jueves, 29 de octubre de 2015

[‪#DIARIODEVIAJE‬] El viaje revancha: Trevelin. Capítulo 4

Los galeses marcaron una impronta muy fuerte en la provincia de Chubut. Desde la llegada a la zona de Puerto Madryn hasta que fueron internándose tierra adentro y estableciéndose en los valles de tierra fértil. La rigurosidad del clima y la inmensidad solitaria de la estepa mostraron primero su cara más hostil. Después, los inmigrantes fueron encontrando terrenos más aptos y fijaron allí sus colonias. Pueblos como Trelew, Gaiman, Dolavon entre otros, conservan el sello de la historia que construyeron los galeses. Más cerca de la cordillera, Trevelin es el bastión de los migrantes que llegaron desde más allá del Atlántico.
De Trevelin me interesaba conocer su Museo, volver a visitar una casa de té galés, la Reserva de Nant y Fall pero esencialmente me interesaba el campo de tulipanes que es una de las postales más difundidas de la localidad chubutense. Con esa intención destiné un día a visitarla.
El colectivo regular pasa cada hora aproximadamente. Lo tomé alrededor de las 9 de la mañana. Pagué los 19 pesos del pasaje, me senté en un asiento individual y perdí mi vista en el paisaje que se presentaba frente a la ventanilla. Sesenta minutos más tarde, estaba descendiendo en la rotonda donde se encuentra la Oficina de Turismo.
La dependencia recién abría sus puertas. O al menos eso parecía. Quizá daba esa sensación por la escasa afluencia de consultas, por la mañana y en temporada baja. Me facilitaron un mapa y me indicaron que la mejor opción era contratar los servicios de excursiones en alguna agencia o un remis que me llevara, me esperara y me trajera de regreso. Ambas alternativas escapaban a mis posibilidades. La oferta se resumía en la visita al Museo, después de las 10 de la mañana, pagando un bono contribución de 40 pesos, a pocas cuadras de allí, la visita a las cascadas a 17 kilómetros por camino de ripio, el molino harinero, o la Represa de Futaleufú, a 18 kilómetros por ruta asfaltada. El campo de tulipanes, me explicó, quedaba justo frente a la Reserva de Nant y Fall.
La época de los tulipanes es a fines de octubre, y con lo fresco que se presentó la temporada invernal, el pronóstico dice que el florecimiento de los tulipanes sería más tardío. Aún así tenía ganas de visitar el campo y hablar con los dueños de la chacra. Sin embargo, mis expectativas se derrumbaron ante la imposibilidad de llegar. El empleado de turismo me había dicho que no había mucha circulación de vehículos por esa zona, por lo cual tenía que ir con una agencia, si es que tenían viajes programados (que no los tenían) o en remis. Desestimó la iniciativa de la bicicleta ya que me dijo que unos tres kilómetros antes de llegar hay una subida muy pronunciada que había que hacer a pie con la bicicleta al lado, y que al regreso tendría que tener mucha destreza en la bajada para no terminar derrapando contra el ripio. Desistí.
Con un panorama bastante reducido del que tenía planificado, me dirigí hacia el museo. Funciona en el edificio de un viejo molino harinero. No había nadie más visitándolo. Recorrí sus salas distribuidas en tres plantas. Había piezas de la vida cotidiana, maquinarias de campo, objetos tradicionales y de lujo y muchas fotos de los pioneros. En las pantallas presentes en cada sala, se podía obtener información de la historia de los galeses. Fue una buena opción para conocer más acerca de las raíces del lugar.
Después, recorrí a pie algunas de las calles. Encontré casas modestas, simples, de una o dos plantas como máximo, calles céntricas dominadas por el andar tranquilo de los pobladores. Me detuve en la estación se servicio a tomar un café, y permanecí un rato contándole mis impresiones a mi diario de viaje. Luego, resolví ir por una bicicleta, aunque no estaba muy segura de poder con el pedaleo en esa geografía de altibajos.
