El Parque Nacional Los Alerces era otro de los objetivos de mi viaje. Es un lugar del que tenía lindos recuerdos. Lamentablemente los incendios del mes de marzo arrasaron muchos de sus bosques. Saber cómo se encontraba el Parque era algo que me generaba curiosidad. Por lo mismo, también quería conocer Cholila, algo que me fue imposible por la falta de viabilidad horaria en los medios de transporte disponibles desde Esquel o desde El Bolsón.
Si no se tiene vehículo, se dificulta bastante la posibilidad de recorrer largas distancias. Combinar horarios con rutas es toda una odisea. A veces son trabas insalvables para conocer ciertos lugares. Las excursiones contratadas por agencia suelen ser la opción más utilizada para conocer esos destinos, aunque los precios en ocasiones se vuelven excesivos.
Mi plan era hacer la visita al Parque en transporte público. Previamente había averiguado horarios y costos. El Transporte Esquel ofrecer un servicio regular que todos los días sale a las 8, con destino a Cholila, atravesando el Parque. La incógnita a resolver era dónde bajarse. En la Oficina de Turismo me habían indicado Villa Futalaufquen. Me dijeron que allí había algunos senderos y estaba la oficina de Guardaparques. Con esa idea me dirigí a la terminal a tomar el colectivo.
Me habían dicho que el micro salía muy puntual, así que llegué casi corriendo pasados cinco minutos del horario de partida. Por suerte, ese día el chofer tuvo que hacer un cambio de vehículo, y terminó por demorarse 10 minutos. Al momento de indicarle mi destino, me recomendó que en lugar de bajar en la parada señalada por Turismo, bajara en la de Lago Verde. Me dijo que Villa Futalaufquen tenía algunos senderos pequeños y algunas pinturas rupestres, pero que paisajísticamente era más lindo Lago Verde, y que además la zona de la villa se había visto afectada por los incendios así que no iba a tener muchas alternativas. Más tarde, el guardaparques confirmaría la información. Pagué los 75 pesos del boleto y le pedí que por favor me guiara sobre el lugar en el cual tenía que bajarme. Hizo mucho más que eso, me guió durante todo el camino.
En Villa Futalaufquen paró unos minutos para que consultara con los Guardaparques y pidiera folletería y recomendaciones de los senderos. Me llevé unos sandwiches, fruta y unas galletitas, además de agua, ya que me habían informado que por estar fuera de temporada no había servicios de proveeduría.
Durante el trayecto, el chofer conducía tranquilo. Antes de salir de la ciudad, pasó por una panadería y se aprovisionó de unos panes con grasa que iba comiendo lentamente mientras conducía. Ya en el Parque, el paisaje circundante era simple y sencillamente hermoso. El hombre rutinariamente realiza ese tramo todos los días, y se lo veía contento con su trabajo. Inevitable reflexionar al respecto. Imaginariamente hice la comparación entre el recorrido de ese señor y el que realizo habitualmente para ir a mi trabajo. Pensaba en por qué habiendo tantos lugares tan lindos, y tantas rutinas distintas, uno elige vivir en la ciudad, viajar apretujado en el tren, correr todo el tiempo y estar bombardeado de cosas que lo alejan a uno de lo esencial. También pensaba en lo que me costaba levantarme temprano cada día, mientras que para viajar, conocer distintos lugares el cuerpo respondía mejor y la voluntad era mucho más fuerte. En esos pensamientos estaba cuando el vehículo se detuvo.
El chofer paró en una cascada para que pudiera sacar una foto, luego me hizo bajar en un punto panorámico desde donde se podía observar el Río Arrayanes, y el Glaciar Torrecillas. Finalmente me indicó que tenía que bajar en Lago Verde, donde iba a encontrar el inicio del sendero hacia el puente colgante sobre el Río Arrayanes y los circuitos de caminatas. Pero me dijo que todavía no me bajara, que me iba a dejar dos kilómetros más arriba, desde donde podía ir al Mirador del Lago Verde y que desde allí realizara mi recorrida. Me dijo que si por casualidad, llegaba a regresar antes a Esquel, que le avisara para que no se quedara esperándome, pero que en caso contrario, a las 19:45 podía esperarlo en el acceso a Lago Verde.
Era temprano. El sol estaba tibio. El bosque, húmedo. Con un poco de pereza, empecé a caminar. Árboles enormes, gigantes, chirriaban ante la presencia de una suave brisa. Apenas comencé a internarme en el bosque, el chistido de los pájaros era un desafío constante. Era un juego de escondidas donde tenía a las claras las de perder. Las aves pequeñas, mimetizadas con los troncos, eran difíciles de identificar pero saber que emitían su sonido y no poder visualizarlas me obsesionaba. Después me fui acostumbrando, sabía que no iban a dejarse ver.
