domingo, 27 de agosto de 2017

[‪#DIARIODEVIAJE] Ilha Grande, el otro desafío

Los días en Ilha Grande fueron un regalo. Algo así como un paquete que fui descubriendo lentamente, en un paso a paso. Quitar el moño, retirar el envoltorio y llegar al corazón de la sorpresa. Un guiño del universo para disfrutar de ese lugar hermoso. Verde, naturaleza, tranquilidad, belleza, aventura. Todo distribuido en dosis justas para llevarse la mejor impresión de recuerdos que no voy a olvidar.


Desde el hostel en Río caminé unas cuadras para tomar el metro hasta la estación Cinelandia y desde allí combiné con el tranvía hasta la terminal de ómnibus. En la ventanilla de la empresa Costa Verde hice la fila para comprar mi pasaje hasta Conceição de Jacareí, la localidad donde tenía que embarcarme con rumbo a la isla. 

Cuando descendí del bus descubrí que éramos varios los pasajeros que llevábamos el mismo destino. 

Apenas pusimos un pie en tierra nos encontramos rodeados de tres o cuatro personas que nos guiaban hasta su local a comprar el pasaje para la lancha que nos llevaría a la isla. No teníamos mucho margen para resistirnos ni para buscar alguna otra alternativa. Podíamos contratar el pasaje de ida pero si contratábamos la ida y la vuelta nos salía un poco más económico. Al principio eran todas promesas: "sacamos el pasaje y ya nos embarcamos", "está todo coordinado para que apenas bajen del bus puedan subir a la lancha", "en unos minutos los vienen a buscar y ya salimos". 

En realidad hubo que esperar como media hora hasta que vinieran a buscarnos. Después, nos acompañaron hasta la zona de embarcación. El área costera era sencilla, básica, pero bonita. Había algunas lanchas amarradas, unos niños jugando más allá, una pequeña iglesia mirando el mar. También había otras empresas que ofrecían el traslado, pero ya teníamos contratado el nuestro.

Finalmente cuando la lancha llegó al muelle y pudimos subirnos, nos llevó hasta otro muelle donde subieron otros pasajeros y otra vez retrocedió hasta donde habíamos embarcado, nuevamente hasta el segundo muelle y otra vez al primero. Parecía un chiste. Por suerte esa fue la última vez de las idas y vueltas hasta que por fin inició el viaje hacia la Ilha Grande.

El trayecto en lancha dura un buen rato. Es un paseo atractivo aunque el oleaje a veces nos hacía saltar de nuestros asientos. Era una lancha rápida, hay otras de mayor tamaño en las que el viaje se hace más lento. Venía de varios días de lluvia, pero ese día había estado radiante. Sin embargo, mientras caía la tarde, la nubosidad aumentaba y anticipaba las altas probabilidades de precipitaciones. 

Una vez que dejé mis cosas en el hostel, salí a recorrer el centro de Abraão, nombre que tiene el pequeño poblado que es el principal destino al que llegan los visitantes. Abundan los alojamientos y posadas, hay algunos restaurantes, casas de recuerdos, agencias que ofrecen excursiones y algunos minimercados. Es un lugar que concentra dinamismo y que está muy cerca de la costa donde descansan las embarcaciones, algunas privadas y otras que funcionan como taxiboat. 


El lugar tiene mucho de pintoresco. Al anochecer las luces tenues, la decoración colorida, la cadencia y tonalidad alegre de las voces que se expresan a viva voz. La sensación de estar en un lugar mágico es increíble. Es un poblado tan pequeño y las personas son tan amables que borran los rastros de cualquier temor. Es como si la isla te abrazara y con ese abrazo te protegiera. Acaso una manera de darte la bienvenida.  

El hostel tenía un mini balcón con vista al mar. Desde la cama podía observar el paisaje. Esa noche me dormí oyendo el sonido de las olas que golpeaban la costa. Me desperté temprano. Con el mismo sonido. Esperaba que hubiera una lluvia intensa por cómo había cerrado la noche previa, sin embargo, el sol se presentaba ideal para un día de esos que hacen brillar el alma.

El desayuno se servía en el deck, que sin dudas resultaba un espacio de privilegio para observar la calma rutina de los lugareños que se desperezaba por la costa o a bordo de alguna embarcación. Se desayunaba con frutas, infusiones, tostadas y dulces. Pero lo más rico era la vista. Serenidad. Relax. Quietud. Verde. Todos condimentos ideales para una estadía genial. 

