viernes, 8 de diciembre de 2017

[‪#DIARIODEVIAJE] Machu Picchu, cumplir un deseo parte II

Meses atrás había imaginado que mi siguiente cumpleaños lo iba a pasar en Machu Picchu. Después, creo que el universo conspiró a favor de ese deseo. Cómo no reflexionar sobre lo que uno desea, la energía con la que lo busca, y cómo el encuentro con las aspiraciones más profundas, finalmente se concreta.
Una idea que en otro momento no se me hubiera planteado, un deseo muchas veces vedado. Pero sin embargo, cuando lo imposible comienza a pensarse como posible, finalmente sucede.
No es que resulte tan sencillo. Es que hay que tomar una decisión, y seguir las acciones que correspondan para que el deseo se cumpla.
Primero compré el pasaje. Después, vi una promoción del tren, y la aproveché. Todo eso, sin estar muy segura de cómo haría para llegar a Machu Picchu. Había buscado información pero se me hacía confusa. Algunos relatos contaban su experiencia pero eran tan disímiles entre unos y otros que me costaba entender cómo iba a hacer para llegar desde Cuzco a Machu Picchu.
El Camino del Inca no era una opción para mí. Sabía que no quería caminar por varias jornadas, un poco porque no estaba segura de mi capacidad de resistencia y otro poco porque no tenía carpa ni equipamiento adecuado. Además, si no estaba segura de mi aptitud física en condiciones normales, mucho menos cargando tanto peso. Además, la experiencia que quería hacer era la de recorrer la ciudadela y subir al Huayna. Después, quería aprovechar el tiempo para conocer otros sitios.
No quería contratar una agencia que me llevara en la excursión de un día, un poco por los costos y otro poco porque tampoco era lo que quería hacer. Era como lo opuesto de hacer el Camino. Prefería un intermedio. Aquí también las opciones podían variar. Ir hasta la Hidroeléctrica y desde allí caminar. Pero la información en ese punto se me hacía confusa respecto de cómo llegar hasta allí. La mayoría hablaba de traslados en remis. De caminar por las vías del tren. Pero nada muy concreto.
El tema del tren tampoco resultaba sencillo. Mientras que el tren parte de la estación Poroy, en Cuzco, algunos lo toman en Ollantaytambo, que es más distante de Cuzco. Por lo cual, no era fácil identificar la conveniencia de ir hasta esa estación o tomarlo en Poroy. Finalmente, decidí comprar el pasaje ida y vuelta desde Poroy hasta Aguas Calientes.
El tren salía a las 7, por lo cual tenía que estar un rato antes en la estación. Así que el día de mi cumpleaños me levanté muy temprano. Con mi equipaje preparado la noche previa, traté de hacer el menor ruido posible y me fui lo más silenciosamente que pude de la habitación hasta la recepción del hostel. El desayuno se servía a partir de las 7:30 así que no pude hacer uso de él. Me quedé unos minutos allí para usar internet. En el hostel me ofrecían llamar a un remis para que me llevara a la estación, pero el precio me resultaba muy elevado. Desistí.
Salí sin estar muy segura sobre dónde iba a tomar el taxi o remis. En la esquina, un taxista me ofrece trasladarme. Desconfié. Pero de todos modos, decidí arriesgarme. Le pregunté cuánto me cobraba, le dije que no a su oferta. Me rebajó el precio. Rechacé y me lo volvió a bajar. Acepté. Sin embargo, mientras estábamos yendo, empiezo a buscar el celular y no lo encuentro. Recuerdo que lo había tenido en mano mientras hacía el check out ya que el recepcionista me quería cobrar más caro de la tarifa con la cual había reservado en Booking. Le pedí al chofer que regresáramos porque seguro me había quedado en el mostrador. Pero había varias personas en el momento en el que estaba allí discutiendo el precio, así que dudaba encontrarlo. Regresamos. El recepcionista dijo que no había nada. Revolví mi mochila. No lo encontré. Volví al taxi. La estación de Poroy se me hacía muy lejos. La demora por el tema del celular me jugaba ahora en contra. No quería perder también el tren.
