jueves, 29 de octubre de 2015

[‪#DIARIODEVIAJE‬] El viaje revancha: Trevelin. Capítulo 4

Los galeses marcaron una impronta muy fuerte en la provincia de Chubut. Desde la llegada a la zona de Puerto Madryn hasta que fueron internándose tierra adentro y estableciéndose en los valles de tierra fértil. La rigurosidad del clima y la inmensidad solitaria de la estepa mostraron primero su cara más hostil. Después, los inmigrantes fueron encontrando terrenos más aptos y fijaron allí sus colonias. Pueblos como Trelew, Gaiman, Dolavon entre otros, conservan el sello de la historia que construyeron los galeses. Más cerca de la cordillera, Trevelin es el bastión de los migrantes que llegaron desde más allá del Atlántico.
De Trevelin me interesaba conocer su Museo, volver a visitar una casa de té galés, la Reserva de Nant y Fall pero esencialmente me interesaba el campo de tulipanes que es una de las postales más difundidas de la localidad chubutense. Con esa intención destiné un día a visitarla.
El colectivo regular pasa cada hora aproximadamente. Lo tomé alrededor de las 9 de la mañana. Pagué los 19 pesos del pasaje, me senté en un asiento individual y perdí mi vista en el paisaje que se presentaba frente a la ventanilla. Sesenta minutos más tarde, estaba descendiendo en la rotonda donde se encuentra la Oficina de Turismo.
La dependencia recién abría sus puertas. O al menos eso parecía. Quizá daba esa sensación por la escasa afluencia de consultas, por la mañana y en temporada baja. Me facilitaron un mapa y me indicaron que la mejor opción era contratar los servicios de excursiones en alguna agencia o un remis que me llevara, me esperara y me trajera de regreso. Ambas alternativas escapaban a mis posibilidades. La oferta se resumía en la visita al Museo, después de las 10 de la mañana, pagando un bono contribución de 40 pesos, a pocas cuadras de allí, la visita a las cascadas a 17 kilómetros por camino de ripio, el molino harinero, o la Represa de Futaleufú, a 18 kilómetros por ruta asfaltada. El campo de tulipanes, me explicó, quedaba justo frente a la Reserva de Nant y Fall.
La época de los tulipanes es a fines de octubre, y con lo fresco que se presentó la temporada invernal, el pronóstico dice que el florecimiento de los tulipanes sería más tardío. Aún así tenía ganas de visitar el campo y hablar con los dueños de la chacra. Sin embargo, mis expectativas se derrumbaron ante la imposibilidad de llegar. El empleado de turismo me había dicho que no había mucha circulación de vehículos por esa zona, por lo cual tenía que ir con una agencia, si es que tenían viajes programados (que no los tenían) o en remis. Desestimó la iniciativa de la bicicleta ya que me dijo que unos tres kilómetros antes de llegar hay una subida muy pronunciada que había que hacer a pie con la bicicleta al lado, y que al regreso tendría que tener mucha destreza en la bajada para no terminar derrapando contra el ripio. Desistí.
Con un panorama bastante reducido del que tenía planificado, me dirigí hacia el museo. Funciona en el edificio de un viejo molino harinero. No había nadie más visitándolo. Recorrí sus salas distribuidas en tres plantas. Había piezas de la vida cotidiana, maquinarias de campo, objetos tradicionales y de lujo y muchas fotos de los pioneros. En las pantallas presentes en cada sala, se podía obtener información de la historia de los galeses. Fue una buena opción para conocer más acerca de las raíces del lugar.
Después, recorrí a pie algunas de las calles. Encontré casas modestas, simples, de una o dos plantas como máximo, calles céntricas dominadas por el andar tranquilo de los pobladores. Me detuve en la estación se servicio a tomar un café, y permanecí un rato contándole mis impresiones a mi diario de viaje. Luego, resolví ir por una bicicleta, aunque no estaba muy segura de poder con el pedaleo en esa geografía de altibajos.
