miércoles, 2 de diciembre de 2015

[#DIARIODEVIAJE] Carhué - Lago Epecuén, y más allá la inundación

Alguna vez había visto la película El viaje, un filme del director Fernando Pino Solanas, del año 1992. En ese momento me habían impactado las escenas de la inundación y los ataúdes flotando a la deriva. Fue lo único que recordé durante algún tiempo. Sabía que esas escenas se habían registrado en Epecuén, y sabía también que se trataba de una zona que había sido afectada por una gran inundación y que el agua había quedado estancada obligando a los habitantes a desplazarse hacia otros sitios.
Tiempo después conocí a una compañera de trabajo que era oriunda de Guaminí, una población cercana a la zona inundada y en alguna ocasión me había comentado acerca de la tragedia que significó para la zona ese desborde de las aguas y su posterior estancamiento. También había visto algunas notas en la televisión y más de un artículo periodístico en los medios gráficos. Hasta ahí el conocimiento general que tenía de una zona que quedaba perdida en algún lugar de la provincia de Buenos Aires. Con todo ese conjunto de piezas desarticuladas empecé a anhelar conocer Carhué y el Lago Epecuén.
Al principio quise viajar sola. Averigüé, pero los costos en base single eran muy elevados. La cantidad de horas de viaje hasta un recóndito lugar de la provincia requería de un ánimo y coraje que no me animaba a enfrentar. Pasó mucho tiempo hasta que finalmente pude hacerme de un compañero de viaje que tenía casi el mismo interés que yo por conocer el lugar.
Sacamos los pasajes y buscamos un alojamiento económico. Los hoteles que tenían correo electrónico y página web tenían tarifas muy elevadas. No habíamos encontrado información de hostels y si bien había camping, no estaba en nuestros planes porque no teníamos el equipamiento necesario. Conseguimos un hotel residencial por una tarifa aceptable. El micro salía por la noche, y tras 8 horas de viaje, estábamos bajando en la terminal de ómnibus que funciona en la vieja estación del tren. Llegamos a Carhué muy temprano. Empezamos a caminar sin un rumbo claro ya que no teníamos muchas referencias y la primera sensación fue la de haber llegado a un páramo deslucido e inhóspito. Nos miramos y casi inmediatamente agregamos "Carhué... Car-hué... ¿qué hacemos en Car-hué?" Cada vez que mencionaba la intención de viajar a Carhué, me preguntaban qué era eso, donde quedaba, qué había. Cuando mencionaba la inundación y las ruinas de un pueblo, la respuesta siempre era la misma. Un irónico "Ah, mirá qué interesante", o un resignado "Bueno, si a vos te gusta..." Era increíble estar en ese lugar, haber hecho tantas horas de viaje para llegar a un sitio poco conocido y sin demasiado atractivo. Y en el fondo, era un preguntarse, ¿valía la pena la inversión de tiempo y dinero en un destino como este?
El check in en el hotel era a partir de las 10 de la mañana, pero ya por teléfono la dueña me había adelantado que si llegaba antes, podía ir antes al hotel. Había unas quince cuadras entre la terminal y el hotel, quizá menos, pero dimos algún rodeo. Pasamos por la Oficina de Turismo aprovechando que el alojamiento quedaba a la vuelta. Nos asesoraron sobre las actividades que podíamos realizar y nos informaron que podíamos alquilar bicicletas a un precio que nos pareció muy conveniente. Después de eso, nos dirigimos al hotel.
Nos recibió la dueña. Estaba sentada detrás de un escritorio de madera lleno de papeles y un libro de registro. Nada de computadoras. Era un hotel pequeño, no tenía muchas habitaciones. Nos registró, nos dio algunas indicaciones y nos invitó a pasar a la habitación. Por las fotos que había encontrado en internet, sabía que tenía una decoración bastante kitsch. Pero la realidad fue todavía más impactante.
Hasta el mes de marzo, y desde hacía 35 años, el albergue había funcionado como hotel termal. Pero los costos de mantenimiento y del agua termal eran excesivos y decidieron suprimir ese servicio. La dueña se llama Olga, pero entre nosotros decidimos llamarla Mirtha porque nos remitía a la diva de los almuerzos. Tenía ojos claros, cabello claro, corto, y peinado con un jopo que parecía modelado a fuerza de spray. Llevaba vestimenta elegante, o no tanto, pero sus modos delicados transmitían eleganccia. Era viuda. Su marido había fallecido hacía unos pocos años y ella seguía encargándose del hotel, a veces con ayuda de sus hijos, que no tenían demasiado interés en el negocio. Para ella, en cambio, no se trataba sólo de un trabajo, era una forma de mantener un proyecto que habían llevado adelante con su esposo, una forma de mantenerse ocupada y activa y de interactuar con gente proveniente de diferentes lugares.