Mientras circulábamos hacia las afueras de la ciudad me sentía desarmada. Ahora el chofer sabía que no tenía móvil. No conocía el lugar. Me sentía un blanco fácil en caso de que quisiera robarme. Las zonas que atravesaba el vehículo no eran precisamente las más pintorescas y yo no sabía si me estaba llevando correctamente o no. Empecé a pensar que no tenía mi teléfono y todas las cosas que tenía guardadas en él y en cómo iba a arreglármelas sin esos datos. Nombre de los alojamientos, fechas, direcciones, teléfonos, códigos de reserva. Hasta la calculadora para sacar las cuentas más fáciles de cuánto cuestan las cosas. Y en que si alguien quería saludarme, tampoco iba a enterarme. Resignación.
Por fin llegamos a Poroy. Tenía tiempo para presentar el pasaje, que revisaran mi documentación y todavía me quedaban unos minutos más antes de que nos llamaran a ubicar nuestros asientos en los vagones asignados. Mientras estaba sentada revisando una vez más la mochila y resignándome otra vez ante la pérdida. Llevaba puesta una campera y debajo de esa, otra más finita, de polar, que también tenía bolsillos. Sin querer rocé el bolsillo y con sorpresa, descubrí que el celular estaba allí. El alma volvió al cuerpo. Tanto problema que me había hecho y resulta que lo había guardado casi sin darme cuenta.
Una vez en el tren me ubiqué junto a la ventanilla. El vagón era lindo. Tenía al descubierto el techo, y las ventanas eran grandes para observar todo el paisaje. La ubicación tenía una mesa donde luego servirían un desayuno y un snack. El personal era amable, y un audioguía explicaba en español e inglés algunos datos del tren, de la zona que transitábamos, de la cultura local y sus tradiciones.
A medida que nos desplazábamos, las poblaciones a orillas de las vías se mostraban diferentes. Algunas con un cariz más rural, otras más urbanas. Algunas muy humildes. Tanto que venían a mi mente las palabras del Indio Solari "el lujo es vulgaridad". Y de alguna manera sentía que había una ostentación innecesaria en el servicio de lujo que ofrecía el tren. Me dio cierta vergüenza.
A medida que nos fuimos alejando de poblaciones el paisaje fue cambiando. A veces más rural, otras veces más selvático, sobre todo cuando pasamos el punto donde comienza el trekking por el camino del inca. Desde la ventanilla vi los grupos de mochileros que enfrentaban el desafío. Mientras los observaba, me pareció que era algo que quizá si lo hubiera pensado con anterioridad, podría haberlo hecho.
El río Urubamba nos acompañaba, y fue un guía durante todo el viaje. Sus aguas caudalosas se veían correr rápido siguiendo su curso, ajenas a todo lo que sucediera a su alrededor. Pasado el mediodía llegamos a Aguas Calientes. A la salida de la estación, un gran mercado de venta de recuerdos típicos nos recibía. Estaba desorientada. Sabía que era un pueblo pequeño pero no había conseguido demasiada información específica. En realidad, creo que no la había justamente porque es un lugar de paso y efectivamente no hay mucho para hacer, ni demasiado donde perderse.
Crucé el puente que me llevaba del otro lado del río, apenas saliendo del mercado. Caminé unos metros y ya me encontraba en la plaza seca que era el punto de referencia. Allí, una oficina de turismo daba información, y fue un buen punto de contacto para responder mis dudas y generarme otras.
Estaba contenta de haber llegado hasta ahí, pero desde que la excursión a la Montaña Rainbow donde la altura me había afectado tanto y los comentarios que me habían realizado del sendero para subir al Huayna Picchu, me sentía bastante insegura de insistir en mi decisión. No tenía entrenamiento físico y eso hacía que cualquier trekking me costara bastante, sobre todo si era en ascenso y con los impactos que podía provocarme la altura. La anemia que tenía (y que sigo teniendo) tampoco sumaba. El oxígeno no llega de la misma manera al cerebro y eso hace que me sienta más cansada.
