
foto pero el viento no me lo permitía. Si llegaba a encuadrarla, se movía al
querer pulsar sobre el ícono de la cámara. Cuando finalmente pude encuadrarla y
estaba a punto de retratar el momento, una ráfaga me lo arrancó de la mano y lo
mandó a volar justo al borde del precipicio. Nos miramos asombrados. Miramos
el Iphone apenas detenido en su vuelo por una planta espinosa de dimensiones
reducidas. Lo veía temblar al ritmo del viento, veía la cara de los dueños del
dispositivo y me veía a mi misma en esa situación increíble. Claramente no
tenía opción de reponer el dispositivo si caía al agua así que me avalancé
sobre él con cuidado, o mejor dicho, rogando, que el viento no me impulsara a
mi también hacia el fondo del abismo. Milagrosamente salimos ilesos. El Iphone
nos dio un gran susto, pero no sufrió lesiones. Nos retiramos del lugar todavía
atónitos con lo que había sucedido.
Subimos al micro, rumbo al Lago Pehoé. Una hosterìa
ubicada en un islote a la que se llega a través de un puente, fue el lugar
elegido para tomar un recreo. Nos habían dado una vianda consistente en un
sandwich de jamón y queso, unas mini galletitas saladas tipo Rex, una barrita
de cereal y una botella de agua mineral. Como sabían que para algunos esa
ración no era suficiente, la parada se hacía en la hostería para que quien
quisiera pudiera almorzar allí. En el islote hay un mirador o también se podía
aprovechar la hora de tiempo para recorrer los alrededores. El viento era muy
intenso para tratar de permanecer en el mirador, peligro de terminar en el
agua. En los alrededores no había un sitio específico para visitar, sin
embargo, se podía caminar un trecho para seguir inspeccionando el camino. Fue
en lo que decidí invertir el tiempo.
El sol aparecía de a ratos, pero la mayoría de las veces
permanecía oculto detrás de las nubes. El azul de las aguas era profundo. Las
montañas se veían recortadas casi de un modo geométrico. El guía había
explicado que en el Parque hay unos 200 kilómetros de senderos, suficiente
excusa para permanecer varios días en el lugar. Afortunados los que pueden
vivirlo con intensidad, caminarlo, transitar sus senderos, sorprenderse con sus
bellezas naturales. En lo personal fue un lindo paseo, aunque no había logrado
obtener el premio mayor que era la postal típica del Parque Nacional. Pensé que
quizá sería lindo volver, aunque habiendo visto algo, preferiría conocer
otros sitios del sur de Chile.
El resto de la excursión implicaba una
pasada por el Mirador de los Cuernos, que el guía decidió seguir de largo
debido a la nubosidad, y la última parada, el mirador del Glaciar Grey, que
tampoco podía apreciarse. Desde el comienzo del viaje, el chofer había
musicalizado todo el recorrido. En más de una ocasión había escuchado el tema
de Arjona que dice "las nubes grises también forman parte del
paisaje". Si bien el cantante no está entre mis preferencias, lo cierto es
que aquella musicalización parecía haber sido a propósito. Después, iniciamos
el regreso.
Volvimos al puesto fronterizo para realizar otra vez el cruce. Nos
dieron unos minutos más en la cafetería, antes de la salida de Chile. Allí el
guía dio por finalizado sus servicios. Al rato estábamos nuevamente
en la aislada construcción del paso fronterizo Río Don Guillermo para hacer el ingreso a la Argentina. Nos esperaba un largo trecho hasta El
Calafate. Nuevamente la estepa nos esperaba durante largos kilómetros para
saludar nuestro paso.
Estuvimos de regreso alrededor
de las 21. Fue una jornada de mucho viaje, con muchos kilómetros recorridos.
El objetivo del día que consistía en obtener la postal típica de las Torres del
Paine no se cumplió. Uno propone y la naturaleza dispone. No obstante, el mayor
logro fue haber obtenido una visión de primera mano de cómo era el Parque,
haber podido realizar el viaje, y haber descubierto lindos paisajes. Ah, haber
evitado el suicidio del Iphone, también cuenta.