miércoles, 30 de diciembre de 2015

[#DIARIODEVIAJE] El Viaje Esperado - Capítulo 1: Calafate

La Patagonia tiene tanto magnetismo que encanta. Es como un hechizo que persiste a lo largo del tiempo y se convierte en un impulso que incita a volver y volver.
Así como en las chocolaterías que pueblan ese paisaje de bosques, montañas, lagos y ríos, probar un bocado de fino y exquisito chocolate te deja con ganas de más, probar un poquito del Sur de Argentina, también te convierte en goloso. Siempre querés probar qué otras maravillas tiene, llegar un poquito más lejos y catar otras variedades. Hay sorpresas en cada rincón, y nunca decepcionan. Cuando pensás que algo es supremo, un nuevo lugar te puede asombrar todavía un poco más.
El Calafate quedaba un poco más al Sur de todo lo que había viajado hasta entonces. Llegar hasta ahí implicaba cierta planificación en cuanto a tiempos y recursos de los que no disponía. Fue un viaje muchas veces postergado. Quizá lo que más me impulsó a concretar ese anhelo fue la idea que comenzó a crecer con fuerza luego de leer el libro de Germán Sopeña, La Patagonia Blanca. A medida que avanzaba en la lectura de su relato las ganas de conocer el hielo se hicieron más palpables, y la idea más irresistible. Es cierto que para poder llegar más allá, hay que decidirlo y ese libro me ayudó a apurar la decisión que había demorado tanto. Viajar a El Calafate era por fin alcanzar la meta de conocer el hielo que me esperaba en el Parque Nacional Los Glaciares. Así que allá fui.
Estaba un poco emocionada, y también un poco asustada. Eso de prestarle atención a lo que sucede y creer en las señales que nos alertan y que decidimos si hacerles caso o no. O, señales que nos quieren decir algo y hay que ver cómo las interpretamos. Una vez recorriendo la feria de El Bolsón, una mujer que vendía los imanes que hacía utilizando placas radiográficas, me dijo "yo le pido siempre al universo que me dé mensajes claros, ya me cansé de interpretar y a veces no sé si lo que interpreto es lo que me quiere decir". Esa idea me quedó dando vueltas en la cabeza. Es cierto, el universo debería ser claro en sus mensajes.
El día que viajaba intentaron robarme apenas a una cuadra de mi casa. Afortunadamente los asaltantes no lograron su objetivo. Podría decir que me salvé casi milagrosamente. No salí ilesa, pero casi. Pude viajar, que era lo importante. Sin embargo, arrancar el viaje así me generaba incertidumbre. ¿Si había un mensaje ahí y no lo estaba leyendo? ¿Si era un alerta para que no viajara y yo me estaba yendo igual?
Finalmente llegué a El Calafate. Por fin. Una vez que dejé las cosas en el hostel, salí a dar una vuelta. Casi podría decir que lo primero que me maravilló fue la alfombra amarilla que podía encontrar en cualquier lugar. Las flores de Diente de León estaban por todos lados. Un paisaje árido, de pronto pintado de amarillo. El sol en el cielo. El sol en el suelo.
Cuando estaba atravesando el puente que conecta con la calle principal, me llamaron la atención los candados prendidos al enrejado. Pensé en esa remota ciudad austral y que por más remota que fuera, no había escapado a la tendencia de colocar candados como símbolo de amor perpetuo. Cosas del mundo globalizado.
La calle San Martín me condujo a recorrer algunos edificios emblemáticos. La Municipalidad, la Capilla, la Policía, la primera casa de El Calafate, la Administración de Parques Nacionales, el Hospital, el casino y por supuesto, los negocios varios. Ropa y equipamiento outdoor, cafés, restaurantes donde el menú principal era el cordero patagónico, chocolaterías, bancos, correo, tiendas de recuerdos.
Entre los museos a visitar se encuentran el Centro de Interpretación Histórica, el Museo Regional Municipal y el Museo del Juguete. El Glaciarium, centro de interpretación glaciológico, es otro de los puntos de interés, junto con el Bar de Hielo.
Caminé un buen trecho por la avenida. Después desemboqué en la costanera, y me entregué a esa senda que transité largamente. Más allá se extendían las aguas del lago, un poco más cerca de la costa, los flamencos. Algunos, no muchos. Suficientes. Algunos patos y garzas también. Después regresé por el mismo camino, desvié para dirigirme a la Reserva Laguna Nimez. Es una reserva pequeña, que tiene algunos senderos para caminatas y que se visita con frecuencia para realizar avistaje de aves. Sin embargo, una vez que llegué al lugar, no lo encontré muy interesante, sobre todo porque el acceso me parecía un poco elevado para lo que se observaba. Desistí.