La agencia Gales al Sur, a escasos doscientos metros de la Oficina de Turismo, además de realizar excursiones, venta de pasajes, también alquila bicicletas. Entré, y el chico que atendía estaba en plena tarea de preparación del mate. Una vez que estuvo listo, me dedicó muy amablemente todo el tiempo necesario para resolver mis dudas. Definitivamente me dijo que si no estaba muy fuerte en el terreno de ripio, ni intentara ir a la Reserva y campo de tulipanes. Me recomendó, en cambio, visitar una laguna a cinco kilómetros del pueblo, y luego continuar por el circuito que los pobladores locales utilizan como senda aeróbica, y me dijo que si me animaba, podía ir hasta la represa de Futaleufú. No sabía hasta dónde podría ir, ni qué hacer, pero por lo pronto, quería intentar recorrer un poco más de ese lugar en bicicleta.
Los cinco kilómetros que había hasta la laguna no me parecieron demasiados, y quería conocerla ya que el chico me había dicho que era un lindo lugar, aunque no estaba en el mapa turístico. Tanto fue verdad que no era turístico, que pasé de largo con la bicicleta, sin divisar el ingreso. Seguí de largo bordeando el Río Percy, hasta que concluí que ese camino era demasiado extenso y que en el horizonte no se divisaba ninguna laguna. A lo lejos vi venir a un hombre. Me acerqué hasta él, le pregunté, pero desconocía la laguna. Evidentemente mi presencia en ese lugar le dio curiosidad y empezó a hacerme preguntas. De dónde era, si estaba de vacaciones, qué andaba haciendo, hasta cuándo estaba, qué hacía en Buenos Aires, y demás. Tantas preguntas me hicieron desconfiar. Un viejo vicio citadino que tengo muy arraigado en mí. Me vi sola, en una ruta desértica con un hombre desconocido y una bicicleta que no era mía. En algún momento, el hombre me había dicho que venía caminando de lejos porque había ido a ver un trabajo. Le dije que me iba porque tenía que hacer un largo trecho y en subida, y me dijo "imaginate yo que tengo que hacerlo caminando". En un instante de desconfianza suprema, me imaginé despojada de mi bicicleta y casi salí huyendo. Luego lo pensé un poco y me sentí un poco avergonzada por mis prejuicios. Vivimos tan mal en la ciudad, que cuesta desacostumbrarse a desconfiar de todo y de todos.
En el regreso, pude ver que efectivamente había un camino de ripio que se desprendía de la ruta y serpenteaba entre unas casitas pequeñas. Avancé por allí hasta que vi una subida muy pronunciada y desistí de la aventura. Volví a la ruta y busqué el camino que me llevaba a la ruta hacia la Represa de Futalaufquen. No sabía si era capaz de llegar o no, pero al menos quería intentarlo.
Así como desconfié del hombre, también desconfié de mi misma. Ya en la ruta camino a la represa veía una senda con elevaciones que se prolongaban largamente y luego descendían también largamente. Desconfiaba a cada pedaleada sobre si avanzar o no. Me fijaba metas, hasta aquella construcciòn, hasta aquella curva, si después de la curva veo que se complica, vuelvo. Y así fui avanzando lo más que pude. Intenté desde el inicio sólo disfrutar del paseo. Tenía una meta, visitar la represa, pero si debía abandonar la empresa, no me preocupaba. Me importaba más disfrutar del paseo, el paisaje, bicicletear tranquilamente por una ruta a cuyos costados se desplegaban campos extensos destinados a la cría de ovejas y a algunos cultivos.
El clima ese día estaba bastante variable. Por momentos había sol, luego se nublaba y una brisa constante, a veces más intensa, otras menos. Con el correr de los minutos la nubosidad fue aumentando y el sol ocultándose en la densidad de los copos de algodón. Ya estaba cansada, presentía la cercanía de la represa pero no tenía ninguna indicación clara. No sabía dónde estaba, cuánto había pedaleado ni cuánto me faltaba. Llegué hasta un sitio donde se veía un espejo de agua, y me sentí muy cerca de mi destino, pero fue cuando las curvas y contracurvas se hicieron más frecuentes. Le pregunté al casero de unas cabañas que milagrosamente estaba allí, ya que pràcticamente en todo mi recorrido no me había cruzado con nadie, y me dijo que faltarían unos dos o tres kilómetros. Avancé uno aproximadamente, pero fue cuando me detuve. Pasaban muy pocos vehículos por ese camino, ya había comenzado a chispear, no tenía señal en el teléfono ni para pedir socorro. El chico de la agencia me había dicho, si tenés algún inconveniente o si estás muy cansada, llamame y te vamos a buscar. No había forma de avisarle a nadie dónde estaba ni en qué circunstancias en el caso de que algo me sucediera. Fue por eso que desistí. Estando ahí nomás, planté bandera blanca.