Ese día era para aprovechar al máximo, así que contraté la excursión que lleva a recorrer diversas islas y playas y donde también se puede practicar snorkel. Había llegado a la isla decidida a realizar esa actividad. Nunca la había practicado pero me habían dicho que no era difícil. De hecho, la mujer que me vendió la excursión al consultarle sobre los requisitos y recomendaciones me dijo que no había mucha ciencia, era ponerse la máscara y mirar. Hizo énfasis en que mirara bien entre las piedras pero me recomendó que no me parara sobre ellas.  


La embarcación pasa a buscar a los pasajeros por el muelle de partida o por algún otro punto establecido previamente. El conductor de la lancha oficia también de guía, aunque no guía mucho. Son pocas las referencias que da, y aunque dijera más, al no tener un micrófono, es poco lo que se escucha.

La primera parada permitió un contacto con las aguas transparentes, la arena blanca y los peces nadando en grupos grandes o pequeños. Algunos practicaban snorkel y parecían estar suspendidos en el aire frente a la transparencia de las aguas. No se necesitaba hacer snorkel para observar los secretos del mar. Las playas siempre me gustaron desérticas, y preferentemente más en otoño o invierno que en verano. Amo el otoño y sus colores tenues y maravillosos a la vez. Esta vez me tocaba estar en la playa en otra época que no era la estival pero que sin embargo, en ese rincón del mundo parecía verano. 

El sol, el paisaje, las aguas cristalinas. Todo era una invitación a observar el horizonte, a dejar escapar los pensamientos, a sentirse libre. Pararse en la orilla, hundir los pies en la arena tan blanca como húmeda y que desde las raíces el cuerpo fuera oxigenándose e inspirando libertad. Ser una misma y sentirte otra a la vez. Como un éxtasis, así fue ese momento. Subimos a la lancha con rumbo a otra isla. En este caso se trataba de una pequeña elevación rocosa que no tenía ni playa. La propuesta pasaba por sumergirse en las aguas y observar el colorido mundo submarino.  

Así como superar los miedos me había llevado a cruzar las fronteras y adentrarme en Río, practicar snorkel venía en la misma línea. La natación es un tema que tengo pendiente. Alguna vez intenté hacer buceo y la falta de experiencia bajo el agua me jugó una mala pasada. En esta ocasión no quería irme del lugar sin practicar esa actividad. Aún sin saber nadar, me bajé de la lancha y siguiendo las indicaciones pude observar los peces de colores. Sin embargo, no me parecía tan sencillo como me habían contado. El guía, que entonces sí ofició de guía, me ayudó a recorrer un poco y a observar las especies que estaban en el agua.


Fue una experiencia grandiosa porque casi como los chicos, me sentía sorprendida de poder ver más allá. Era como sumergirme en el corazón de ese regalo que me había realizado el universo. Y quizá por todo eso, sentía que todo eso transcurría en un espacio tiempo diferente. Las tortugas marinas parecían circular con una lentitud inusitada, y más que nadar, parecían estar suspendidas. Sólo fue un rato pero mientras observaba ese mundo oculto era como recorrer el propio interior. Bucear en los propios pensamientos, en los propios sentimientos, enfrentar los miedos, dejarse llevar, confiar, desafiar las propias limitaciones, poder un poco más aunque sientas que no podés hacerlo. Después de un rato, fue el momento de partir, había todavía varias islas por recorrer. 

El sol se volvía más intenso a medida que se acercaba el horario del mediodía y su reflejo en la arena impactaba fuerte sobre los cuerpos que ya se mostraban rojizos. El almuerzo estaba programado en una isla donde un restaurante esperaba con sus menúes a los visitantes. Mientras los demás se refugiaban en un abundante almuerzo, permanecí un buen rato en el muelle desde donde a simple vista se observaban peces variados y muy coloridos. En el horizonte el cielo iba mutando su tonalidad de acuerdo con la ubicación del astro rey. Fue un momento de increíble tranquilidad y armonía. 

Antes del regreso fuimos un rato a la Laguna Azul, uno de los principales atractivos que ofrecen las excursiones que se comercializan en la isla. El paisaje dominante en ese lugar increíble eran las máscaras de snorkel flotando y las sonrisas alegres que tenían los tripulantes de todas las embarcaciones que llegaron hasta el lugar con el mismo propósito, nadar en las aguas de ese rincón tremendamente bello. 


