miércoles, 21 de octubre de 2015

[‪#DIARIODEVIAJE‬] El viaje revancha: Esquel - Laguna La Zeta. Capítulo 2 (Cont)

Sabía que el paseo en El Viejo Expreso Patagónico iba a llevarme medio día, así que me pareció apropiado destinar el resto del día a realizar alguna de las caminatas que se pueden realizar a pocos kilómetros del centro de la ciudad.
En mi empeño por redescubrir los viejos lugares de antes y llenarlos de nuevos recuerdos, como en mi viaje anterior a Esquel, esta vez también mis pies me llevaron hasta la Laguna La Zeta.
El sendero comienza a dos kilómetros del centro. Era el horario de la siesta, el sol estaba alto, y yo, que había salido temprano, estaba bastante abrigada. No había salido del éjido urbano, cuando comencé a deshacerme del exceso de abrigo. Era un día precioso. Había una brisa fresca pero el ejercicio y el sol eran argumento suficiente como para terminar en remera de mangas cortas.
Una vez que se inicia el sendero, son tres kilómetros por camino de ripio casi siempre ascendente. Al principio hay algunas casas cercanas, pero luego, un pinar domina el recorrido. Al paso de los vehículos, una estela de polvareda se levantaba con ganas. Además de autos, eran frecuentes las motos y las bicicletas.
Un mirador con una vista de la ciudad y a lo lejos las montañas con los picos nevados y el valle que se prolonga más allá, es el primer regalo al esfuerzo. Un lugar ideal para descansar un rato y entregarse al disfrute del panorama. Después, a seguir el trayecto final hasta dar con la laguna.
El espejo es extenso y está rodeado de montañas que se observan a lo lejos y que se reflejan en el agua. En los bordes, algunas plantas acuáticas escoltan la pasarela hasta el mirador que se interna en la laguna. Se trata de una pequeña reserva local con servicios sanitarios y proveeduría. Las familias se instalan en las orillas a pasar un momento agradable en un bello entorno natural. El lugar también es elegido por los que practican kayak o paseos en bote.
El cielo claro, las montañas, el agua, las aves que habitan el lugar, forman un marco perfecto. El viento es escaso, la visibilidad absoluta. El grito de los teros y de las bandurrias musicalizan un momento único.
Después de permanecer un largo rato sometida a la magia de esa postal, emprendí la caminata de un kilómetro hacia un mirador. El camino serpentea entre pastizales y arbustos para desencadenar luego en un pinar. Allí, un mirador ofrece otra vista de la ciudad. El caserío se despliega a lo lejos entre los rayos del sol y la sombra que proyectan los árboles. Un instante más de recreo antes de iniciar el regreso.
Fue un día de mucha actividad, intenso, rico, pleno. La tibieza del sol me acompaña a desandar el camino. Vuelvo a mirar la ciudad desde lo alto, y me pierdo en el trazado de las calles tratando de identificar los sitios que ya he transitado, y que minutos más tarde, volveré a transitar.















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