domingo, 4 de octubre de 2015

[‪#DIARIODEVIAJE‬] El viaje revancha: Bariloche-Esquel. Capítulo 1

Me dijeron que si comía calafate, volvía. También me habían dicho lo mismo de tomar un sorbo de agua de una cascada en Bariloche. Medio incrédula, pero con muchas ansias de aceptar el desafío y volver a pisar esa geografía, en cuanto fui al negocio de artesanías y recuerdos, compré un frasco de dulce de calafate.
No sé si me gustó mucho. Pero sí me gustó la idea de volver. Y también me gustó saber que esa jalea oscura e intensa que teñía mis tostadas, me trajera el recuerdo de un viaje que quería repetir. Era como prolongar la estadía y sentirme aún parte de ese paisaje.
Una amiga una vez me dijo que tenía que construir nuevos recuerdos, y de alguna manera me propuse deshacer todos los caminos andados y volver a transitarlos de modo que los nuevos recuerdos florecieran sobre las tumbas del pasado. Al principio fue un objetivo tímido, empezar por algún lugar,  y a medida que fui cubriendo algunos casilleros, se fue haciendo cada vez más ambicioso y aún espero volver a los viejos lugares de antes. No faltan tantos, por que además, pude ir mezclándolos con nuevos lugares.
El deseo de volver a Esquel tenía que ver con algunos anhelos incumplidos. Hace mucho, cuando tuve oportunidad de pisar por primera vez ese suelo, tenía  muchas ganas de hacer el recorrido de La Trochita, un auténtico sello de Esquel. En aquella ocasión no hubo coincidencia de fechas, horarios de traslados. Esta vez pude sincronizarlo mucho mejor. Sin embargo, hubo un imponderable que hizo que mis planes quedaran descartados.
Así como me comí el dulce de calafate, también había tomado el sorbo de agua de la cascada. En los últimos tres años volví a Bariloche consecutivamente más veces de lo que hubiera creído alguna vez. Las ocasiones anteriores me habían encantado, fascinado y me hicieron sentirme parte de ese lugar como nunca lo hubiera imaginado. Caminé mucho sus calles, recorrí sus senderos, me maravillé con sus paisajes, puse a prueba mis energías, me enfrenté a mis limitaciones, a mis temores, a mis expectativas. Hasta tuve un momento de tensión e incertidumbre que me hicieron volver apenas había llegado. El recuerdo de esa situación desagradable era lo que más me impulsaba a volver. Recordar las palabras de mi amiga, aquellas que hablaban de construir nuevos recuerdos también martillaban en mi cabeza. No quería que un lugar tan hermoso quedara empañado con recuerdos tristes y llenos de angustia. Así que decidí volver. Tres meses después, otra vez estaba aterrizando en Bariloche.
Los meses del invierno fueron una bisagra que hubo que transitar. Entre los últimos días del invierno y el comienzo de la primavera podría decir que casi había pasado una vida. Increíblemente, estaba volviendo por la revancha. Y por cierto que lo fue. En aquella ocasión me recibió una lluvia intensa que venía de prolongarse por varios días. Esta vez el clima estaba fresco, pero el cielo despejado y al otro día un sol muy brillante me mostraba una buena señal.
Después del desayuno, me tomé el colectivo para ir al Cerro Campanario. En los últimos tres años no había podido visitarlo, generalmente los días que tenía disponibles para esa visita se mostraban con alta nubosidad. La cuarta fue la vencida. Todavía somnolienta empecé la caminata en ascenso a través de un bosque fresco. A medida que iba subiendo, el esfuerzo físico y el brillo del sol hicieron que el frío se disipara. Cuando llegué a la cima, la vista me cautivó. Había estado allí, en ese mismo lugar, hace muchos años. Había hecho el ascenso en la aerosilla pero esta vez no estaba dispuesta a pagar los 140 pesos que costaba el traslado en la silla aérea. Era un viaje de bajo presupuesto, y ahorrarme ese importe me venía de maravillas.
Permanecí un largo rato allí arriba. El sol le otorgaba al paisaje un brillo especial que todo lo iluminaba. Entibiaba un poco la temperatura, atenuando el impacto del viento fresco que soplaba por momentos pero que se sentía más en algunos miradores que en otros. Las fotos no llegaban a dar cuenta de tanta belleza. Yo tenía mi cámara pocket, pero vi otras personas con cámaras más importantes y profesionales que también se sentían frustrados por no poder llevarse la imagen tal cual la estaban observando. Si bien uno quiere retratar el momento para siempre, lo cierto es que lo más válido es poder vivir ese momento.