Al atardecer, la caída del sol fue un espectáculo aparte. La embarcación seguía su rumbo hacia Ilha Grande mientras el colorido del sol se proyectaba sobre un cielo inmenso. Una vez que pisamos el muelle, la excursión se dio por concluida. Me sentí agradecida por haber superado uno de los desafíos que me habían llevado hasta aquel territorio. 
Después fui a recorrer un poco las mismas calles que había recorrido el día previo. Volví a pasar por los mismos negocios y a mirar el mar. Desde el deck del hostel permanecí hasta bien tarde mirando cómo la oscuridad se apropiaba de la escena, la luna y las estrellas. Al día siguiente el mismo despertar con el sonido de las aguas golpeando la orilla me resultó parte de un efecto especial puesto allí para maravillarme aún más.

En el nuevo día decidí hacer otra de las excursiones típicas de la isla. La visita a la Playa Lopes Mendes. Para llegar a esa extensa playa se puede contratar un taxiboat o se puede hacer una caminata por un sendero que atraviesa la vegetación selvática. Se puede ir y volver caminando, o una opción intermedia es ir caminando y volver en lancha, o a la inversa. La recomendación indica que no hay que demorarse en el regreso si se vuelve caminando ya que hay que tener en cuenta las horas de luz. 


El recepcionista del hostel fue el encargado de darme las señas para iniciar la caminata. Sin embargo, como no es recomendable ir en solitario, me sugirió armar un dúo con otro huésped que también estaba interesado en el trekking. Así que fuimos. Como él era oriundo de Iguazú, en la provincia argentina de Misiones, estaba más acostumbrado al clima húmedo, denso, selvático. La caminata, en subida y con esa humedad tan densa, me resultaba bastante difícil para mi físico poco entrenado. Subir, bajar para volver a subir esquivando obstáculos. No tener que caminar sola era una buena idea porque la sola ocurrencia de cruzarme con algún reptil o araña de dimensiones importantes me preocupaba. Por suerte no sucedió nada de eso. O casi. En realidad estaba tan preocupada por mirar por dónde caminaba que casi choco con una gran telaraña con su tejedora haciendo su labor. No era pequeña, tampoco era tan grande como el tamaño que sí temía encontrar. Esta vez los reflejos estuvieron atentos.

Llegamos a la primera playa. El reencuentro con la arena y con el mar es como un incentivo para seguir adelante. Algunas pocas construcciones, una pequeña capilla, algún almacén, alguna embarcación. Caminar por la arena es un sinónimo de caminar lentamente porque los pies se hunden en ese suelo granulado. Bella sensación de un paisaje hermoso y una tranquilidad suprema. Mi compañero se encontraba más que tentado de meterse al agua pero decidió reservarse sus ganas para cuando llegarámos a destino. Sabíamos que el siguiente punto que teníamos que lograr, era nuestro objetivo. Hacia allá fuimos. Nos internamos en un pasadizo que nos advertía que tuviéramos cuidado con los monos, unos pequeños animalitos que parecían jugar a las escondidas entre los árboles. Primero los observamos, luego nos fuimos rápidos ante la posibilidad que pudieran saltarnos. Bonitos, pero mejor lejos.


Cuando por fin tuvimos el mar frente a nuestros ojos pudimos cantar victoria. El día estaba espléndido. Hacía mucho calor. El sol estaba alto. Había mucha gente en la playa y también algunos vendedores de snacks y bebidas. Era un lugar ideal. La playa realmente era hermosa, y con una fama bien ganada. Extensa, de arena tan blanca y tan fina que parecía talco más que arena. El color del agua era como una piedra preciosa tan intensa como atractiva. Mientras algunos disfrutaban del mar, otros descansaban en la arena. Estábamos dispuestos para disfrutar de una excelente jornada.

Nos instalamos a la sombra de algunos árboles. Mi compañero se internó en el mar. Yo estaba ansiosa por caminar esa extensa playa. Pero a los pocos minutos, inesperadamente todo comenzó a cambiar. Cuando llegamos prácticamente no había viento. Luego, una brisa suave se hizo presente pero fue creciendo en intensidad. El cielo se fue oscureciendo y el presagio de la lluvia se instaló de tal manera que las personas comenzaron a huir de la playa. Como nosotros recién llegábamos no pensábamos en irnos tan pronto, sobre todo porque compramos un ticket para el regreso en lancha que estimamos para varias horas más tarde. El viento era muy intenso, pero lo soportamos. Cuando prácticamente no quedaba nadie en la playa caminamos un rato y el viento se calmó. Nos trepamos a unas piedras, observamos el paisaje, caminamos. Después, él se dejó tentar por el agua tibia y se sumergió un buen rato en ella. Yo, en cambio, estaba tan ansiosa por caminar esa playa de punta a punta que me tomé todo mi tiempo para disfrutarla. 