Luego de la recepción, se pasaba por una sala que tenía sillones, un hogar que permanecía encendido todo el tiempo, muebles que acusaban varios años, adornos de cerámica y porcelana y plantas artificiales por todos lados. Quizás el único vestigio de modernidad era el plasma que lideraba la sala. Un pasillo, que también estaba decorado con figuras de cerámica, algunas incluso no ocultaban haber sido víctimas de alguna rotura y exhibían sus heridas no disimuladas por el pegamento, conducía a otra sala con sillones de tapizado en tela trabajada, mesas ratonas, aparadores, flores de plástico, plantas artificiales, botellas de bebidas alcohólicas, vasos de cristal, más adornos, muchos, de cerámica, de mimbre, con flores, fotos, posters. Frente a esa sala, se encontraba la habitación que nos habían asignado.
El recinto era bastante anticuado. Acolchado de raso, espejo al estilo Blancanieves, florero con flores artificiales, un ropero con varios compartimentos y con claros indicios de humedad, mesitas de luz con veladores rústicos, una tele de 20 pulgadas a tubo que se ubicaba sobre una mesa redonda en un rincón de la habitación. Claramente no había WiFi y tampoco suficientes enchufes. Lo que sí había era un baño pequeño, muy pequeño, paredes que se descascaraban a causa de la humedad y hasta hormigas salidas de grietas que se abrían entre el zócalo y la pared a ambos lados de la puerta. No nos molestamos en quejarnos por su presencia, era evidente que le habían puesto veneno por lo cual, tanto la dueña como las encargadas de la limpieza sabían de su existencia. Las toallas y toallones eran extra delgadas y claros signos de desgaste.
Era lo mejor que habíamos conseguido por un precio bastante accesible. Además incluía desayuno, una infusión con medialunas y jugo servidos en un desayunador que daba a la calle y que conservaba la misma estética kitsch del resto de la casa. Por las mañanas, Olga, o Mirtha, para nosotros, aparecía en el salón para supervisar y vigilar que todo estuviera en orden. Era una aparición breve, e inmediatamente se retiraba a ocupar su puesto en la recepción. A veces, antes de irnos, hablábamos con ella unos minutos. Nos preguntaba cómo nos había ido, o qué pensábamos hacer, nos daba sus recomendaciones y nos contaba algunas anécdotas. Cuando nos contaba la historia del hotel y recordaba a su marido, la mirada quedaba como perdida en algún rincón del tiempo. Después, como si volviera a la realidad, nos dejaba en libertad de acción.
El primer día fuimos a recorrer la plaza, tomamos algunas fotos, y nos dejamos tentar por un cartel que había en la vidriera de la Panadería La Francesa. "Hoy chipá", rezaba. Suficiente. Entramos, compramos un cuarto. Fuimos a desayunar al ACA (Automóvil Club Argentino), y más tarde volvimos por más de esos pancitos de queso para tenerlos como provisiones. Estaban exquisitos y muy económicos. Después, nos dirigimos hacia la Oficina de Turismo, alquilamos dos bicicletas y nos encaminamos a concretar nuestro plan de visitar: el Lago Epecuén, la Villa, y el Centro de Interpretación.
Subimos por la Avenida principal y a poco de andar, llegamos al Lago. Nos asombró el paisaje. Tomamos fotografías, cada uno las suyas, sin intercambiar demasiadas palabras. Es que el lugar nos había dejado inicialmente sin habla. A medida que nos acercábamos al lago y observábamos a su alrededor una mezcla de sensaciones se agitaba en nuestro interior. Fue como descubrir una belleza exótica, inigualable, en medio de tanta desolación y tristeza. Una máxima que parecía susurrar que  lo bello puede ser aún más bello, inclusive en medio de la tempestad.