La vuelta fue un poco lenta, costosa. Ya había pedaleado mucho y me faltaba un largo, largo trecho. Deshice todo el camino, y en algunos tramos me bajé y caminé con la bicicleta al lado. Por momentos sentía que no podía dar un paso más. Especulé con la idea de que quizá pasara alguna camioneta que pudiera llevarnos a la bici y a mi de regreso a trevelin, pero los pocos que pasaban eran autos pequeños o vehículos sin espacio para nosotras. No me quedó otra que regresar como pude.
Nuevamente la visión de los campos con casitas pequeñas pero que parecían postales encantadoras, sus ovejas expresando sus balidos, las bandurrias haciéndose notar por aquí y allá, el verde del pasto, las montañas a lo lejos y una brisa que enfriaba, me sentí parte de ese paisaje y no pude menos que una vez más agradecerle al universo su generosidad.
Necesitaba mucha energía para el regreso. El chocolate que me acompañaba tenía todavía unos cuantos cuadraditos, pero sólo utilicé uno, era una recompensa para que me diera una dosis de impulso. Llegué a Trevelin con un poco de margen para recorrer algo más del centro urbano. Lo primero que visité fue la iglesia Bethel, una construcción rústica que permanece cerrada salvo los momentos en los que hay reunión. Es un templo antiguo que forma parte del patrimonio de la ciudad. Después pasé por el hospital, la municipalidad, la iglesia principal y me encaminé a devolver la bicicleta.
Cuando llegué al local de Gales al Sur, Marcos me preguntó qué tal mi paseo, y le relaté mi serie de desencuentros. "Al final, no llegué a ningún lado", le dije. En ambos casos expresó su pesar por haber estado tan cerca de la laguna, y tambièn de la represa, y no haber llegado. Cuando llegó el momento de pagar, no me quiso cobrar. Me dijo, "esta vez no, vení en el verano a alquilar una bicicleta, lo vas a disfrutar mucho más".  A pesar de mi insistencia, no hubo caso. Le agradecí su generosidad y me fui con la idea de volver. Me costó tanto volver a estar otra vez en ese suelo, que no había pensado en una tercera vez, pero el chico de la agencia me dejó la inquietud dando vueltas en mis planes.
La siguiente meta en Trevelin era tomar el té galés. Hay dos casas de té tradicionales. En su momento había ido a la que quedaba sobre la calle principal, esta vez planeaba hacer lo mismo. Me encontré con que ya no era como la recordaba, estaba aggiornada, más amplia, y bastante diferente en cuanto a la calidez con la que recordaba mi primera visita. El precio me pareció elevado, y pensé que no me iba a sentir cómoda en una mesa sola rodeada con una bandeja de tortas. La dueña del local me describió la bandeja contándome que servían cuadrados de varias tortas, un bizcocho con manteca y tostadas. Desistí, todo era demasiado. Salí de allí y compré en la panadería unas masas muy ricas que apenas me costaron el 10% de lo que costaba el servicio de té. Despuès me fui a esperar el colectivo y una hora más tarde estaba nuevamente en Esquel. Cansada, destruida, diría, pero satisfecha con el desarrollo de la jornada y por recibir una vez más una caricia de espontánea generosidad.







domingo, 25 de octubre de 2015

[‪#DIARIODEVIAJE‬] El viaje revancha: Esquel - P.N. Los Alerces. Capítulo 3

El Parque Nacional Los Alerces era otro de los objetivos de mi viaje. Es un lugar del que tenía lindos recuerdos. Lamentablemente los incendios del mes de marzo arrasaron muchos de sus bosques. Saber cómo se encontraba el Parque era algo que me generaba curiosidad. Por lo mismo, también quería conocer Cholila, algo que me fue imposible por la falta de viabilidad horaria en los medios de transporte disponibles desde Esquel o desde El Bolsón.
Si no se tiene vehículo, se dificulta bastante la posibilidad de recorrer largas distancias. Combinar horarios con rutas es toda una odisea. A veces son trabas insalvables para conocer ciertos lugares. Las excursiones contratadas por agencia suelen ser la opción más utilizada para conocer esos destinos, aunque los precios en ocasiones se vuelven excesivos.