Luego de un rato caminando en ascenso, no mucho, solo que la señalización no era del todo clara, llegué por fin al mirador del Lago Verde. Era una vista increíblemente bella. No había nadie. Sólo el paisaje y yo. Desde lo alto se veía el verde intenso del agua, la tibia caricia del sol, a veces atravesada por una leve brisa, las montañas, los árboles. Cómo no sentirse un ser privilegiado, bendecida por el universo, y por un instante, dueña absoluta de un tesoro inigualable, preciado, único. Ahí estaba mi pequeña humanidad sintiéndose parte de toda esa belleza. Los milagros existen.
Un rato más tarde deshice el circuito para retomar la senda hacia el acceso a Lago Verde. Iba muy tranquila y felizmente disfrutando de la experiencia cuando me detuve a mirar una pareja de pájaros carpinteros a los que inútilmente intenté fotografiar. Fue suficiente detenerme un momento para observar las aves, que como una venganza de la naturaleza, un montón de mosquitas comenzaron a molestarme. No lograba espantarlas, hiciera lo que hiciera, me atacaban en masa. No sé qué fue lo que sucedió, pero espontáneamente dejaron de seguirme.
Un letrero indicaba seguir un sendero que conducía a la pasarela del Río Arrayanes. Era el momento de internarse nuevamente entre la humedad, la vegetación, las sombras, y las aves. Llegar al puente colgante era ya una meta en sí misma. Según la indicación, no puede haber más de 20 personas en simultáneo sobre el puente. Tampoco se puede saltar. No había mucha gente, pero las pocas que había, se quedaban buen tiempo arriba del puente. "Cruza el amor, cruza el amor por el puente. Usa el amor, usa el amor como un puente". Las frases de Cerati vuelan como gaviotas que se depositan en mis pensamientos justo cuando comienzo a transitarlo. Ejerce cierta fascinación la belleza del paisaje, la adrenalina de un puente colgante y también la posibilidad de perder la vista entre las aguas verdes y encontrarla en las truchas de distinto tamaño que nadan en grupos reducidos.
Apenas cruzado el puente, comienza el camino que conduce hacia Puerto Chucao, desde donde habitualmente salen las embarcaciones que llevan al Alerzal Milenario. Por ese mismo sendero se llega al Lahuán Solitario, un alerce que le hace honor a su nombre, a orillas del Río Menéndez. Siguiendo la huella, se puede dar una vuelta completa para finalizar en el mismo punto donde se inició la caminata.
El Parque Nacional Los Alerces fue creado en 1937 con el objetivo de proteger a los milenarios árboles que le dan nombre. Lo ideal es realizar la visita al Alerzal, pero para eso, es necesario realizar la excursión en embarcación que en temporada baja tiene frecuencia limitada. Si bien en este viaje no iba a poder visitarlo, por lo menos tenía la intención de saludar al ejemplar solitario y completar todo el circuito de trekking que me proponía el lugar. En el Parque hay varios senderos de diferente dificultad, muchos pertenecientes a la Huella Andina, que traza algunas rutas que conectan a los distintos parques patagónicos. Algunos de los caminos estaban cerrados por las condiciones climáticas, o porque estaban reforzando la señalización. Recién para la temporada de verano estarán todos disponibles.
El sendero hacia el Lahuán es interpretativo, hay carteles que dan información acerca de la flora y la fauna. Saludé al solitario árbol y continué avanzando. A poco de llegar a Puerto Chucao, me encontré con un letrero que alertaba que el lugar era hábitat del puma, por lo cual se recomendaba como precaución no circular solo, y otros consejos más como que si te cruzabas con uno tenías que mirarlo fijamente y no salir corriendo. Fui hasta el puerto, pero al momento de continuar el sendero comenzó a preocuparme la idea del puma. Estaba sola. No había nadie y no me imaginaba estar frente a un puma mirándolo fijamente sin salir corriendo. Las personas que me había cruzado en el puente habían optado por quedarse en la playita a orillas del Río Arrayanes. Luego, a lo largo del trayecto no había visto a otras personas. En un acto de audacia llegué hasta el mirador del Glaciar Torrecillas. Era una panorámica de lujo, hermosa. Hubiera querido quedarme un buen rato allí, pero hubo dos cosas que me inquietaban profundamente. Una, la presencia de abejorros que parecían misiles yendo y viniendo todo el tiempo con su sonido amenazante. La otra, la eventual aparición del puma. No quería ser su almuerzo. Ante esa situación, decidí abandonar el circuito y regresar por el mismo camino.
