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lunes, 6 de abril de 2015

[‪#TURISMOCULTURAL‬] La importancia de llamarse Salamone

El nombre de Francisco Salamone resuena como un eco que se expande con énfasis en la llanura pampeana. Sus obras, desperdigadas en pueblitos bonaerenses parecen gritos que se propagan en la inmensidad. Como los faros que señalizan el camino de las embarcaciones, las creaciones de Salamone resaltan en pequeños poblados, y sirven como imán para los interesados en seguir sus huellas.

La memoria acudió con cierta pereza al rescate de este nombre, durante años sumido casi en el olvido. La revalorización de su obra, es un motivo para despertar la curiosidad y diseñar circuitos turísticos que permitan conocerla.
Allá por la década de 1930, para ser precisos, entre 1936 y 1940, Francisco Salamone, un arquitecto e ingeniero de origen italiano, se convirtió en el hombre fuerte del hormigón armado, por decirlo de alguna manera. Era amigo personal del por entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco. Esa amistad, lo llevó a ser elegido por el gobernante para ejecutar obras en distintos pueblos del territorio bonaerense.

La década de 1930 fue una época de gran convulsión en todo el mundo, y Argentina no estaba al margen. Al crack financiero de 1929 se sumaba una década más tarde el inicio de la Segunda Guerra Mundial, y en Argentina no sólo se había producido ya el primer golpe de estado, sino que también se desarrollaba lo que se conocería como "la década infame". En ese contexto, el gobernador Fresco, era un personaje con ciertas inclinaciones ideológicas ligadas al fascismo, por lo que se creyó que Salamone también compartía sus creencias por las características de sus obras. Sin embargo, las crónicas de la época no pueden dar cuenta de ello. 
En aquellos años, la concentración de las actividades en la obra pública, era una forma de revitalizar la economía. En esas circunstancias, para el arquitecto fueron cuatro años vertiginosos en los que ejecutó más de 60 obras en 25 municipios. Algunas de sus construcciones subsisten y en la actualidad son motivo de asombro. Se especializó en tres tipos de edificaciones: edificios públicos, mataderos y cementerios. En contadas ocasiones se dedicó a plasmar su obra en casas particulares. 
La grandilocuencia de sus obras es exagerada para el tamaño de algunos pueblos. Sobre todo, teniendo en cuenta la época en la que fueron construidos, cuando muchos de los parajes se habían establecido a partir de los fortines y todavía estaba se hablaba de civilización y barbarie. En medio de la pampa, no pueden menos que llamar la atención. Así, como perlas desperdigadas por ahí, las construcciones de Salamone destacan en paisajes rurales. Piezas monumentales, contundentes, realizadas en hormigón armado, con líneas geométricas bien definidas, de rasgos duros, firmes. Art-Decó, futurismo italiano, funcionalismo, son los rasgos más frecuentes de estilos que pueden encontrarse en sus obras.

Los palacios municipales de Carhué, Guaminí, Tornquist, Puán, Pellegrini, Laprida, Alberti, Adolfo Gonzalez Chavez, Vedia, Coronel Pringles, son obra de Salamone. Habitualmente se destacan por contener una torre que se eleva simbolizando el avance contra la barbarie. La edificación de los mataderos busca la funcionalidad y se representan por una gran hoja de cuchilla. Los pórticos de los cementerios no son menos imponentes. Se destacan el de Saldungaray y el de Azul, con su gran Ángel de la Muerte custodiando el ingreso y su pesada y elocuente inscripción RIP.


Azul es uno de los municipios en los que se concentran varias de sus obras. Un centro de interpretación de la obra del Arquitecto Salamone permite conocer algunos detalles sobre sus producciones, y también los sitios dentro de la provincia en los que se encuentran otras de sus obras. 
Sobre la Ruta Nacional 3, el Cristo y la representación del via crucis que da la bienvenida a la ciudad, es el primer indicio. La Plaza San Martin, la principal, se caracteriza por los juegos geométricos, por el diseño de sus veredas combinando tonalidades con sensación de movimiento, desde farolas, bancos, macetones, todo está fríamente calculado en su disposición y diseño. El portal de ingreso al Parque Provincial Sarmiento, un espacio recreativo en el que también se advierte la impronta del paisajista Carlos Thays, el viejo matadero, ahora dedicado a la actividad apícola, con su enorme forma de cuchilla, y el impactante cementerio, forman parte del circuito que puede recorrerse.
Algunas otras localidades dentro del municipio también cuentan con sus obras, como los mataderos de Chillar y Cacharí. Pero si se quiere tener una visión de conjunto de la obra de este arquitecto, que murió prácticamente en el olvido en 1959, la visita a la ciudad de Azul es una buena opción.