La agencia Gales al Sur, a escasos doscientos metros de la Oficina de Turismo, además de realizar excursiones, venta de pasajes, también alquila bicicletas. Entré, y el chico que atendía estaba en plena tarea de preparación del mate. Una vez que estuvo listo, me dedicó muy amablemente todo el tiempo necesario para resolver mis dudas. Definitivamente me dijo que si no estaba muy fuerte en el terreno de ripio, ni intentara ir a la Reserva y campo de tulipanes. Me recomendó, en cambio, visitar una laguna a cinco kilómetros del pueblo, y luego continuar por el circuito que los pobladores locales utilizan como senda aeróbica, y me dijo que si me animaba, podía ir hasta la represa de Futaleufú. No sabía hasta dónde podría ir, ni qué hacer, pero por lo pronto, quería intentar recorrer un poco más de ese lugar en bicicleta.
Los cinco kilómetros que había hasta la laguna no me parecieron demasiados, y quería conocerla ya que el chico me había dicho que era un lindo lugar, aunque no estaba en el mapa turístico. Tanto fue verdad que no era turístico, que pasé de largo con la bicicleta, sin divisar el ingreso. Seguí de largo bordeando el Río Percy, hasta que concluí que ese camino era demasiado extenso y que en el horizonte no se divisaba ninguna laguna. A lo lejos vi venir a un hombre. Me acerqué hasta él, le pregunté, pero desconocía la laguna. Evidentemente mi presencia en ese lugar le dio curiosidad y empezó a hacerme preguntas. De dónde era, si estaba de vacaciones, qué andaba haciendo, hasta cuándo estaba, qué hacía en Buenos Aires, y demás. Tantas preguntas me hicieron desconfiar. Un viejo vicio citadino que tengo muy arraigado en mí. Me vi sola, en una ruta desértica con un hombre desconocido y una bicicleta que no era mía. En algún momento, el hombre me había dicho que venía caminando de lejos porque había ido a ver un trabajo. Le dije que me iba porque tenía que hacer un largo trecho y en subida, y me dijo "imaginate yo que tengo que hacerlo caminando". En un instante de desconfianza suprema, me imaginé despojada de mi bicicleta y casi salí huyendo. Luego lo pensé un poco y me sentí un poco avergonzada por mis prejuicios. Vivimos tan mal en la ciudad, que cuesta desacostumbrarse a desconfiar de todo y de todos.
En el regreso, pude ver que efectivamente había un camino de ripio que se desprendía de la ruta y serpenteaba entre unas casitas pequeñas. Avancé por allí hasta que vi una subida muy pronunciada y desistí de la aventura. Volví a la ruta y busqué el camino que me llevaba a la ruta hacia la Represa de Futalaufquen. No sabía si era capaz de llegar o no, pero al menos quería intentarlo.
Así como desconfié del hombre, también desconfié de mi misma. Ya en la ruta camino a la represa veía una senda con elevaciones que se prolongaban largamente y luego descendían también largamente. Desconfiaba a cada pedaleada sobre si avanzar o no. Me fijaba metas, hasta aquella construcciòn, hasta aquella curva, si después de la curva veo que se complica, vuelvo. Y así fui avanzando lo más que pude. Intenté desde el inicio sólo disfrutar del paseo. Tenía una meta, visitar la represa, pero si debía abandonar la empresa, no me preocupaba. Me importaba más disfrutar del paseo, el paisaje, bicicletear tranquilamente por una ruta a cuyos costados se desplegaban campos extensos destinados a la cría de ovejas y a algunos cultivos.