Entre las cosas que me dijeron era que era un sendero estrecho, que era empinado, que estabas al borde del precipicio, que había que subir de a uno y que el sendero estaba en mal estado. También me habían dicho que había tramos en los que había que subir agarrado de una soga pero que esa soga estaba bastante floja debido a la cantidad de gente que subía, que era probable que hubiera lluvia y que con la lluvia el camino era muy resbaloso.
Unos meses antes antes del viaje había pagado mi acceso a Machu Picchu más Huayna Picchu unos meses antes del viaje. El cupo por día es limitado, por eso lo había sacado con anticipación a través de la página del Ministerio de Cultura de Perú, http://www.machupicchu.gob.pe/
Claramente, como ya lo había pagado, no estaba dispuesta a no hacer valer mi acceso al Huayna. Sin embargo, sentía que quizá la decisión había sido un poco apresurada. Inevitablemente los temores acuedieron a mí. En la Oficina de Información Turística hice las preguntas pertinentes. Me explicaron que el sendero efectivamente era estrecho, y que con lluvia era poco recomendable. Efectivamente había tramos en los que había que subir en cuatro patas. Intentaron inspirarme tranquilidad diciéndome que mucha gente lograba el ascenso. Otras de mis dudas tenían que ver con cómo hacer el recorrido de la ciudadela, y no llegar cansada al ascenso. Tampoco sabía muy bien hasta ese momento cómo era el traslado al parque arqueológico, pero sí me habían dicho que había que salir muy de madrugada. Eso me sumaba preocupación por el cansancio que podía representar. Me fui con mis dudas al hostel que quedaba apenas a una cuadra y media.
Llegué a mi alojamiento donde me preguntaron a qué hora iría a Machu Picchu, les volví a comentar mis dudas. Me sumaron más preocupaciones. "Si llega a llover, desde ya te digo, ni lo intentes". Me dijeron que tenía que comprar el pasaje anticipadamente, que salía 24 dólares ida y vuelta. También me recomendaban ir al alba. No lograron tranquilizarme, pero me aportaron un dato valioso, y era que si no iba a desayunar en el hostel, ellos me preparaban una vianda. Para eso, tenían que saberlo con anticipación.
Estar en el lugar, por fin sentir tan cerca la posibilidad de cumplir un deseo, me generaba sentimientos encontrados. Se supone que debería estar feliz, pero los pensamientos negativos estaban ahí para acosarme. Querían hacerme desistir. Y eran momentos de tal incertidumbre que no sabía cuál era la decisión correcta. Mis niveles de ansiedad comenzaron a subir considerablemente.
Apenas dejé mis cosas en el hostel salí a recorrer el pueblo y a pensar un poco en qué era lo que iba a hacer. Buscaba tranquilizarme y ver con claridad. Aguas Calientes es un pueblo muy pequeño. La plaza principal, con la iglesia y un escenario, después bares y restaurantes donde todo el tiempo te recitan su oferta. Es tan turístico que no podés pasear tranquila por el lugar sin que alguien te ofrezca algo. A unas cinco cuadras del centro hay unas termas. Después, está la estación desde donde sale también un tren para los locales, y el sendero hacia Machu Picchu. Siguiendo por ese camino que transitan los buses de ida y vuelta, caminé algunas cuadras observando aves, la vegetación. Había un mariposario más allá, y un museo, pero desistí de ir. Necesitaba la conexión con la naturaleza.
En mi caminata por el pueblo, volví a cruzar el puente, a atravesar el mercado, y a andar las cuadras subsiguientes. Pero no había mucho más por recorrer. Me senté a observar la dinámica de los viajeros, la oferta y la demanda. Después, saqué el pasaje para el bus, y volví al hostel. Me recosté un rato para aclarar las ideas. Tenía mucha ansiedad y no sabía qué decisión era correcta. Me parecía injusto llegar hasta ahí y no animarme. También tenía una sensación extraña, como un mal presentimiento. Pensaba que si tenía tanta inseguridad, tanta ansiedad, quizá era una señal inequívoca a la que tenía que escuchar. Era como tener de un lado un angelito que me aconsejaba intentarlo, disfrutarlo, sentirme segura y tranquila de que iba a estar todo bien. Por otro lado, tenía un diablito que me decía que desistiera, que no iba a poder, que la iba a pasar mal y que si algo me pasaba, estaba sola y eso iba a ser una complicación para mi familia.