Mi plan era hacer la visita al Parque en transporte público. Previamente había averiguado horarios y costos. El Transporte Esquel ofrecer un servicio regular que todos los días sale a las 8, con destino a Cholila, atravesando el Parque. La incógnita a resolver era dónde bajarse.  En la Oficina de Turismo me habían indicado Villa Futalaufquen. Me dijeron que allí había algunos senderos y estaba la oficina de Guardaparques. Con esa idea me dirigí a la terminal a tomar el colectivo.
Me habían dicho que el micro salía muy puntual, así que llegué casi corriendo pasados cinco minutos del horario de partida. Por suerte, ese día el chofer tuvo que hacer un cambio de vehículo, y terminó por demorarse 10 minutos. Al momento de indicarle mi destino, me recomendó que en lugar de bajar en la parada señalada por Turismo, bajara en la de Lago Verde. Me dijo que Villa Futalaufquen tenía algunos senderos pequeños y algunas pinturas rupestres, pero que paisajísticamente era más lindo Lago Verde, y que además la zona de la villa se había visto afectada por los incendios así que no iba a tener muchas alternativas. Más tarde, el guardaparques confirmaría la información. Pagué los 75 pesos del boleto y le pedí que por favor me guiara sobre el lugar en el cual tenía que bajarme. Hizo mucho más que eso, me guió durante todo el camino.
En Villa Futalaufquen paró unos minutos para que consultara con los Guardaparques y pidiera folletería y recomendaciones de los senderos. Me llevé unos sandwiches, fruta y unas galletitas, además de agua, ya que me habían informado que por estar fuera de temporada no había servicios de proveeduría.
Durante el trayecto, el chofer conducía tranquilo. Antes de salir de la ciudad, pasó por una panadería y se aprovisionó de unos panes con grasa que iba comiendo lentamente mientras conducía. Ya en el Parque, el paisaje circundante era simple y sencillamente hermoso. El hombre rutinariamente realiza ese tramo todos los días, y se lo veía contento con su trabajo. Inevitable reflexionar al respecto. Imaginariamente hice la comparación entre el recorrido de ese señor y el que realizo habitualmente para ir a mi trabajo. Pensaba en por qué habiendo tantos lugares tan lindos, y tantas rutinas distintas, uno elige vivir en la ciudad, viajar apretujado en el tren, correr todo el tiempo y estar bombardeado de cosas que lo alejan a uno de lo esencial. También pensaba en lo que me costaba levantarme temprano cada día, mientras que para viajar, conocer distintos lugares el cuerpo respondía mejor y la voluntad era mucho más fuerte. En esos pensamientos estaba cuando el vehículo se detuvo.
El chofer paró en una cascada para que pudiera sacar una foto, luego me hizo bajar en un punto panorámico desde donde se podía observar el Río Arrayanes, y el Glaciar Torrecillas. Finalmente me indicó que tenía que bajar en Lago Verde, donde iba a encontrar el inicio del sendero hacia el puente colgante sobre el Río Arrayanes y los circuitos de caminatas. Pero me dijo que todavía no me bajara, que me iba a dejar dos kilómetros más arriba, desde donde podía ir al Mirador del Lago Verde y que desde allí realizara mi recorrida. Me dijo que si por casualidad, llegaba a regresar antes a Esquel, que le avisara para que no se quedara esperándome, pero que en caso contrario, a las 19:45 podía esperarlo en el acceso a Lago Verde.
Era temprano. El sol estaba tibio. El bosque, húmedo. Con un poco de pereza, empecé a caminar. Árboles enormes, gigantes, chirriaban ante la presencia de una suave brisa. Apenas comencé a internarme en el bosque, el chistido de los pájaros era un desafío constante. Era un juego de escondidas donde tenía a las claras las de perder. Las aves pequeñas, mimetizadas con los troncos, eran difíciles de identificar pero saber que emitían su sonido y no poder visualizarlas me obsesionaba. Después me fui acostumbrando, sabía que no iban a dejarse ver.