El clima ese día estaba bastante variable. Por momentos había sol, luego se nublaba y una brisa constante, a veces más intensa, otras menos. Con el correr de los minutos la nubosidad fue aumentando y el sol ocultándose en la densidad de los copos de algodón. Ya estaba cansada, presentía la cercanía de la represa pero no tenía ninguna indicación clara. No sabía dónde estaba, cuánto había pedaleado ni cuánto me faltaba. Llegué hasta un sitio donde se veía un espejo de agua, y me sentí muy cerca de mi destino, pero fue cuando las curvas y contracurvas se hicieron más frecuentes. Le pregunté al casero de unas cabañas que milagrosamente estaba allí, ya que pràcticamente en todo mi recorrido no me había cruzado con nadie, y me dijo que faltarían unos dos o tres kilómetros. Avancé uno aproximadamente, pero fue cuando me detuve. Pasaban muy pocos vehículos por ese camino, ya había comenzado a chispear, no tenía señal en el teléfono ni para pedir socorro. El chico de la agencia me había dicho, si tenés algún inconveniente o si estás muy cansada, llamame y te vamos a buscar. No había forma de avisarle a nadie dónde estaba ni en qué circunstancias en el caso de que algo me sucediera. Fue por eso que desistí. Estando ahí nomás, planté bandera blanca.
La vuelta fue un poco lenta, costosa. Ya había pedaleado mucho y me faltaba un largo, largo trecho. Deshice todo el camino, y en algunos tramos me bajé y caminé con la bicicleta al lado. Por momentos sentía que no podía dar un paso más. Especulé con la idea de que quizá pasara alguna camioneta que pudiera llevarnos a la bici y a mi de regreso a trevelin, pero los pocos que pasaban eran autos pequeños o vehículos sin espacio para nosotras. No me quedó otra que regresar como pude.
Nuevamente la visión de los campos con casitas pequeñas pero que parecían postales encantadoras, sus ovejas expresando sus balidos, las bandurrias haciéndose notar por aquí y allá, el verde del pasto, las montañas a lo lejos y una brisa que enfriaba, me sentí parte de ese paisaje y no pude menos que una vez más agradecerle al universo su generosidad.
Necesitaba mucha energía para el regreso. El chocolate que me acompañaba tenía todavía unos cuantos cuadraditos, pero sólo utilicé uno, era una recompensa para que me diera una dosis de impulso. Llegué a Trevelin con un poco de margen para recorrer algo más del centro urbano. Lo primero que visité fue la iglesia Bethel, una construcción rústica que permanece cerrada salvo los momentos en los que hay reunión. Es un templo antiguo que forma parte del patrimonio de la ciudad. Después pasé por el hospital, la municipalidad, la iglesia principal y me encaminé a devolver la bicicleta.
Cuando llegué al local de Gales al Sur, Marcos me preguntó qué tal mi paseo, y le relaté mi serie de desencuentros. "Al final, no llegué a ningún lado", le dije. En ambos casos expresó su pesar por haber estado tan cerca de la laguna, y tambièn de la represa, y no haber llegado. Cuando llegó el momento de pagar, no me quiso cobrar. Me dijo, "esta vez no, vení en el verano a alquilar una bicicleta, lo vas a disfrutar mucho más".  A pesar de mi insistencia, no hubo caso. Le agradecí su generosidad y me fui con la idea de volver. Me costó tanto volver a estar otra vez en ese suelo, que no había pensado en una tercera vez, pero el chico de la agencia me dejó la inquietud dando vueltas en mis planes.
La siguiente meta en Trevelin era tomar el té galés. Hay dos casas de té tradicionales. En su momento había ido a la que quedaba sobre la calle principal, esta vez planeaba hacer lo mismo. Me encontré con que ya no era como la recordaba, estaba aggiornada, más amplia, y bastante diferente en cuanto a la calidez con la que recordaba mi primera visita. El precio me pareció elevado, y pensé que no me iba a sentir cómoda en una mesa sola rodeada con una bandeja de tortas. La dueña del local me describió la bandeja contándome que servían cuadrados de varias tortas, un bizcocho con manteca y tostadas. Desistí, todo era demasiado. Salí de allí y compré en la panadería unas masas muy ricas que apenas me costaron el 10% de lo que costaba el servicio de té. Despuès me fui a esperar el colectivo y una hora más tarde estaba nuevamente en Esquel. Cansada, destruida, diría, pero satisfecha con el desarrollo de la jornada y por recibir una vez más una caricia de espontánea generosidad.







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