De regreso, me perdí entre unas calles que conducían a diferentes pasajes. Tuve que preguntar para volver a la calle principal. Anduve largo rato observando las casas, la dinámica de la ciudad que estaba en el inicio de la temporada y ya se observaba a varios turistas deambular por sus calles con su equipaje a cuestas.
Ese día había sido bastante agradable. No había mucho viento y no hacía mucho frío. El atardecer se prolongó por un buen rato, demorando la llegada de la noche. Según el chico de la recepción, noviembre es el mejor momento para visitar El Calafate. Según él, en esa época hay menos vientos y no hace frío. En el verano soplan los vientos, y los dìas se prolongan tanto que terminan siendo un trastorno porque no se puede dormir y descansar de la misma manera. Por suerte para mí, no había llegado en el peor momento. Contra todas las incertidumbres con las que iniciè el viaje, aparentemente todo se iba a desarrollar bien. Al día siguiente, me esperaba el gran momento del encuentro con el hielo.
El Glaciar
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". Ese fragmento del relato de Gabriel García Márquez acudía con fuerza a mi memoria, sobre todo porque también una amiga me había hablado de lo mismo cuando ella tuvo la oportunidad de estar frente al Glaciar.
El guía pasó a buscarme por el hostel muy temprano por la mañana. No hacía frío, y como el día previo, tampoco había viento. Nos llevaron hasta un punto en una combi, y luego nos pasaron a un bus de mayor tamaño. Una incomodidad para mí innecesaria, pero que observé que es una práctica habitual que lo único que hace es generar molestias entre los turistas. Subís, elegís un asiento de los que hay disponibles, y luego te tenés que adaptar a lo que haya luego, en el otro bus, dependiendo del turno en que haya llegado la combi. Sobre todo se puso de manifiesto la incomodidad en el regreso.
En el mismo punto donde a la ida habíamos hecho el cambio de bus, empezaron a llamar a los turistas por nombre y alojamiento para que fueran cambiándose a los distintos vehículos que estaban esperando para llevar a cada uno a su hospedaje. Una pareja de turistas japoneses no entendió bien las indicaciones, y el chofer terminó por enojarse y tratarlos de un modo poco cordial. Como no entendían del todo, ni siquiera reaccionaron contra el maltrato por parte del conductor. Así que no pude evitar hacerle un comentario sobre la falta de cordialidad y lo incómodo del sistema adoptado. No hubo caso, el hombre estaba muy seguro de su postura. Realmente la modalidad es muy incómoda y el manejo que tienen con las personas, ingrato. Frente a esa situación preferí bajarme antes y caminar para no seguir avalando esa práctica tan desagradable.
A lo largo de los 80 kilómetros que separan El Calafate del Parque Nacional Los Glaciares, la geografía que se extendía más allá de la ruta mostraba una estepa árida, montañas a lo lejos, una vegetación abundante en arbustos espinosos, y una soledad infinita apenas interrumpida por el transitar de los vehículos sobre el asfalto.
El micro hace una parada en el ingreso donde el personal del Parque sube y realiza el cobro del acceso, Consulta el lugar de procedencia, y cobra de acuerdo con la tarifa: 160 pesos  para los residentes nacionales, 260 pesos para los extranjeros. Luego, vuelve a subir con el ticket impreso y el monto pagado. Después, se avanza por la ruta hasta el Puerto Bajo Las Sombras, desde donde parten las embarcaciones de Hielo y Aventura, la empresa autorizada a realizar las caminatas por el glaciar.
Las embarcaciones cruzan el Brazo Rico del Lago Argentino en una navegación que demanda unos 15 minutos. Una vez en la orilla opuesta, se realiza una caminata hasta el punto en el cual se colocan los grampones, necesarios para realizar la caminata, tanto como los guantes que protegen las manos ante eventuales caídas. El grupo se subdivide entre varios guías y una vez que todos están listos, se hacen las recomendaciones: caminar con los pies separados, no tomar fotos durante las caminatas si no sólo cuando se hace una parada, no alejarse ni demorarse para evitar inconvenientes, la técnica para subir, la técnica para bajar. Demasiadas recomendaciones. Un guía lidera el grupo y el otro, se ubica al final pero a veces se adelanta y se asegura que la huella esté en condiciones. En caso de ser necesario, realiza los ajustes sobre el hielo.

