En nuestra versión, la osadía de rentar un auto y animarse a recorrer las rutas uruguayas, era el máximo de aventura. El itinerario, que se iniciaba en Punta del Este, nos llevaba como destino final a Punta del Diablo. Tremenda hazaña, podría pensarse, que empezó con algunos contratiempos. Una avenida en contramano y después de haber hecho algún tramo, detenernos en una estación de servicio para comprar yerba y cargar el termo con agua caliente. Al salir, un señor nos advierte que el vehículo hacía un ruido extraño. Nos ayudó a revisarlo. En realidad, lo revisó él porque ninguna de las dos tenía idea de qué había debajo del capot. De todos modos, miró un poco, analizó la cuestión y luego se dio por vencido. Avanzamos un trecho más y nos detuvimos en la Playa Montoya.
Esta playa, donde habitualmente se realizan eventos multitudinarios como campeonatos de voley, mundial de surf, y otras actividades naúticas, en esta época del año se encuentra prácticamente solitaria. Caminamos un poco sobre la arena hasta buscar un rincón apropiado para observar el paisaje. Lo encontramos en las rocas donde nos sentamos a contemplar el ir y venir de las olas, nos alcanzaba de vez en cuando la espuma que salpicaba a veces con fuerza, nos dejamos revolucionar un poco el pelo por el viento que nos susurraba voces ininteligibles en el oído, nos abandonamos en el vuelo de las gaviotas que revoloteaban en la costa. El sol estaba ya alto, pero el viento entibiaba su efecto, así que luego de un rato, decidimos retomar la ruta. Antes de continuar, notamos que el ruido del auto continuaba, así que volvimos hasta la rentadora para que lo revisaran y evitar posibles inconvenientes futuros.
Regresamos, pero nos dijeron que no debíamos prestarle atención, que era normal. Volvimos a pasar por el puente ondulado de La Barra que atraviesa el Arroyo Maldonado, obra del ingeniero Lionel Viera, inaugurado en 1965, y seguimos con rumbo a José Ignacio.
La siguiente parada fue en el Faro. Los faros siempre ejercen una atracción especial. Son guías, puntos de referencia, son vigilantes solitarios, incondicionales, permanentes. Con una altura de poco más de 30 metros, invita a subir sus estrechos escalones. Pagamos el bono que nos permitía el acceso a ese ya veterano guardián, construido en 1877 y subimos esos peldaños en caracol hasta que al llegar a la cima, el viento nos recibió con mucho entusiasmo. La vista desde arriba es hermosa, pero además por su ubicación sobre un extremo rocoso, genera el vértigo de sentirse al borde del precipicio, similar a estar en una montaña rusa, solo que sin los movimientos bruscos del juego mecánico.
José Ignacio se encuentra a unos 40 kms de Punta del Este, de ese lugar hasta el momento sólo conocía que era el lugar elegido por los famosos para refugiarse en sus chacras. Caminamos algunas de sus calles. El poblado, que ahora es pintoresco y glamoroso, comenzó su historia a principios del siglo pasado cuando se comenzó con el primer loteo de terrenos y se iniciaron las construcciones balnearias. Hacia mediados del siglo XX se construyó el camino que lo une a la ruta 9 y la fluidez en el tránsito se hizo más frecuente. Después los veraneantes no tardaron en sumarlo a las preferencias y convertirlo en un lugar exclusivo. Tan exclusivo que los precios son excluyentes. Recorrimos algunos puestos de ventas de souvenirs, pero no llevamos ninguno, las tarifas eran realmente exorbitantes.
Como la tarde empezaba a caer y el hostel estaba en Punta del Diablo, significaba todavía un largo trecho hasta llegar a destino final. La idea era no conducir de noche, sin embargo, la oscuridad nos sorprendió a poco de andar. Terminamos llegando en plena noche. Como nunca habíamos estado en ese lugar, nos costó ubicarnos. Las calles eran oscuras, el poblado pequeño, silencioso.
El hostel tenía la habitación con vista al mar, una terraza donde se podían instalar hamacas para un descanso ideal. Sin embargo, la noche se había cubierto de nubes repentinamente y casi sin avisar empezaron a caer algunas gotas. La fantasía de tirarse a mirar las estrellas se disolvió con el agua.
Punta del Diablo es un pueblo de pescadores. Es sencillo, pintoresco, atractivo, tranquilo. Sus calles se pierden en laberintos de subida y bajada. En temporada baja es casi desértico. Sobre la costa, algunos locales pequeños con tenues luces de colores invitan a una cena en la penumbra con los frutos del mar como principal ingrediente. No son muchos los locales abiertos, y en ese laberíntico deambular nocturno perdimos el rumbo y no encontramos alternativas para comer en algún lugar a precios razonables. Terminamos cenando en un restaurante gourmet que nos ofrecía porciones extra pequeñas a precios altamente elevados, pero cuando se largó la lluvia torrencial, se convirtió en un buen refugio para pasar el momento.
Durante el día, la nubosidad era abundante, pero ya la perspectiva era mejor para poder adivinar los sitios por los que habíamos deambulado la noche anterior. Recorrimos la costa, caminamos entre las embarcaciones de pescadores, anduvimos entre las rocas que se internan en el mar y sostienen la valiza que guía a las naves. Visitamos algunos puestos de artesanías que a pesar de la temporada baja y lo adverso del clima exhibían sus recuerdos. Después fuimos hacia las playas que están del otro lado de la punta, que es utilizada por surfistas para practicar esa actividad.