Un lago de aguas saladas, una arenilla salitrosa húmeda por momentos, movediza, poco firme. Árboles desnudos que permanecen de pie exhibiendo la tez blanca que recubre su fisonomía, mudos testimonios de una tragedia a voces. Un Cristo que da la bienvenida a una escenografía confusa, tétrica, espeluznante y bella a la vez. Un silencio sepulcral que antecede al sendero que lleva precisamente hacia el último descanso de algunos cuerpos abandonados por su alma. El camposanto que exhibe sus ruinas, que son algo así como la desgracia después de la desgracia. Al trágico destino de la muerte se sucede luego la devastación que deja al descubierto la fragilidad material que recubre los cuerpos, los símbolos de fe, las creencias. Todo está resquebrajado, arruinado, roto. Como un emblema de la desidia, del abandono, del olvido. Y al mismo tiempo la persistencia de un espacio que obliga a recordar. Que atrae en un doble juego de luces y sombras. Una paz inquietante, un nerviosismo que relaja. Incomodidad. Fotografiar o no fotografiar. Fotografiar.
Retomamos la senda con nuestras bicicletas. A lo lejos descubrimos unos flamencos que estaban cercanos a la costa y quisimos ir a su encuentro. Nos acercamos todo lo que pudimos en bicicleta, luego las abandonamos por un rato procurando avanzar a pie. Las zapatillas se hundían un poco sobre ese suelo incierto. Daba un poco de temor. Había leído un cartel que indicaba que había que evitar desplazarse por zonas donde el suelo se mostrara frágil ya que no se podía garantizar su firmeza. Estábamos en pleno avance cuando las aves rosadas parecieron adivinar nuestra intención, y sin dudarlo tomaron vuelo y se escaparon hacia otro sector del lago.
Volvimos a la senda. Fuimos bordeando el lago pretendiendo captar con nuestras retinas todo lo que se descubría a nuestro alrededor. En su mayoría el camino era de ripio, aunque en algunos tramos íbamos a encontrar asfalto. El paisaje no dejaba de asombrarnos. Los árboles con su presencia dibujaban postales increíbles. Aquella era toda una demostración de que efectivamente los árboles mueren de pie.
Hicimos una parada obligatoria en El Matadero. El edificio, en ruinas, es obra del Arquitecto Salamone, el mismo autor del Cristo que se encuentra frente al lago, y del edificio municipal y que también fue el responsable de algunas construcciones monumentales similares en distintos puntos de la provincia de Buenos Aires. Es uno de los atractivos de la zona, y nosotros no podíamos dejar de ser parte de ese deambular turístico que busca de fotografías de ese lugar.
En el trayecto hacia la Villa Lago Epecuén, que está ubicada a unos 6 kilómetros de Carhué, pasamos por algunas playas. Seguimos de largo, y cuando ya estábamos en la puerta de acceso a las ruinas, decidimos seguir de largo, avanzar el kilómetro de distancia necesario para llegar al Centro de Interpretación y visitarlo en primer lugar. En el camino transitamos por una calle arbolada donde pudimos observar diversas aves y un verde intenso en los extensos campos que se desplegaban a ambos lados del camino. Al llegar a la antigua estación del tren de Lago Epecuén, donde funciona el Centro de Interpretación, nos entretuvimos tomando fotos del andén, el nomenclador y de un rebaño de ovejas que paseaba por el lugar.

Fotos, paneles con información, objetos rescatados de las ruinas, formaban parte de la colección. También había una sala donde se proyectaba un video. La Villa Lago Epecuén había sido fundada durante la segunda década del siglo XX. Fue un pueblo turístico que creció a orillas del lago, cuyas aguas -que dicen que tiene una salinidad similar a la del Mar Muerto- lo llenaron de dinamismo pero que también fueron las que lo sepultaron. Hoteles termales de gran categoría, salones, avenidas, lujo y confort fueron los argumentos para que miles de turistas se congregaran en forma masiva en esa pequeña localidad pampeana.
Era como un pequeño paraíso, una burbuja que estalló en 1985, cuando las fuertes crecidas provocaron una gran inundación y motivó que el pueblo entero quedara varios metros bajo agua. Sólo con el paso del tiempo, el cauce fue retrocediendo dejando al descubierto las ruinas de lo que fue una época de esplendor.
La zona volvió a convertirse en un centro de atracción para los turistas al convocar a los viajeros a visitar las huellas de aquel pasado. El pago de un bono contribución para acceder a la Villa, incluye la visita al Centro de Interpretación. Es mucha la gente que se acerca a conocer el lugar, la belleza de su paisaje, su historia asombrosa, y las propiedades de sus termas tanto en los hoteles como en la pileta del camping municipal.