La masa glaciaria era realmente impresionante. Tenía un color azul celeste intenso. Por momentos creí que todo se trataba de una gran fantasía. El celeste que afloraba por entre las grietas era tan artificial que podía imaginar el fondo de una pileta de plástico rígido de esas que se ven con frecuencia en los patios de las casas. Imaginaba que si rascaba un poco el hielo iba a encontrar una escenografía armada al estilo Truman Show. La superficie era muy blanca, pero en las grietas el intenso azul celeste era deslumbrante.
Bajo mis pies se desplegaba una masa helada irregular con tanta historia que me sentía afortunada de poder estar allí. Y es que realmente lo era. Mucha gente no tiene la posibilidad de conocer el lugar, y a mí misma me había costado mucho tiempo y esfuerzo poder hacer ese viaje. Pero ahí estaba haciéndome ese regalo infinito.
Había observado tantas veces la imagen de ese gigante helado. La había admirado en tantas ocasiones y había fantaseado cada vez con el día en el que finalmente lo tuviera frente a mi. Me pareció una maravilla increíble. Y me resultó mágico. Es que si la magia del universo no ejerciera su poder, nuestro encuentro no se hubiera concretado.Una masa enorme, blanca, azul, celeste, dependiendo de cómo impactaran los rayos de luz. El helado gigante estaba abrazándome con su frío inmenso, dejándome a mí también helada, sin aliento. Su bienvenida era grandilocuente, y no esperaba menos.
Caminamos sobre el hielo, nos sumergimos en él, nos apropiamos de su belleza, lo vivimos a pleno. Todos éramos como niños descubriendo un baúl lleno de tesoros. Y cuando te asomabas a ver qué contenía el cofre te encontrabas con grietas, sumideros, lagunas y crestas enormes que me llevaban a imaginar un lemon pie pero de color turquesa. Si el mundo fuera una heladería, creo que podría pedirles crema del cielo y me servirían fragmentos de glaciar. Y podía hasta saborear lo exquisito del paisaje.
El fin del circuito se realiza con un brindis con whisky con hielo del glaciar (algo que siempre me pareció ridículo e innecesario) y un bombón. Rechacé la primera oferta, pero me quedé con los bombones. Después, quitarse los grampones y caminar por la pasarela que se despliega bajo un bosque de árboles autóctonos hasta el refugio cercano al punto de embarque. Mientras esperábamos la embarcación tuvimos un tiempo libre. Me senté en una gran roca a comtemplar el paisaje. Se escuchaban algunos estruendos y aunque no los veía, parecían enormes trozos de hielo los que se desprendían de la gran masa. Después, descubrí que el sonido es muy intenso aún cuando el fragmento es pequeño. Cosas de la acústica.
A los sonidos ensordecedores seguían luego períodos de silencio. A veces soplaba el viento, y su murmullo también se escuchaba con nitidez.
La caminata sobre el Glaciar obliga a contratar la excursión y a adecuarse a su programación y sus ritmos. Está todo "fríamente" calculado. Después de cruzar nuevamente hasta la otra orilla, el bus nos lleva hasta la zona de pasarelas y nos dan una hora para recorrerlas. Tiempo lo suficientemente escaso como para elegir sólo permanecer en los balcones observando a ese magnífico monstruo helado que ruge para ahuyentarnos pero lo que logra es todo lo contrario, atraernos cada vez más.
Me quedé con sabor a poco. Cuando llegamos a El Calafate, fui a la terminal y compré un pasaje. Iba a volver nuevamente, pero esta vez con un micro de línea. Se manejan con dos frecuencias, una por la mañana y la otra por la tarde. Son seis horas de permanencia en el Parque. Quería ir en el micro de la mañana y volver en el de la tarde, pasarme todo el día en el Parque. Pero no te lo permitìan. Si salías a la mañana tenías que regresar en el micro de las 16, y si salías en el de la tarde, tenías que regresar en el de las 19. No hubo opción.
Ese día me levanté temprano. Tomé el micro. No éramos tantos los pasajeros. Recorrer nuevamente los 80 kilómetros, pagar el ingreso, y esta vez quedarme en las pasarelas. Tenía intención de tomar el paseo en la embarcación que te lleva por el Brazo Norte durante una hora, pero desinteligencias en los horarios por parte de la empresa prestadora me hicieron desistir.