El clima no nos acompañaba en su mejor versión. Nos subimos al auto, y nos dirigimos con rumbo a Barra de Valizas. Por momentos la lluvia era intenta. Muy intensa. De a ratos paraba y se podía disfrutar del paisaje. Se observaban extensos campos, palmeras, algunas plantaciones.
Las calles de arena acumulaban algunos charcos producto de las lluvias recientes. Un poblado pequeño, casas bajas y coloridas y algún que otro hippie deambulando por allí. Las playas estaban casi desiertas y si bien pretendimos recorrerlas un rato, los granos de arena gruesa pegaban fuerte al ser impulsadas por el viento. Playas extensas y médanos que son el ámbito apropiado para la práctica del sanboard.
Los restaurantes son pequeños, modestos, y ofrecen comida casera. Los platos incluyen opciones con pescados y algas y hay propuestas variadas para vegetarianos. Nos dejamos tentar por un restaurante que funcionaba en una casa donde la calidez de la estufa, más los platos abundantes fueron suficiente combustible para seguir recorriendo el lugar y continuar luego hacia Cabo Polonio.
Habíamos escuchado mucho acerca de Cabo Polonio y queríamos conocerlo. El acceso se encuentra en el kilómetro 264.5 de la ruta 10. Una intensa lluvia nos obligó a esperar para iniciar el recorrido. Se trata de una zona protegida integrada al Sistema Nacional que busca preservar la riqueza natural. Por ese motivo, no se permite ingresar con vehículos. Para llegar hasta el pueblo se puede adquirir un ticket en vehículo 4x4 o atravesar los 7 kilómetros de distancia desde la entrada hasta el corazón del pueblo a pie o a caballo. La lluvia y la limitación del tiempo no nos dejaron otra opción que pagar los 170 pesos uruguayos y realizar el trayecto en esos vehículos 4x4 que parecen sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial. Al cabo de unos 30 minutos, y luego de atravesar dunas y bosques, descendíamos en el parador del pueblo.
Nos llamó la atención la extensión de las playas, un paisaje en el que predominaban las nubes grises y los grandes grupos de gaviotas y gaviotines que con sus graznidos y el aire marino regalaban una hermosa escenografía. Imaginar ese mismo panorama pero en compañía del sol nos transmitía cierta nostalgia. Pero los ambientes costeros, con sus brisas húmedas en playas desiertas son realmente una postal que me conmueve.
El primer lugar al que nos dirigimos fue hacia el faro. Si bien puede visitarse, en un día tan ventoso y lluvioso, se encontraba cerrado. Desde la altura se observa una vista de la zona costera y las islas que habitan los lobos marinos.
Cabo Polonio también tiene la impronta de los pescadores que le dieron origen al poblado. Sus construcciones se desperdigan de forma irregular en casas pequeñas y rústicas. Sin energía eléctrica ni agua corriente, los habitantes tienen como emblema el despojo, el contacto con la naturaleza y la preservación. En algunas casas observamos que utilizaban las botellas plásticas como macetas, en otras vimos pantallas solares y también molinos de energía eólica.
Un cartel señalaba que en esa pequeña casa vendían pan casero. Golpeamos las manos y enseguida apareció una mujer joven, nos hizo pasar hasta la puerta desde donde pudimos ver lo minúsculo del ambiente. Nos trajo dos panes, que pagamos a un precio que nos pareció adecuado y aprovechamos el intercambio para poder hablar un rato con alguien del lugar. En toda nuestra recorrida, habíamos visto que por lo general todos tenían una postura más bien reticente, no se mostraban muy propensos al diálogo. Sin embargo, no sucedió lo mismo con esta mujer. Nos dijo que era la maestra, que trabajaba en la escuela donde concurrían los pocos niños que formaban parte de la escasa población residente. Nos contó que la mayoría de la gente trabaja durante la temporada y luego utilizan ese dinero para irse de viaje hacia otros rumbos. Oriunda de Montevideo, con su marido decidieron hacer un cambio de vida total, y eligieron irse a vivir allí donde hay tranquilidad. Demasiada. Los inviernos, dijo, son duros. Pero además contó otra dificultad. Es que ellos tienen un bebé pequeño y al no tener heladera, los costos de transporte de la leche larga vida se encarecen muchísimo, un costo que no hay manera de reducir.
Seguimos dando algunas vueltas por el lugar mientras hacíamos tiempo esperando al vehículo que nos llevaría de regreso hasta la entrada. Mientras viajábamos, la noche iba cayendo, dejando ver un cielo estrellado y una luna brillante.
El final del día nos llevó a un retorno con la oscuridad nuevamente instalada en Punta del Diablo. Recorrimos bastante. El descanso reparador se hacía necesario. Nos despertó un incipiente rayo de sol que nos regaló un amanecer hermoso. Y fue un lindo obsequio de despedida de una región de Uruguay que no conocíamos. Nos quedamos con ganas de más, que quedarán pendientes para una siguiente vez. Sobre todo porque acaso como un presagio, muchas de las fotos con las que habíamos retratado nuestro periplo terminaron arruinadas por los desperfectos de una fallida tarjeta de memoria. Fueron solamente dos días en la vida, que por supuesto, nunca vienen nada mal.
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