viernes, 3 de abril de 2015

[‪#‎DIARIODEVIAJE‬] No me moría por ir al cementerio, pero fui

Los cementerios siempre me dieron pánico. Me producen una sensación extraña que prefiero evitar.
Todo lo que tiene que ver con la muerte me genera un escalofrío que de sólo pensarlo me lleva impulsivamente a refregarme los brazos para tratar de evitar que se me ponga la piel de gallina. A veces también me sale hacer los cuernitos hacia abajo, pidiendo que la muerte se aleje de mi entorno. De hecho, cruzarme con un cortejo fúnebre ya me pone en una situación instintiva de reflexión, y pone a la defensiva mis pensamientos tratando de evitar los malos augurios. Ni hablar de pasar frente a una cochería, o tener que asistir a un velatorio. Mi ruego siempre es el mismo, poder evitar cualquiera de esas situaciones lo máximo que sea posible. Y que sea mucho.
Así que con todo ese cúmulo de sensaciones, ahí estaba, con el cronograma de lugares a visitar frente a la computadora, pensando en que no iba a quedarme otra que visitar el cementerio. Para mí era una apuesta arriesgada. Era como ir a golpearle la puerta a la muerte, visitarla en su casa. Con todo lo que siempre pretendo evitarla (si es que eso fuera posible) me encontraba allí, enfrentándola, asomándome a sus dominios. espiando su territorio.
Desde la vereda opuesta, observé la obra del Arquitecto Francisco Salamone, el mismo autor de diversas obras realizadas en toda la provincia de Buenos Aires allá por la década de 1930. Tanto como el viejo matadero, la entrada al Parque Provincial Sarmiento, la Plaza San Martín y el Cristo que está en la entrada a la ciudad, el cementerio de Azul es un testimonio de su obra.
Enormes bloques de cemento grisáceo conforman la fachada de estilo Art-Decó. Una cruz corona la obra arquitectónica, pero la inscripción RIP, en letras negras y con una tipografía no menos imponente, realmente dispara las más diversas películas de miedo. La entrada está custodiada por una figura imponente. Intimidatoria, diría. Un ángel con rasgos geométricos, duros, parece sobresalir de los límites de un ataúd (sí, ya sé, esto prácticamente es producto de mi imaginación). Sus alas, desplegadas, también imparten elocuencia con sus líneas geométricas. Imposible no sentirse pequeño, indefenso, entregado a lo inevitable. Y por supuesto, el máximo de los respetos.
El cementerio, por la característica de la obra de Salamone, es uno de los atractivos turísticos de Azul. De hecho, frente al camposanto se encuentra el Centro de Interpretación de la producción del arquitecto. 
Vencidos los temores, finalmente ingresé. Sintiéndome un poco profanadora, otro poco provocadora, y definitivamente siendo transgresora de las propias limitaciones. Una vez atravesado el ingreso, el oratorio esperaba por los rezos, y desde el semicírculo del ingreso, se disparan las calles interiores que llevan a caminar por entre la morada de los muertos. Y sí, me dio impresión. La atmósfera funesta me invadió. Pero ya había atravesado el umbral, así que seguí la calle principal. No quería ir entre las tumbas que estaban en tierra, son las que más me impactan. Creo que en eso inciden las películas de terror (que por cierto ya no miro, pero que inevitablemente dejaron su impronta en mi memoria) con las cuales imagino que una mano puede llegar a agarrarme de los pies. En el mismo sentido, los nichos me asustan, y me recuerdan a los cuentos que escuché en el campo, cuando era chica, historias que hablaban de muertos que en realidad estaban vivos y que arañaban sus sepulcros tratando de escapar, y que finalmente morían asfixiados. Ni hablar de la leyenda de la llorona. Las tumbas recientes, que tienen sus flores frescas, me generan la sensación de impregnarme con el aroma de la muerte, y aquellas que tienen rasgos de haber sido abandonadas, me llevan a la reflexión y me dejan sensación de tristeza.
El sendero principal se observa semidesértico, sólo alguna que otra persona eventualmente lo transitan llevando flores y rostros serios. Luego, silencio. Construcciones monumentales que despiertan la curiosidad. Estilos arquitectónicos diversos, con rasgos góticos, oscuros, recargados, algunos, más lineales otros, neoclásicos, neocoloniales. Estilos que reflejan las diversas épocas. Moradas de renombradas familias, ostentación, lujo, misterio. Materiales que resisten el paso del tiempo y otros que luchan por mantenerse en pie. Algunas bóvedas de fines del siglo XIX y otras de principios del siglo XX, están entre las más antiguas. 
Sorpresivamente estaba ahí, paseando entre las diversas categorías de la sociedad de los muertos. Las tumbas en tierra más allá, los nichos del otro lado, y en la calle principal las bóvedas más llamativas. Curiosamente la muerte que unifica a todos, mantiene las diferencias entre los vivos, aún en sus dominios.
  
El recorrido fue bastante llamativo. Quizá porque justamente siempre trato de evitar la visita a los cementerios, pero fue como realizar un viaje distinto, hacia el pasado, y también a través de los propios temores. En este caso, tratándose de un pueblo, y de la importancia de la obra de Salamone, el paseo era más que obligado. Tengo que decir que no me moría por ir... ¡por suerte!