Hacía frío. Mucho frío. Había sol que fue calentando el ambiente a medida que avanzaba el día pero sin embargo, el viento era intenso y el frío no mermaba. Recorrí todas las pasarelas pero inevitablemente la vista se me iba hacia el hielo. A cada rato me detenía a observarlo. La misma imagen reclamaba protagonismo todo el tiempo. No había manera de negárselo.
Por esos días el túnel de hielo se encontraba prácticamente cerrado y se esperaba la gran ruptura. Tenía todas las expectativas de presenciar el evento. Aunque no fue posible, me llevé recuerdos extraordinarios.
Los fragmentos de hielo que cayeron fueron suficiente para establecer un diálogo con el glaciar donde yo le pedía que hiciera un desprendimiento que pudiera presenciar y él me daba como respuesta un sonido envolvente cuya procedencia en ocasiones sólo podía captar con el oído y otras veces también podía ver el hielo desprenderse de esa masa infinita. En algunas oportunidades descubrí que jugaba con mis expectativas. Se quedaba en silencio largamente y cuando iniciaba mi caminata en otra dirección, el estruendo se hacía presente magnificado por las exclamaciones y aplausos de quienes sí estaban mirando con atención. Para cuando me volvía, otra vez el silencio. Así se me fueron las horas. Otra vez me pareció escaso el tiempo. Quería más, pero si bien ya no tenía tiempo, había disfrutado grandemente de ese encuentro mágico y genial.





























sábado, 26 de diciembre de 2015

[#LIBRE] Candados para el amor

Una tradición surgida de tiempos pretéritos. Un símbolo que trasciende la cronología y las latitudes. Una ceremonia, un compromiso, un deseo, un proyecto. Resguardar en lo simbólico la fuerza de la pasión.
Fantasías idealizadas que procuran perdurar eternamente. Historias tiernas, promesas de amor, manifestaciones de sentimientos profundos que se animan a desafiar los avatares de un futuro imperfecto. Ilusiones atrapadas en un minúsculo emblema del infinito y más allá.
La costumbre se propagó por todo el mundo. El sentido simbólico viajó en diferentes direcciones, afincándose en todo ámbito propicio para anclar el amor. Las crónicas sitúan el comienzo de la tradición en el viejo continente. El punto de inicio de esta modalidad fue en Italia, donde el escritor Federico Moccia publicaba en su novela Tengo ganas de ti, la historia de amantes que sellaban su amor con un candado sobre el puente Milvio, que atraviesa el río Tíber en Roma. Otros dicen que la tradición se remonta mucho más allá, a las antiguas costumbres chinas, mientras que otras versiones la sitúan en Hungría. El ritual creció fuertemente en la Ciudad Luz y se desparramó por toda Europa y los lugares más remotos del Planeta.
El Pont des Arts, sobre el río Sena, fue el elegido por las parejas para expresar su romanticismo con acento francés. Un ritual íntimo en el cual los enamorados se juran amor eterno, colocando un candado en el puente y arrojando la llave al curso de agua como una fórmula de compromiso indisoluble que nada podrá separar. El acto fue imitado luego en otros puentes y ciudades.
Tantos fueron los candados colocados sobre el Puente de las Artes, que finalmente las autoridades decidieron retirarlos para preservar el patrimonio arquitectónico. Toneladas de amor que hicieron mella en la infraestructura y que obligaron a tomar la medida y proteger el acervo del lugar.
Otros puentes de París, el Ponte Vecchio de Florencia y el Ponte de l ´Accademia de Venecia, son otros testigos del amor. En Moscú, en tanto, se instalaron árboles metálicos junto al puente Luzhkov para que las parejas pudieran utilizarlos con el mismo fin de expresar su amor. En otros casos, no queda más que el recurso de combatir el avance de los corazones con multas.
En las principales ciudades del mundo, en cualquier puente grande o pequeño, famoso o desconocido, la costumbre se propaga como una plaga. Las promesas de amor también se encadenaron al Puente de la Mujer, en Puerto Madero, Buenos Aires.