En el regreso me crucé con un par de familias que estaban haciendo su excursión. Dudé si seguirlos, pero desistí. Llegué al punto de partida y un nuevo indicador me señalaba la posibilidad de hacer un nuevo circuito que no tenía indicado en mi mapa y que además recordaba que el guardaparques me había dicho que sólo estaba habilitado el del Lahuán Solitario. Nuevamente la duda y no saber si encarar la caminata o abandonarla sin haberla comenzado. Fue justo en ese momento cuando un hombre, su esposa y su hijo vinieron a mi rescate. El hombre conocía el lugar, era un experto. Me dijo que por ese camino hacía el circuito al revés, y quiso persuadirme para que retomara el camino que ya había realizado para terminar la caminata en el punto donde nos encontrábamos. Le expliqué que había llegado hasta el mirador pero que había decidido regresar porque los carteles señalaban que era el hábitat del puma. Se rió de mi comentario, me explicó que era difícil ver un puma, que esos carteles los habían puesto porque en una ocasión hace como cinco años unos turistas vieron un ejemplar muy dócil por esa zona, pero que ante cualquier eventualidad decidieron poner todas las alertas y recomendaciones. El hombre tenía una gorra de guardaparques, aunque no se presentó como tal y tampoco le pregunté. Sí me habló de su experiencia de un encuentro con un puma en el Parque Nacional Monte León. Luego, me invitó a compartir con ellos parte de la caminata, ingresando por el sendero Lago de las Juntas. Hice un trecho con ellos, y luego nos separamos. Ellos iban a seguir el circuito en camino inverso, y yo me iba a quedar un rato en Puerto Mermoud, sobre el Lago Verde. Decidí concretar el recorrido hasta el Mirador Torrecillas para concluir el recorrido que había abandonado por culpa del puma.
La caminata me hizo entrar en calor, y una vez más, la técnica de la cebolla me fue de gran utilidad. Terminé pasando gran parte del día en remera manga corta. La jornada se presentaba espléndida. Todo había transcurrido de un modo armónico, ya que ni siquiera había tanta gente en el Parque a pesar de ser día domingo. Me senté en un tronco en la playita sobre el Río Arrayanes y contemplé largamente el paisaje. Cauquenes, gaviotas y algunos patos jugaban a lo lejos entre las aguas mansas que circulaban lentamente. Un martín pescador se detuvo un momento, inspeccionó el paisaje, se sumergió velozmente en el río y se fue con su presa a degustar de su éxito. Asombroso.
Cuando el viento comenzó a soltar brisas más intensas y la tibieza del sol comenzó a bajar, los visitantes iniciaron la retirada. A mí todavía me quedaban unas tres horas para que el colectivo pasara nuevamente por allí. El chofer me había dicho que la parada podía ser en cualquier punto del camino, así que opté por empezar a caminar. Claramente no iba a caminar los 35 kilómetros que el guardaparque me había dicho que había de distancia entre Lago Verde y Villa Futalaufquen, pero pensé en que la caminata siempre era una buena alternativa para disfrutar del paisaje y sobre todo teniendo en cuenta que el clima comenzaba a enfriarse. También tenía la expectativa de que alguien me acercara a la villa, puesto que ese era el único lugar en el que podía encontrar servicios sanitarios y donde la oficina de guardaparques estaba abierta. Pero pasó un vehículo y no me animé a hacer dedo.
Seguí caminando pensando en que la caminata estaba bien, cuando de pronto un enjambre de mosquitas, de las mismas que me habían atacado por la mañana, volvieron a perseguirme. Escuchaba su zumbido cerca de mis oídos, las veía moverse de acá para allá, como si se tratara de una tortura china, no lograba espantarlas. Una me picó en la mano y me di cuenta que no venían en son de paz. Tanto me aturdieron que me obligaron a ser determinante. Al próximo auto que pasara iba a hacerle dedo. Y así fue.
No tenía experiencia en hacer dedo. Las escasas veces que lo había intentado en alguna ocasión había fracasado rotundamente. Pero en esta oportunidad, definitivamente estaban enloqueciéndome. Por fortuna, el primer auto que pasó, me paró. Cuando me preguntaron a dónde iba, les comenté que mi destino final era Esquel pero que básicamente les agradecía si me llevaban hasta Villa Futalaufquen. Inmediatamente me invitaron a subir y me dijeron que ellos iban hasta Esquel y que si quería, me llevaban hasta allí. Por supuesto que acepté. Y fue una grata sorpresa.
Se trataba de un matrimonio grande. Él veterinario, ella ama de casa, y cuidadora de nietos la mayor parte del tiempo. Muy viajados, por lo cual, durante todo el trayecto hablamos largamente de viajes. Me contaron que les gustan los destinos de aventuras, y que después de Esquel, pensaban cruzar a Chile, andar por la carretera austral, y después volver por Los Antiguos, Puerto Madryn, entre otros destinos. Disfruté mucho el viaje que no sólo me permitió conocer sus historias, si no regresar temprano y ahorrar el pasaje de regreso. Nos despedimos no sin antes desearnos éxitos en nuestros respectivos viajes.
El día había sido extraordinario. En principio, la posibilidad de visitar el Parque por mi cuenta, era ya un logro. Después, encontrarme con un escenario espléndido donde había todo por disfrutar. Acto seguido, comprobé la amabilidad de las personas que están siempre dispuestas a ayudar, la familia que me invitó a compartir parte del trayecto con ellos, y luego el matrimonio que me ayudó y me compartió sus historias. Fue otro de esos días intensos con mucho para recordar.
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