Para donde mires el paisaje se ve bellísimo. Uno se siente dentro de un cuento de hadas. Un bosque maravilloso, un lugar ideal, y en ese contexto, cómo no sentirse tocado por la varita mágica. En ese lugar que una calabaza se convierta en una carroza de lujo y que una simple mortal pase a ser una princesa rodeada de lujos, es perfectamente verosímil. Es que la magia de la naturaleza se hace palpable y formar parte de ese paisaje es realmente un lujo que se vive de un modo excepcional. Hay emoción en lo que se observa, hay agradecimiento a la vida por poder estar allí y disfrutar de ese momento único.
Recorrí cada uno de los miradores. Reflexioné sobre la inmensidad de la belleza, sobre la pequeñez de las personas, lo fugaz de los instantes, y los secretos artilugios del universo que hacen que en ocasiones, como esa, conspire a favor.
Me senté a mirar el paisaje un largo rato. El viento soplaba con su brisa fresca, muy fresca. Tenía en mi mochila un chocolate que me habían regalado y que decidí que me acompañaría en los momentos placenteros simplemente para saber que todavía podían ser más placenteros. Corté un cuadradito, y lo disfruté enormemente. Pero ante tanto derroche de belleza, por qué iba a privarme de semejante goce, y corté otro cuadradito. Sí, los momentos hermosos, siempre pueden ser más hermosos.
Después inicié el descenso. Tenía que ir hasta la terminal para tomar el micro que me llevaría a Esquel. Era un pasaje que había conseguido gratis con los puntos que había acumulado en los viajes anteriores que hice al Sur. Al retirarlo por la boletería, me dijeron que el coche venía con demoras, así que tuve una hora más para disfrutar el paisaje.
El viaje desde Bariloche a Esquel tiene una duración de cinco horas. Avanzan los kilómetros y el paisaje cambia. De los lagos de aguas cristalinas y los bosques exuberantes, se pasa a la estepa más inmensa y desoladora. A través de la ventanilla veo prolongarse a lo lejos la misma escenografía. La vegetación amarillenta y achaparrada se agrupa acá, allá, en todas partes. Mis pensamientos se detienen en esos pastos duros y en la aridez del clima. Pienso en que uno se adapta a todo, que las circunstancias a veces obligan, en la fortaleza de las plantas para enfrentar la adversidad y sobrevivir a pesar de todo. Pienso en que no son una vegetación bonita, que no hay flores que las resalten, que en su uniformidad no llaman la atención de nadie, que son sobrevivientes. Y pienso en cuántas veces uno actúa como esas plantas. El viento juega con ellas, las empuja de aquí para allá y ellas resisten. La sequedad de la tierra las obliga a adaptarse y obtener como puedan los nutrientes necesarios. La nieve, el sol, la lluvia, el frío, el calor. Y ahí están, adornando un horizonte singular.
Una liebre huye entre las plantas y en su trayectoria me saca de mis pensamientos y me lleva con ella hacia otra dirección. Pienso en lo grande de la superficie, lo extenso de las distancias, en las luchas por el territorio, en la inmensidad de la geografía y en que una simplemente está de paso pero que si quisiera recorrerla toda, me llevaría mucho tiempo. Pienso en las poblaciones que, aunque reducidas, habitan el lugar. Coraje, se necesita coraje para vivir en un lugar así. Pero también pienso en la libertad y en que se vive despojado de muchas cosas, y lo esencial es mucho más simple. Estoy en esos pensamientos cuando adivino algunas ovejas desperdigadas por ahí. Y pienso en El Principito. Su pedido se repite en mi memoria: "por favor, dibújame un cordero". Dejarse llevar por la imaginación y valorar lo simple. Gran lección.
Cuando llegué a Esquel ya la noche estaba cayendo. Estaba bastante fresco, aún así preferí caminar. Trataba de encontrar en mi recorrido lugares que me remitieran a los recuerdos de antaño. Pero básicamente buscaba conectarme con las nuevas sensaciones. Fueron unas quince cuadras las que recorrí hasta llegar al que sería mi refugio por unos días. Por fin estaba en Esquel. El dulce de calafate había cumplido su promesa.


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