En Montevideo, en cambio, la destinataria de los candados y su efecto mágico sobre el amor eterno, es la fuente ubicada en la esquina de la Avenida 18 de Julio, la principal de la ciudad, y Yi, llamada; por lo mismo; la Fuente de los Candados. Según la versión local del mito del amor, si los enamorados colocan un candado en la fuente, volverán juntas a visitar la ciudad y el amor entre ellos será eterno.
En El Calafate, la ciudad patagónica de la provincia de Santa Cruz que permite el acceso al Parque Nacional Los Glaciares, un pequeño puente que conecta con la arteria principal, también se ha convertido en testigo de la ilusión de algunas parejas.
Para algunos es una plaga que arruina monumentos, patrimonio, infraestructura. Para otros, es la posibilidad de creer en el poder de lo simbólico, en un hechizo especial, en una fórmula mágica. Son artilugios del romanticismo para expresar los sentimientos. Ideales, fantasías, corazones latiendo a la par. El amor, las relaciones, los deseos. Todo capturado en un momento único para que permanezca intacto para siempre a la guarda de un candado cuya llave se abandona a fin de que nada pueda romper la magia.
Apenas un candado sujeto a un alambrado, a una vara, a una reja. Un candado que se suma a otros. Con iniciales, con nombres, con fechas. Testimonio de amor. Soportando el frío, el rayo del sol, la lluvia. Amor a la intemperie enfrentando adversidades. Enfrentando las consecuencias del óxido, el desgaste. Mudo guardián. Epidemia de amor, los puentes del mundo se ven invadidos por la fiebre del romanticismo. Para quienes se detienen a observar el fenómeno, la reflexión es inevitable. ¿Puede un objeto pequeño representar tanto? ¿Puede un objeto material lograr la permanencia eterna del amor? ¿Cómo saber el desenlace de tantas historias? ¿Cómo conocer la efectividad del recurso? Un candado, una historia. La acumulación de tantas historias de amor que necesitan dar cuenta de sus afectos, de sus deseos, en un espacio público es algo así como la necesidad de contarle al mundo sus secretos de amor. Historias mínimas que sueñan con un gran final, de esos que concluyen con "fueron felices y comieron perdices", necesitan un candado. Un candado para el amor.







miércoles, 23 de diciembre de 2015

[#DIARIODEVIAJE] Montevideo, la otra revancha

Por diversos motivos 2015 me obligó a algunos viajes revancha. Como si tuviera incorporado un GPS, tuve que recalcular, y volver a empezar.
Montevideo tenía para mí un significado especial. Recordaba esa ciudad con cierta nostalgia, con un aire de tango, de candombe, de humedad cubriéndolo todo. Tenía postales mentales en color sepia que se me hicieron presentes con mucha insistencia y me reclamaban. Entonces supe que necesitaba volver. Quería recorrer nuevamente sus calles, encontrarme con esos flashes intermitentes que me demandaban.
Las imágenes fugaces que acudían a mi memoria eran las de una ciudad pequeña que me resultaba amena, me despertaba curiosidad y me hacía sentir un poco en Buenos Aires. Una melodía al ritmo del 2x4 que me sensibilizaba, que me hacía reconocer sitios en los que nunca había estado. Una lluvia inesperada de la antesala del invierno que me presentaba las credenciales de cierta humedad impregnada profunda y esencialmente en el corazón de una urbe que me encantaba. Sentí cierta desesperación, y esa sensación fue la que me hizo tomar la decisión. Tenía que ir a Montevideo.
Mis planes no se cumplieron. Cuando llegué, una nueva situación se presentó y prácticamente ni siquiera pude reencontrarme con la ciudad. Me lo debía, por lo cual esa deuda pendiente me reclamó nuevamente. Apenas pude, regresé.
Un reencuentro dilatado. Una necesidad imperiosa. Una decisión ineludible. La sensación de estar donde había que estar. No disponía de mucho tiempo, apenas un par de días y tenía recursos limitados, pero suficiente para comprender una vez más que el que quiere, efectivamente puede.
La avenida 18 de julio es la arteria principal de la capital uruguaya. La empecé a transitar con ciertas ansias, con curiosidad, con expectativas. Cada edificio de rasgos antiguos llamaba mi atención. Inevitablemente mi cerebro buscaba en su archivo algún lugar que pudiera reconocer. Las imágenes comenzaron a confundirse, a mimetizarse con anécdotas amarillentas. Una plaza, un café, gente que camina con su termo bajo el brazo y su mate siempre a mano. Otra plaza, un kiosco, otro café. Historias que los nuevos recuerdos reescribirán.