Luego de un rato caminando en ascenso, no mucho, solo que la señalización no era del todo clara, llegué por fin al mirador del Lago Verde. Era una vista increíblemente bella. No había nadie. Sólo el paisaje y yo. Desde lo alto se veía el verde intenso del agua, la tibia caricia del sol, a veces atravesada por una leve brisa, las montañas, los árboles. Cómo no sentirse un ser privilegiado, bendecida por el universo, y por un instante, dueña absoluta de un tesoro inigualable, preciado, único. Ahí estaba mi pequeña humanidad sintiéndose parte de toda esa belleza. Los milagros existen.
Un rato más tarde deshice el circuito para retomar la senda hacia el acceso a Lago Verde. Iba muy tranquila y felizmente disfrutando de la experiencia cuando me detuve a mirar una pareja de pájaros carpinteros a los que inútilmente intenté fotografiar. Fue suficiente detenerme un momento para observar las aves, que como una venganza de la naturaleza, un montón de mosquitas comenzaron a molestarme. No lograba espantarlas, hiciera lo que hiciera, me atacaban en masa. No sé qué fue lo que sucedió, pero espontáneamente dejaron de seguirme.
Un letrero indicaba seguir un sendero que conducía a la pasarela del Río Arrayanes. Era el momento de internarse nuevamente entre la humedad, la vegetación, las sombras, y las aves. Llegar al puente colgante era ya una meta en sí misma. Según la indicación, no puede haber más de 20 personas en simultáneo sobre el puente. Tampoco se puede saltar. No había mucha gente, pero las pocas que había, se quedaban buen tiempo arriba del puente. "Cruza el amor, cruza el amor por el puente. Usa el amor, usa el amor como un puente".  Las frases de Cerati vuelan como gaviotas que se depositan en mis pensamientos justo cuando comienzo a transitarlo.  Ejerce cierta fascinación la belleza del paisaje, la adrenalina de un puente colgante y también la posibilidad de perder la vista entre las aguas verdes y encontrarla en las truchas de distinto tamaño que nadan en grupos reducidos.
Apenas cruzado el puente, comienza el camino que conduce hacia Puerto Chucao, desde donde habitualmente salen las embarcaciones que llevan al Alerzal Milenario. Por ese mismo sendero se llega al Lahuán Solitario, un alerce que le hace honor a su nombre, a orillas del Río Menéndez. Siguiendo la huella, se puede dar una vuelta completa para finalizar en el mismo punto donde se inició la caminata.
El Parque Nacional Los Alerces fue creado en 1937 con el objetivo de proteger a los milenarios árboles que le dan nombre. Lo ideal es realizar la visita al Alerzal, pero para eso, es necesario realizar la excursión en embarcación que en temporada baja tiene frecuencia limitada. Si bien en este viaje no iba a poder visitarlo, por lo menos tenía la intención de saludar al ejemplar solitario y completar todo el circuito de trekking que me proponía el lugar. En el Parque hay varios senderos de diferente dificultad, muchos pertenecientes a la Huella Andina, que traza algunas rutas que conectan a los distintos parques patagónicos. Algunos de los caminos estaban cerrados por las condiciones climáticas, o porque estaban reforzando la señalización. Recién para la temporada de verano estarán todos disponibles.
El sendero hacia el Lahuán es interpretativo, hay carteles que dan información acerca de la flora y la fauna. Saludé al solitario árbol y continué avanzando. A poco de llegar a Puerto Chucao, me encontré con un letrero que alertaba que el lugar era hábitat del puma, por lo cual se recomendaba como precaución no circular solo, y otros consejos más como que si te cruzabas con uno tenías que mirarlo fijamente y no salir corriendo. Fui hasta el puerto, pero al momento de continuar el sendero comenzó a preocuparme la idea del puma. Estaba sola. No había nadie y no me imaginaba estar frente a un puma mirándolo fijamente sin salir corriendo. Las personas que me había cruzado en el puente habían optado por quedarse en la playita a orillas del Río Arrayanes. Luego, a lo largo del trayecto no había visto a otras personas. En un acto de audacia llegué hasta el mirador del Glaciar Torrecillas. Era una panorámica de lujo, hermosa. Hubiera querido quedarme un buen rato allí, pero hubo dos cosas que me inquietaban profundamente. Una, la presencia de abejorros que parecían misiles yendo y viniendo todo el tiempo con su sonido amenazante. La otra, la eventual aparición del puma. No quería ser su almuerzo. Ante esa situación, decidí abandonar el circuito y regresar por el mismo camino.