Dormí un rato, y luego volví a salir. Aún sin tener una decisión clara. En eso andaba cuando me encontré con un chico que había conocido en la excursión al Valle Sagrado. Me dijo, "no pierdes nada con intentarlo, si ves que no puedes, regresas". Fueron palabras tranquilizadoras. Volví a pensar en ¿por qué no? En el autoboicot y en que era algo que no debía permitir. Así que continué dando unas vueltas más hasta que me quedé charlando con un mesero venezolano que había llegado hasta allí para trabajar la temporada. Era paramédico. Hablamos un rato, y le conté también de mis temores. Me aconsejó cenar liviano, comprar una botella de Gatorade, agua, algo dulce y algo salado. Me recomendó comer por muy pocos soles en el mercado. Quizá eran las palabras que quería escuchar, pero le hice caso en todo.
Eran las 4 de la madrugada cuando me levanté. Salí del hostel cuando todavía estaba oscuro. Caminé una cuadra y media hasta la salida de los buses, que iban a empezar a circular recién un buen rato después. Cuando llegué a la parada, la sorpresa fue que había una fila de varias cuadras. Pensé en las costumbres de las personas y en lo irracional de ir tan temprano. Pero allí estaba. Con un cielo oscuro, esperando a ver qué nos deparaba el amanecer, mientras esperábamos que los buses comenzaran a circular.
El camino hacia Machu Picchu es en zigzag. A medida que iba ascendiendo, también el día se iba despertando. Podía observar la vegetación selvática, la bruma, y un cielo que aún no se despejaba y que me hacían temer por la lluvia.
En la puerta de ingreso del parque arqueológico había mucha gente agolpada. Los guías ofrecían sus servicios. Ingresé, inicié el recorrido, fascinada de por fin estar en el día de mi cumpleaños en ese lugar mágico, tan espiritual y energético. Parece que muchas personas tienen el mismo deseo. Una vez allí me enteré que había más de uno que cumplía años el mismo día. También en el hostel de Cuzco había conocido a algunas personas que habían cumplido años por esos días y que también deseaban estar en Machu Picchu. Luego, en el tren, también se ocuparon de cantarle el cumpleaños a algunos pasajeros. Tampoco es que pretendía que mi idea fuera original. Era mi deseo y con cumplirlo, ya era suficiente.
Ingresé a Machu Picchu. Seguí el recorrido que indicaba un guía. El lugar era fantástico, y desde donde estaba miraba con más confianza a la montaña. Uno de los cuidadores que estaba vigilando que nadie deteriorara las ruinas, fue una buena fuente de información. Le pregunté cómo era el sendero, y me dijo que era realizable. Tenía algunos tramos más complejos pero nada que no pudiera realizar. Respecto del día, que aún se presentaba nublado, me dijo que seguramente no iba a llover y que en un rato se iba a despejar. Me recomendó que no me perdiera la vista desde la cima. Me dio mucha confianza.
El horario de mi ascenso era a las 10 de la mañana. Me habían sugerido estar entre los primeros. Así que media hora antes me encontraba esperando por el ingreso. Y ya había otras personas con el mismo plan.
Cuando se nos permitió el ingreso, debíamos registrarnos en un libro de visitas. Teníamos dos horas de tiempo. Yo que creía que podía tomarme todo el tiempo del mundo, se me encendieron las alertas cuando dijeron que el tiempo calculado de permanencia era de una hora para subir, una permanencia en las alturas de unos minutos y luego el descenso.
El primer tramo del sendero era en bajada. Eso ya era preocupante. Todo lo que estaba bajando, luego lo iba a tener que subir. Eran bajadas, subidas y vuelta a bajar. Y aún no había comenzado el ascenso propiamente dicho al Huayna.