La recorrida por Carhué, el Lago, y el trayecto hacia y dentro del Centro de Interpretación, nos llevó tanto tiempo que decidimos dejar la visita a la Villa para el día siguiente. Al otro día, volvimos a alquilar las bicicletas, y fuimos directamente a las ruinas. Fue como entrar en una zona de destrucción masiva. Como si se tratara de una guerra feroz, lo único que quedaba en pie eran ruinas. Escombros, desolación, tristeza, escalofrío, desazón, nostalgia, sorpresa, asombro. Una mezcla de sentimientos tan intensa que es casi imposible imaginar cómo toda una población crecida a orillas de las bondades del lago, pudieron haber desaparecido bajo las aguas durante tanto tiempo y sólo con el paso de los años dejar fluir las huellas de los destellos pretéritos.
Las mismas calles que llevaban los nombres de las principales arterias porteñas, que veían el transitar de sectores de alcurnia, ahora ven el trajinar atónito de las personas entre los montículos de edificios de antaño. La Avenida principal, las calles laterales, un recorrido simbólico que lo único que muestra es el derrumbe de una época.
Algunos letreros indicadores muestran fotos de antes, anuncian con alguna foto el valor histórico y las referencias. Salones, confiterías, hoteles, capilla, todo está señalizado. También está marcada con una referencia la casa donde se filmó la escena que tanto me había impactado del filme de Solanas. El paisaje es extraño, y hay algo como una belleza exótica que fluye por todos lados. Las dos caras de una misma moneda. Las imágenes de la película El Viaje vuelven a aparecer. Y casi podría percibirse como si de otro filme se tratara a la gente huyendo del lugar, lo doloroso de la situación, el desvanecimiento de los sueños, proyectos, ilusiones. Al mismo tiempo es imposible no reflexionar sobre las causas y los efectos, que así como subieron, las aguas volvieron a bajar, que aquello que antes era un lugar de turismo exclusivo, vuelve a reinventarse propiciando el movimiento de gentes a partir de los resabios de lo que fue y ya no será.
La Villa puede recorrerse en bicicleta, moto o a pie. Otros vehículos tienen que permanecer en el estacionamiento. Recorrimos las ruinas de punta a punta con nuestras bicicletas. Cada lugar tenía algo que llamaba la atención. Marcos de puertas y ventanas que permanecían esbeltos sobre los escombros, escaleras que no conducían a ningún lado, objetos que habían sido separados adrede. Un inodoro, botellas, una cocina. Algún que otro calzado. Restos de algún automóvil. Destrucción. Para donde se mire, la sensación era la de la destrucción. ¿Y esto lo hizo el agua? Sí, lo hizo el agua. Pero no sólo el agua, la desidia, la falta de previsión, también fueron parte.
Un pueblo fantasma que lejos de asustar, atrae. Moviliza. Genera contrastes. En las aguas del lago abundan patos, gaviotines y algún que otro flamenco. Mirtha nos había comentado que en la época de verano, cuando nacen los pichones, la población de flamencos rosados es infinita. Un espectáculo aparte. No estábamos en la época adecuada, pero sin embargo, era lindo verlos de tanto en tanto, aunque sea de lejos. Un zorrito gris asomó de entre unos escombros, cruzó la calle y fue a perderse entre los escombros de la vereda opuesta. Vida, en los escombros también hay vida. A pesar de que los árboles se muestran estáticos, funestos, inertes, sin indicios de vitalidad, más bien todo lo contrario, aún así hay vida.
Las crónicas en más de una ocasión hablaron de Pablo Novak, el único habitante de la Villa Lago Epecuén. Tenía todas las expectativas de hablar con él y escuchar sus historias. Sobre todo porque Mirtha ya nos había dicho que se trataba de un hombre al que no había que creerle demasiado. Muchos de los datos que daba, o las historias que contaba, no tenían correlato con la realidad. Nosotros no lo sabíamos, sólo teníamos el dato de que era el único habitante. Ella confirmó eso, dijo, "sí, no vive ahí donde están los escombros, si no que su casa está en un terreno lindero, pero efectivamente es la única persona que vive allí". No lo encontramos. O sí, lo encontramos pero no advertimos que era la persona que buscábamos.