En el regreso me crucé con un par de familias que estaban haciendo su excursión. Dudé si seguirlos, pero desistí. Llegué al punto de partida y un nuevo indicador me señalaba la posibilidad de hacer un nuevo circuito que no tenía indicado en mi mapa y que además recordaba que el guardaparques me había dicho que sólo estaba habilitado el del Lahuán Solitario. Nuevamente la duda y no saber si encarar la caminata o abandonarla sin haberla comenzado. Fue justo en ese momento cuando un hombre, su esposa y su hijo vinieron a mi rescate. El hombre conocía el lugar, era un experto. Me dijo que por ese camino hacía el circuito al revés, y quiso persuadirme para que retomara el camino que ya había realizado para terminar la caminata en el punto donde nos encontrábamos. Le expliqué que había llegado hasta el mirador pero que había decidido regresar porque los carteles señalaban que era el hábitat del puma. Se rió de mi comentario, me explicó que era difícil ver un puma, que esos carteles los habían puesto porque en una ocasión hace como cinco años unos turistas vieron un ejemplar muy dócil por esa zona, pero que ante cualquier eventualidad decidieron poner todas las alertas y recomendaciones. El hombre tenía una gorra de guardaparques, aunque no se presentó como tal y tampoco le pregunté. Sí me habló de su experiencia de un encuentro con un puma en el Parque Nacional Monte León. Luego, me invitó a compartir con ellos parte de la caminata, ingresando por el sendero Lago de las Juntas. Hice un trecho con ellos, y luego nos separamos. Ellos iban a seguir el circuito en camino inverso, y yo me iba a quedar un rato en Puerto Mermoud, sobre el Lago Verde.  Decidí concretar el recorrido hasta el Mirador Torrecillas para concluir el recorrido que había abandonado por culpa del puma.
La caminata me hizo entrar en calor, y una vez más, la técnica de la cebolla me fue de gran utilidad. Terminé pasando gran parte del día en remera manga corta. La jornada se presentaba espléndida. Todo había transcurrido de un modo armónico, ya que ni siquiera había tanta gente en el Parque a pesar de ser día domingo. Me senté en un tronco en la playita sobre el Río Arrayanes y contemplé largamente el paisaje. Cauquenes, gaviotas y algunos patos jugaban a lo lejos entre las aguas mansas que circulaban lentamente. Un martín pescador se detuvo un momento, inspeccionó el paisaje, se sumergió velozmente en el río y se fue con su presa a degustar de su éxito. Asombroso.
Cuando el viento comenzó a soltar brisas más intensas y la tibieza del sol comenzó a bajar, los visitantes iniciaron la retirada. A mí todavía me quedaban unas tres horas para que el colectivo pasara nuevamente por allí. El chofer me había dicho que la parada podía ser en cualquier punto del camino, así que opté por empezar a caminar. Claramente no iba a caminar los 35 kilómetros que el guardaparque me había dicho que había de distancia entre Lago Verde y Villa Futalaufquen, pero pensé en que la caminata siempre era una buena alternativa para disfrutar del paisaje y sobre todo teniendo en cuenta que el clima comenzaba a enfriarse. También tenía la expectativa de que alguien me acercara a la villa, puesto que ese era el único lugar en el que podía encontrar servicios sanitarios y donde la oficina de guardaparques estaba abierta. Pero pasó un vehículo y no me animé a hacer dedo.
Seguí caminando pensando en que la caminata estaba bien, cuando de pronto un enjambre de mosquitas, de las mismas que me habían atacado por la mañana, volvieron a perseguirme. Escuchaba su zumbido cerca de mis oídos, las veía moverse de acá para allá, como si se tratara de una tortura china, no lograba espantarlas. Una me picó en la mano y me di cuenta que no venían en son de paz. Tanto me aturdieron que me obligaron a ser determinante. Al próximo auto que pasara iba a hacerle dedo. Y así fue.
No tenía experiencia en hacer dedo. Las escasas veces que lo había intentado en alguna ocasión había fracasado rotundamente. Pero en esta oportunidad, definitivamente estaban enloqueciéndome. Por fortuna, el primer auto que pasó, me paró. Cuando me preguntaron a dónde iba, les comenté que mi destino final era Esquel pero que básicamente les agradecía si me llevaban hasta Villa Futalaufquen. Inmediatamente me invitaron a subir y me dijeron que ellos iban hasta Esquel y que si quería, me llevaban hasta allí. Por supuesto que acepté. Y fue una grata sorpresa.