Estaba en las primeras instancias del ascenso cuando aún seguían bajando los del turno anterior. "Cuesta pero vale la pena", "ánimo, ánimo", me decían. Tenía que poder. Traté de mantener el ritmo. Me ponía metas cercanas para descansar, y procuraba evitar estar muchos minutos sin actividad. Me costaba. Pero ya estaba ahí, y tenía que poder. A medida que avanzaba me decía a mí misma "tenés que poder, falta un montón, tenés que seguir, avanzar, avanzar".
Era cierto. Había tramos que era necesario sujetarse a una soga. Pero por suerte estaba firme. El sendero tenía tramos desmejorados, pero no eran intransitables. Había de donde agarrarse para tomar impulso. También hay un tramo, antes de llegar a la cima, en el que hay que ir en 4 patas, pero no es tan dramático. Luego, por fin la recompensa. Una vista increíble de la ciudadela que se ve pequeña y en todo su esplendor.
Siguiendo un tramo más, se puede llegar aún más arriba. Hay que sujetarse a las piedras para no caer. Es cierto que uno podría caerse desde allí, pero con cuidado se puede hacer tranquilamente. Algo con lo que también estaba asustada era con el vértigo. Muchas personas habían mencionado que el hecho de estar en altura y con el precipicio al borde generaba vértigo, por lo cual también aconsejaban no subir si uno tenía vértigo. Lo cierto es que yo no estaba segura de si algo así podía afectarme porque nunca había estado en una situación similar.
Allí arriba vi a varias personas aferrarse fuertemente a las rocas que eran a la vez un apoyo, paredes de las cuales sostenerse, un refugio para sentirse seguro, un mirador natural en el cual apostarse y sentirse un poco en otra dimensión, respirar fuerte, observar alrededor y decirse a una misma, "¡pude!"
Después de unos instantes en la cima donde uno puede sentir la energía del universo entrando por los poros y renovando toda la vitalidad que corre por las venas, y se puede sentir agradecido de estar donde está, de sus decisiones, de seguir sus sueños. Es cierto, la ansiedad previa fueron intensas, pero más intensa fue la satisfacción de haberlo logrado.
Lo que siguió después fue descender, seguir recorriendo la ciudadela, detenerse en los detalles, y ya, luego, volver al punto de inicio para tomar el bus de regreso a Aguas Calientes. Tenía tiempo suficiente para pasar a retirar mi mochila, volver a la estación y esperar el tren que me llevaría nuevamente a Cuzco.
El regreso no fue tan cómodo como la ida. Es que me había tocado un asiento compartido entre otros 3 que eran amigos y hablaban entre ellos, un poco en inglés y muy poco en español. Tampoco me agradó tanto la veta comercial exagerada del tren. Los empleados, además de ofrecer servicio de asistencia abordo, tenían que disfrazarse para representar los bailes típicos, también tenían que desfilar las prendas de lana y luego, comercializarlas. No me agradó la idea de que tuvieran que asumir roles multifunción, más bien me pareció una explotación y un abuso de parte de la empresa. Pero fue mi percepción, había gente que estaba encantada con todo eso.
El tren llegó ya caída la noche a la estación Poroy. Tenía que volver al centro de la ciudad, y no estaba segura si habría taxis o remises disponibles, aunque me habían asegurado que sí. Pensaba en la cantidad de gente viajando en el tren que dudaba que hubiera autos para todos. Apenas salí, sin embargo, vi a una chica que estaba regateando el precio a un taxista. Estaba desistiendo del viaje e iba en búsqueda de otro chofer cuando la detuve, le pregunté si viajaba sola, me dijo que estaba con su novio, pero que le parecía una buena idea compartir el viaje. Y así lo hicimos.
A mi el remis me dejó a un par de cuadras de la plaza principal. Ellos seguían hasta San Blas. Caminé unas ocho cuadras hasta mi hostel.
Esa noche recibí los mensajes que me enviaron con los saludos de cumpleaños. Fue un día largo. Había empezado muy temprano. Es más, creo que había empezado meses antes. Después de una jornada magnífica y única, esa noche apoyé la cabeza en la almohada y soñé con mi próximo destino. Ya sabía dónde quería que me encontrara la siguiente vuelta al sol. Lo demás, era seguir soñando hasta que finalmente se haga realidad.