Mi gusto por las playas desérticas, por el clima otoñal, de pronto se encontraba compensado por el universo. Me sentía en sintonía total con el lugar. Con cada paso mis pensamientos se liberaban. Sentirte liviana, libre. Que nada importe. Solo vos, ese espacio hermoso, tus pensamientos que vuelan y sólo hay lugar para lo que sentís. Caminás por la playa húmeda, te dejás alcanzar por la espuma de las olas como si fuera agua jabonosa que te lava las heridas, que renueva los pensamientos, que limpia la energía, que renueva el espíritu y que te hace sentir agradecida de estar donde estás. Los temores no me habían permitido llegar antes hasta allí. Superar los desafíos tiene recompensa. Y mientras voy y vuelvo por el mismo camino sin ningún apuro, la letra de Zona de Promesas acude a mi y sí, estoy convencida: "tarda en llegar y al final hay recompensa".

Cuando estaba próxima la hora de tomar nuestra embarcación, iniciamos el regreso. Tardamos menos de lo que calculamos en llegar al muelle, y fue una suerte porque nuestra lancha estaba partiendo antes de la hora señalada. No quisiera imaginar que nos hubieran dejado allí sin el tiempo suficiente para regresar con luz a nuestro hospedaje. Cuando retornamos al muelle principal, fuimos a caminar por el centro, entramos a comprar pan de queso en una panadería y en eso estábamos cuando se desató un aguacero sumamente intenso. Por la cantidad del agua que caía parecía que no iba a parar en días. Nos sentamos a comer el pan y mientras charlábamos vimos cómo un cangrejo se refugiaba también en el negocio. Los cangrejos suelen aparecer deambulando por ahí sobre todo al anochecer. Sus pinzas amenazantes estaban en alto y lo observamos acercarse tan raudamente que pensamos que venía directamente a nosotros, pero siguió su camino hasta perderse bajo el agua a la salida del local. 


Cuando el aguacero concluyó, la vida del pueblito seguía tan dinámica como habitualmente. Quizá algunos charcos en el medio de las calles de arena y tierra entorpecían un poco el paso, pero nada más. Esa noche, el cielo se encontraba cubierto y la brisa fresca se apoderó del ambiente. Eso no hacía que fuera menos disfrutable. Realmente Ilha Grande es un lugar lleno de belleza y magia.

El día de mi partida no tenía mucho tiempo disponible, pero no quería irme sin visitar la Cachoeria da Feiticeira. Me habían indicado que con un par de horas era suficiente y aunque desconfiaba, decidí intentarlo.

Estaba nublado y el ambiente estaba húmedo. Eso hacía que el andar fuera muy pesado. Costaba. De todos modos, me lo tomé con tranquilidad. Seguí el camino costero, anduve por Playa Negra, después visité las ruinas del Antiguo Lazareto, el Acueducto, las piscinas naturales. Había que caminar todavía bastante más para llegar a la cascada. Si bien quise sostener el ritmo para llegar a tiempo para visitar el lugar, y volver a tomar mi embarcación, la subida era difícil porque el suelo estaba húmedo, cubierto de raíces y muy resbaloso. Lo intenté todo lo que pude, quería que mi deseo de alcanzar la meta fuera más fuerte que el temor de no llegar a tiempo. Subí bastante. No sé si estaba muy lejos aún o no, pero cuando volví a controlar el tiempo encontré que no tenía muchas chances de concluir exitosamente el recorrido. Regresé. Y eso también fue parte de las lecciones que aprendí viajando. A veces hay que saber renunciar. 


Volví al hostel a buscar mi mochila y retornar al muelle para tomar la embarcación que me sacaría de aquellos días de ensueño para ponerme frente a otros desafíos. La embarcación que me tocó esta vez era más grande, y también más lenta y más incómoda. Apenas iniciamos la travesía, una lluvia intensa se desató con muchas ganas. Acaso un artilugio del cielo para despedirnos con una bendición.
Fueron días especiales, de muchas conexión interior y con el mundo que nos rodea. Una oxigenación para el cuerpo y para el alma. Todo lo vivido te pertenece. Las playas extensas de arena fina u otras más granulosas que son como un pizarrón vacío que invitan a escribir un mensaje húmedo que luego el agua se encargará de borrar. El verde de la vegetación que asciende por los morros, que te rodea, que te hace parte. Las aguas cristalinas, su vaivén tranquilo. La rutina de la población anfitriona acostumbrada a convivir con la dinámica de los visitantes. Las aves, los cangrejos, los monos, los peces. Todo te pertenece. Por un instante sos parte de ese cuadro tan atractivo y particular. Un regalo del universo que vale toda la eternidad. 




















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