Se trataba de un matrimonio grande. Él veterinario, ella ama de casa, y cuidadora de nietos la mayor parte del tiempo. Muy viajados, por lo cual, durante todo el trayecto hablamos largamente de viajes. Me contaron que les gustan los destinos de aventuras, y que después de Esquel, pensaban cruzar a Chile, andar por la carretera austral, y después volver por Los Antiguos, Puerto Madryn, entre otros destinos. Disfruté mucho el viaje que no sólo me permitió conocer sus historias, si no regresar temprano y ahorrar el pasaje de regreso. Nos despedimos no sin antes desearnos éxitos en nuestros respectivos viajes.
El día había sido extraordinario. En principio, la posibilidad de visitar el Parque por mi cuenta, era ya un logro. Después, encontrarme con un escenario espléndido donde había todo por disfrutar. Acto seguido, comprobé la amabilidad de las personas que están siempre dispuestas a ayudar, la familia que me invitó a compartir parte del trayecto con ellos, y luego el matrimonio que me ayudó y me compartió sus historias. Fue otro de esos días intensos con mucho para recordar.















miércoles, 21 de octubre de 2015

[‪#DIARIODEVIAJE‬] El viaje revancha: Esquel - Laguna La Zeta. Capítulo 2 (Cont)

Sabía que el paseo en El Viejo Expreso Patagónico iba a llevarme medio día, así que me pareció apropiado destinar el resto del día a realizar alguna de las caminatas que se pueden realizar a pocos kilómetros del centro de la ciudad.
En mi empeño por redescubrir los viejos lugares de antes y llenarlos de nuevos recuerdos, como en mi viaje anterior a Esquel, esta vez también mis pies me llevaron hasta la Laguna La Zeta.
El sendero comienza a dos kilómetros del centro. Era el horario de la siesta, el sol estaba alto, y yo, que había salido temprano, estaba bastante abrigada. No había salido del éjido urbano, cuando comencé a deshacerme del exceso de abrigo. Era un día precioso. Había una brisa fresca pero el ejercicio y el sol eran argumento suficiente como para terminar en remera de mangas cortas.
Una vez que se inicia el sendero, son tres kilómetros por camino de ripio casi siempre ascendente. Al principio hay algunas casas cercanas, pero luego, un pinar domina el recorrido. Al paso de los vehículos, una estela de polvareda se levantaba con ganas. Además de autos, eran frecuentes las motos y las bicicletas.
Un mirador con una vista de la ciudad y a lo lejos las montañas con los picos nevados y el valle que se prolonga más allá, es el primer regalo al esfuerzo. Un lugar ideal para descansar un rato y entregarse al disfrute del panorama. Después, a seguir el trayecto final hasta dar con la laguna.
El espejo es extenso y está rodeado de montañas que se observan a lo lejos y que se reflejan en el agua. En los bordes, algunas plantas acuáticas escoltan la pasarela hasta el mirador que se interna en la laguna. Se trata de una pequeña reserva local con servicios sanitarios y proveeduría. Las familias se instalan en las orillas a pasar un momento agradable en un bello entorno natural. El lugar también es elegido por los que practican kayak o paseos en bote.
El cielo claro, las montañas, el agua, las aves que habitan el lugar, forman un marco perfecto. El viento es escaso, la visibilidad absoluta. El grito de los teros y de las bandurrias musicalizan un momento único.
Después de permanecer un largo rato sometida a la magia de esa postal, emprendí la caminata de un kilómetro hacia un mirador. El camino serpentea entre pastizales y arbustos para desencadenar luego en un pinar. Allí, un mirador ofrece otra vista de la ciudad. El caserío se despliega a lo lejos entre los rayos del sol y la sombra que proyectan los árboles. Un instante más de recreo antes de iniciar el regreso.
Fue un día de mucha actividad, intenso, rico, pleno. La tibieza del sol me acompaña a desandar el camino. Vuelvo a mirar la ciudad desde lo alto, y me pierdo en el trazado de las calles tratando de identificar los sitios que ya he transitado, y que minutos más tarde, volveré a transitar.