El primer día. poco antes de pasar por la Villa, vimos un viejo rastrojero estacionado a pocos metros del camino. El vehículo antiguo, un señor mayor canoso, un perro blanco y negro echado a su lado, me parecieron una postal muy "nikoneable", como le llamo a todo lo que encuentro ideal para captar con la cámara Nikon. No la tomé porque implicaba acercarme a pedirle permiso para la fotografía, y ya hacerlo era romper con la espontaneidad de la imagen que se presentaba perfecta para retratar. Al día siguiente, también lo vimos al costado del camino, pero en otro sector, y en el punto opuesto de la ruta. Allí estaba nuevamente el rastrojero, el hombre, y el perro. Hubo una segunda oportunidad, y volvimos a dejarla pasar. Sólo después, cuando ya habíamos vuelto, nos enteramos que él era la persona que buscábamos. Nos quedamos sin la fotografía y sin las historias. "La peor foto es la que no se toma, la no-foto". Y esta fue una no foto, y una no historia.
Esa tarde, sobre las arenas de la playa ecosustentable había un festival de música. Habíamos pensado en asistir, pero la recorrida por la Villa nos cautivó. Volvimos al atardecer. En el camino, el lugar nos despidió con una postal de un lindo crepúsculo. Fue un corolario perfecto para un día y un lugar asombroso.
Por la noche, lo teníamos decidido, iríamos al cine. El cine del pueblo funciona frente a la plaza. Es el cine-teatro español. La sala, nos dijeron que tenía capacidad para mil personas. La película que se proyectaba era la última de Darín. La función estaba programada para las 22, y para obtener las localidades había que adquirirlas un rato antes. El precio, era irrisorio. Nos pareció hasta simpático. Pensamos que ir al cine del pueblo era una excelente opción, porque era como un ritual, la única opción disponible de filme, el único horario, las butacas sin numerar. No había mucho por decidir. Y el pochoclo servido en una bolsita de papel de tamaño justo, no muy grande, no tan pequeño, recién hecho, y a un módico precio de 12 pesos. Nada podía ser tan fantástico. Ya Mirtha nos había anticipado que en Carhué había mucha vida nocturna. De hecho, nos dijo que la vida era más noctámbula que diurna. Nos dijo que los locales bailables y pubs solían estar abiertos hasta muy tarde. Pero nosotros estábamos muy cansados para comprobarlo.
Al otro día, era el de la despedida. En general, para visitar Carhué, con dos o tres días es más que suficiente. Si no se tiene vehículo, es prácticamente imposible visitar las localidades próximas ya que los horarios de los micros son incompatibles con un buen descanso. En esa población, el gran atractivo es la Villa, el lago y las termas. Cumplida la primera parte, nos abocamos a volver a recorrer la plaza y los edificios principales (el museo, la casa de la última fortinera, el edificio municipal, la Casa de los Intendentes)  y la pileta termal del camping Levalle. Hay una chacra a 15 kilómetros donde se puede pasar un buen rato al aire libre, y otra donde se crían ciervos. No nos daban los tiempos, nos quedamos con las ganas, pero en términos generales, pudimos aprovechar lo suficiente la visita y nos quedamos más que satisfechos con la experiencia que vivimos.
Aquella primera sensación de "Car-hué, qué hacemos en Car-hué?", se había diluido cuando otra vez nos encontramos en la vieja estación del tren esperando al micro que nos devolvería nuevamente a la ciudad de la furia. Nos llevamos paisajes, historia, gente agradable y un cúmulo de sensaciones intensas. Cuando nos pregunten por Car-hué, sabemos que la respuesta va a ser mucho más amplia.





































2 comentarios:

  1. Muy bueno!! gracias por describir mi Pueblo de esta manera!

    Soy de CARHUE ♥ ,El famoso pueblo de "PRIMERA"; que si pones segunda te pasas de largo. ACÁ Todo el mundo te saluda y te pregunta "cómo estás?", y si te colgás charlando en la vereda, enseguida sale mate. Nunca falta el "pasá, pasá", el pueblo donde nunca hay nada, pero si lo miras bien, tiene TODOOOOO.

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    1. Es un lugar realmente hermoso. Con mucha frecuencia noté que todos hacían énfasis en el valor de la palabra empeñada. De hecho, tuve mi reserva sin necesidad de hacer un depósito previo. Todos muy amables. Sentís que el otro confía en vos, y eso es muy bueno. Con gusto hubiera pasado a tomar mates a tu casa!

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