Montevideo tenía para mí un significado especial. Recordaba esa ciudad con cierta nostalgia, con un aire de tango, de candombe, de humedad cubriéndolo todo. Tenía postales mentales en color sepia que se me hicieron presentes con mucha insistencia y me reclamaban. Entonces supe que necesitaba volver. Quería recorrer nuevamente sus calles, encontrarme con esos flashes intermitentes que me demandaban.
Las imágenes fugaces que acudían a mi memoria eran las de una ciudad pequeña que me resultaba amena, me despertaba curiosidad y me hacía sentir un poco en Buenos Aires. Una melodía al ritmo del 2x4 que me sensibilizaba, que me hacía reconocer sitios en los que nunca había estado. Una lluvia inesperada de la antesala del invierno que me presentaba las credenciales de cierta humedad impregnada profunda y esencialmente en el corazón de una urbe que me encantaba. Sentí cierta desesperación, y esa sensación fue la que me hizo tomar la decisión. Tenía que ir a Montevideo.
Mis planes no se cumplieron. Cuando llegué, una nueva situación se presentó y prácticamente ni siquiera pude reencontrarme con la ciudad. Me lo debía, por lo cual esa deuda pendiente me reclamó nuevamente. Apenas pude, regresé.
Un reencuentro dilatado. Una necesidad imperiosa. Una decisión ineludible. La sensación de estar donde había que estar. No disponía de mucho tiempo, apenas un par de días y tenía recursos limitados, pero suficiente para comprender una vez más que el que quiere, efectivamente puede.
La avenida 18 de julio es la arteria principal de la capital uruguaya. La empecé a transitar con ciertas ansias, con curiosidad, con expectativas. Cada edificio de rasgos antiguos llamaba mi atención. Inevitablemente mi cerebro buscaba en su archivo algún lugar que pudiera reconocer. Las imágenes comenzaron a confundirse, a mimetizarse con anécdotas amarillentas. Una plaza, un café, gente que camina con su termo bajo el brazo y su mate siempre a mano. Otra plaza, un kiosco, otro café. Historias que los nuevos recuerdos reescribirán.
La silueta del Palacio Salvo sobresaliendo sobre la avenida me da la bienvenida. Me conecta con su pariente porteño y me hace sentir que estoy en Avenida de Mayo. Pero la Plaza Independencia, la principal de la capital, me sitúa en el límite con la ciudad vieja. El Monumento a Artigas, y su mausoleo motivan a disparar algunos clics. La Casa de Gobierno y su versión más antigua, la Puerta de la Ciudadela, y la Peatonal Sarandí que me conduce a las construcciones más antiguas y típicas de la capital uruguaya.
Me entretengo con los puestos de artesanías, las plazas, los cafés, las rutinas de las personas. Frente a la Plaza Constitución, la Catedral de la Inmaculada Concepción me invita a pasar. Es un edificio al que se le nota su historia. Tiene un estilo neoclásico español, sobrio, típico. Rasgos que le permitieron ser declarado Monumento Histórico Nacional en 1975.
Ya en la costanera me dejo llevar por la senda que se extiende a orillas del Río de la Plata. Una caminata extensa con la cual no llego a abarcar los 22 kilómetros de extensión. A lo largo de todo el trayecto se descubren varias playas, el faro, y también el amarradero de embarcaciones. Es ideal para recorrerla en bicicleta, aunque muchos la utilizan para correr o simplemente caminar.
Cuando el Parque Rodó se presenta delante mío, empiezo a transitarlo. A medida que lo camino recuerdo que este gran espacio público ya me había recibido antes. El lago artificial, la variedad de árboles y las esculturas me lo recuerdan. Es un lugar tranquilo que sirve de transición entre la dinámica del centro y la paz que el río arrastra hasta las orillas.
Montevideo tiene varios museos, el Teatro Solís, y el mirador de la Intendencia, están entre los más recomendados para quienes visitan la ciudad. El Shopping Punta Carretas con sus locales comerciales y su patio de comidas se convierte también en una opción recomendable para pasar un rato. Para la noche la oferta de cafés y restaurantes es abundante. También hay sitios de entretenimientos como el bowling, el cine y el casino.
El Palacio Salvo y el Teatro Solís fueron dos símbolos que me impactaron. Quería conocerlos en profundidad y por eso procuré participar de las visitas guiadas. Si bien en ambos casos tienen costo, es un valor bastante accesible. El simbolismo de la ornamentación del Palacio es atrapante, su historia es significativa, y la vista que se observa desde su terraza, imperdible. Ya conocía a su pariente, el Palacio Barolo de Buenos Aires, cuyos simbología es aún más intensa, sobre todo asociado con los relatos de Dante Alighieri en La Divina Comedia. Según cuenta la historia, la idea era establecer un vínculo entre ambos edificios, como un puente imaginario. De alguna manera, creía que si ya conocía un edificio debía conocer el otro para que esa conexión se cumpliera.
En el Teatro Solis se observan algunas salas, se cuenta la historia del principal teatro uruguayo, y también algunos actores arman un acting que sorprende a los participantes del tour. Un golpe de efecto que hace ameno el recorrido de casi una hora de duración.
No sé cuántas veces caminé por la avenida principal. Tiene para mí un magnetismo irresistible. Un mismo paisaje que se resignifica y se redescubre cada vez. Jugar a encontrar cosas que antes no habìa visto. Transportar los pensamientos hacia el gris de las fachadas, hacia los recursos ornamentales, hacia las firmas de los arquitectos y sentirse en otro tiempo. Imaginar el antes, y fantasear con el después. Colgarse de los edificios, reencontrarse en la gente, observar sus costumbres, sentirse un curiosidad casi infantil que todo lo convierte en ideal. Es parte del disfrute, sin dudas.
Tampoco sé cuánto tiempo estuve observando el río. Su ir y venir. Su calma, su agitación leve, sus raptos de ira. Las gaviotas con su graznido insistente y el viento acariciándote la cara, revolucionando tu pelo y tus pensamientos.
Fue poco tiempo. Hubiera permanecido mucho más en esa ciudad que tanto me reclamaba. Un reencuentro necesario para entregarse no sólo a las calles y sus rutinas y secretos sino también para dejar fluir los pensamientos y las emociones. Una escapada con la secreta misión de construir nuevos recuerdos donde antes había postales en sepia. Una revancha.
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