La silueta del Palacio Salvo sobresaliendo sobre la avenida me da la bienvenida. Me conecta con su pariente porteño y me hace sentir que estoy en Avenida de Mayo. Pero la Plaza Independencia, la principal de la capital, me sitúa en el límite con la ciudad vieja. El Monumento a Artigas, y su mausoleo motivan a disparar algunos clics.  La Casa de Gobierno y su versión más antigua, la Puerta de la Ciudadela, y la Peatonal Sarandí que me conduce a las construcciones más antiguas y típicas de la capital uruguaya.
Me entretengo con los puestos de artesanías, las plazas, los cafés, las rutinas de las personas. Frente a la Plaza Constitución, la Catedral de la Inmaculada Concepción me invita a pasar. Es un edificio al que se le nota su historia. Tiene un estilo neoclásico español, sobrio, típico. Rasgos que le permitieron ser declarado Monumento Histórico Nacional en 1975.
Ya en la costanera me dejo llevar por la senda que se extiende a orillas del Río de la Plata. Una caminata extensa con la cual no llego a abarcar los 22 kilómetros de extensión. A lo largo de todo el trayecto se descubren varias playas, el faro, y también el amarradero de embarcaciones. Es ideal para recorrerla en bicicleta, aunque muchos la utilizan para correr o simplemente caminar.
Cuando el Parque Rodó se presenta delante mío, empiezo a transitarlo. A medida que lo camino recuerdo que este gran espacio público ya me había recibido antes. El lago artificial, la variedad de árboles y las esculturas me lo recuerdan. Es un lugar tranquilo que sirve de transición entre la dinámica del centro y la paz que el río arrastra hasta las orillas.
Montevideo tiene varios museos, el Teatro Solís, y el mirador de la Intendencia, están entre los más recomendados para quienes visitan la ciudad. El Shopping Punta Carretas con sus locales comerciales y su patio de comidas se convierte también en una opción recomendable para pasar un rato. Para la noche la oferta de cafés y restaurantes es abundante. También hay sitios de entretenimientos como el bowling, el cine y el casino.
El Palacio Salvo y el Teatro Solís fueron dos símbolos que me impactaron. Quería conocerlos en profundidad y por eso procuré participar de las visitas guiadas. Si bien en ambos casos tienen costo, es un valor bastante accesible. El simbolismo de la ornamentación del Palacio es atrapante, su historia es significativa, y la vista que se observa desde su terraza, imperdible. Ya conocía a su pariente, el Palacio Barolo de Buenos Aires, cuyos simbología es aún más intensa, sobre todo asociado con los relatos de Dante Alighieri en La Divina Comedia. Según cuenta la historia, la idea era establecer un vínculo entre ambos edificios, como un puente imaginario. De alguna manera, creía que si ya conocía un edificio debía conocer el otro para que esa conexión se cumpliera.
En el Teatro Solis se observan algunas salas, se cuenta la historia del principal teatro uruguayo, y también algunos actores arman un acting que sorprende a los participantes del tour. Un golpe de efecto que hace ameno el recorrido de casi una hora de duración.
No sé cuántas veces caminé por la avenida principal. Tiene para mí un magnetismo irresistible. Un mismo paisaje que se resignifica y se redescubre cada vez. Jugar a encontrar cosas que antes no habìa visto. Transportar los pensamientos hacia el gris de las fachadas, hacia los recursos ornamentales, hacia las firmas de los arquitectos y sentirse en otro tiempo. Imaginar el antes, y fantasear con el después. Colgarse de los edificios, reencontrarse en la gente, observar sus costumbres, sentirse un curiosidad casi infantil que todo lo convierte en ideal. Es parte del disfrute, sin dudas.
Tampoco sé cuánto tiempo estuve observando el río. Su ir y venir. Su calma, su agitación leve, sus raptos de ira. Las gaviotas con su graznido insistente y el viento acariciándote la cara, revolucionando tu pelo y tus pensamientos.
Fue poco tiempo. Hubiera permanecido mucho más en esa ciudad que tanto me reclamaba. Un reencuentro necesario para entregarse no sólo a las calles y sus rutinas y secretos sino también para dejar fluir los pensamientos y las emociones. Una escapada con la secreta misión de construir nuevos recuerdos donde antes había postales en sepia. Una revancha.