Me habló de lo difícil que le había resultado este año. Se separó de su marido, el mismo con el que se había casado apenas tres años atrás, luego de cuatro años de noviazgo. Me dijo un poco resignada y un poco dolorida, "duramos casados menos que de novios". Vi su tristeza. Inmediatamente agregó que no habían pasado dos meses, y su flamante ex marido ya estaba saliendo con otra mujer, también vecina del lugar. Entonces vi que además de tener el corazón roto, también había un componente de vergüenza social que la hacía sentir aún más triste.
Me dijo, "aquello de pueblo chico, infierno grande, es así". Imaginé el Gran Hermano observándote todo el tiempo, y pensé en una rutina complicada. Tiempo después, en otro pueblo chico, una joven me confirmaba la experiencia anterior. Aseguró que el tema de los ex era todo un tema. "Acá no podés decir, bueno, no quiero verte nunca más en la vida, porque te lo cruzás en todos lados". Además, hay ojos observándote todo el tiempo.
"Si vas a un boliche y tomaste un poquito de más, seguro alguien al otro día te lo va a recordar. Todos saben dónde estuviste, con quién estuviste, qué hacés, qué dejás de hacer. Es inevitable".
Eso me hizo pensar mucho sobre la vida en los pequeños pueblos. Tienen sus aspectos idílicos, pero también pueden ser un infierno. Nada que ver con el anonimato de las ciudades y su ritmo vertiginoso. ¿Punto para las ciudades?
En otra ocasión, durante un largo viaje en micro, me hablaban de las diferencias entre una mega ciudad y otra más pequeña. Lo primero que surge, es la cuestión de los valores. Y es cierto, en pequeños pueblos o ciudades el valor de la palabra cobra una relevancia que no se encuentra con facilidad en las urbes. Entre otras sorpresas se encontraban, que en las grandes ciudades la gente no es tan amable, anda siempre apurada, no se detiene a reparar en el otro. "Nosotros tenemos otro rimo. Trabajamos con horario cortado con lo cual dormimos una siesta, almorzamos más tranquilos. Si alguien necesita ayuda, estamos dispuestos a explicar. Nos conocemos todos, y si hay alguien a quien no identificamos, con más razón tratamos de ayudarlos".
Me había tocado estar en los dos extremos que me mencionaba. En el ritmo vertiginoso, en el cuidado si te preguntan algo porque te pueden querer robar, y también en algunos pequeños pueblos solicitando la ayuda de los lugareños. Conocía acerca de lo que me hablaban. Me contaron de lo sorprendente de las personas durmiendo en el transporte público, en la calle, o mendigando en condiciones extremas, lo llamativo de tener que abrir la billetera casi a escondidas, no poder utilizar libremente el celular o que las personas llevaran sus mochilas o carteras hacia adelante. "No estamos habituados a eso", me dijeron. Y pude visualizar ese panorama tan común en las ciudades que ya nadie ve o quiere ver.
Todos se conocen, todos se ayudan. Nadie se conoce, todos actúan con indiferencia. Dos caras opuestas de una misma situación según se trate de un pueblo chico o una ciudad grande. Todos están al pendiente de lo que hacés en cualquier caso. Aunque en las ciudades parezca que nadie observa, siempre hay ojos que todo lo ven, sobre todo con una mirada prejuiciosa.
Son ritmos de vida distintos. La dinámica pueblerina tiene un andar más lento, la de las ciudades. más vertiginoso. Pero a esas pequeñas poblaciones uno va en busca de un poco de esa tranquilidad, de ese estilo modalidad slow tan diferente al propio. Sucede, también es cierto, que cuando luego de una temporada en las grandes ciudades, el visitante oriundo de un pueblo o ciudadela termina por contagiar ese acelere que sólo desaparece cuando se vuelve a las fuentes. Es que según otro refrán, uno se acostumbra a todo. En las grandes ciudades la palabra, el respeto, la solidaridad, la confianza, la generosidad, la amabilidad, parecen joyas cada vez más en desuso. En los pueblos pequeños son grandes valores que están en vigencia y que está muy bien conservar. La contrapartida es el lado B... con B de bueno, ¡nada es perfecto!
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