sábado, 4 de febrero de 2017

[‪#‎DIARIODEVIAJE‬] Quintay, la importancia de las ballenas

No podría explicar la fascinación que ejercen en mí. Las podría mirar por horas y horas. Creo que si fueran mascotas podría acariciarlas largamente. Por algún motivo pienso que son un prodigio de la naturaleza. Seres fantásticos cuya presencia deslumbra.
Imagino que juegan, que se divierten haciendo piruetas y que a veces juegan a las escondidas. Sospecho que se saben especiales y que despiertan admiración, por eso haccen apariciones fugaces y cuando las tenés en foco, desaparecen rápidamente, dejándote apenas el registro de la fallida foto.
La primera vez que las vi fue en un inesperado viaje a Puerto Pirámides, en la patagonia argentina. Era un fenómeno tan extraño a mi rutina que no sabía con qué iba a encontrarme. Y lo que sucedió fue que su magia logró encantarme. Me sentaba en la costa y perdía la mirada en el azul muy azul del Mar Argentino. Sabía que donde había un grupo de gaviotas sobrevolando, seguramente habría una. Esa costumbre dañina que tienen las gaviotas de lastimar su lomo con sus picotazos. A veces buscaba en el aire las huellas del chorrito de agua exhalado como parte de su respiración. Acto seguido, podía cantar piedra libre, porque con algún movimiento inesperado, las ballenas finalmente salían a la luz.
Me encantan. Las ballenas definitivamente me parecen unas criaturas fabulosas. Despiertan curiosidad y fantasía y han sido protagonistas de historias fantàsticas, muy conocidas en todo el mundo. Si pudiera, las iría a ver tantas veces como me fuera posible.
Después de aquella primera vez en la que pude apreciarlas directamente, me interesé mucho por su situación. Me apena tremendamente que a lo largo de la historia hayan sido víctimas de la ambición y crueldad humana. Lo peor es que continúan siéndolo, a pesar de los acuerdos que se pretendieron realizar entre los países para preservarlas.
Cuando me mencionaron que en Quintay podía visitar un museo dedicado a las ballenas, fue argumento suficiente para ir. Pero por si eso fuera poco, también me dijeron que las playas me iban a gustar y que el lugar era hermoso. Todo el combo resultaba sumamente tentador. Lo único que no me entusiasmaba era que para llegar hasta allí la única forma parecía ser en un taxi compartido. La realidad es que había un bus que hacía ese trayecto regularmente pero en horarios restringidos y además, lo más habitual era tomar el "colectivo" (el taxi compartido), por lo cual nadie podía darme muchas precisiones de horarios y lugar donde tomar el bus.
Si tenía la opción de viajar en un bus, lo prefería como una forma de viajar cómoda, apropiarme de una ventanilla y perder la mirada en el paisaje que se desplegaría a mi alrededor. Pero como el consejo generalizado me guiaba hacia los taxis, hacia allá fui. Paran muy cerca de la terminal de buses de Valparaiso, y tienen distintos ramales. Tuve que esperar para que se completara el cupo del que iba a Quintay.
Caminé hacia la playa, que era pequeña, y seguí caminando por el muelle. El paisaje del pequeño pueblo era pintoresco, bonito, atractivo.
Las aguas agitadas golpeaban con fuerza contra las rocas que había en la orilla, y las aves marinas volaban de a ratos, o permanecían largamente inmóviles. Había embarcaciones que se agitaban suavemente. También había unos puestos de venta de artesanías. Y luego, desemboqué en el museo, que funciona en las instalaciones de la antigua empresa ballenera de Quintay.
Se paga un bono contribución como acceso, y luego, se recorren las instalaciones. Un galpón está dedicado a las historias, fábulas y mitologías de las ballenas. También hay un poema de Neruda y algunas pinturas. Hay referencias históricas y fotografías, además de piezas utilizadas para las tareas que allí se desempeñaban. La historia que cuentan las referencias es impactante. Habla de una empresa dedicada a la captura de ballenas para la producción de sebo, jabones, peinetas y un listado de varios etcéteras. Estos productos tenían como destino el mercado interno, y luego a la exportación hacia Japón. Fue la ballenera más grande del país. Inaugurada en 1943, funcionó durante dos décadas a pleno. Alrededor de mil personas trabajaban en tres turnos. Sus actividades finalizaron en 1967. Y eran tantas las ballenas que cazaban, que las acumulaban para faenarlas a su turno, que todo el pueblo terminaba impregnado por olores pestilentes.
La ballenera fue la que le dio identidad al pueblo. Es natural que en las mismas instalaciones donde antes estaba esa empresa, funcione un museo. También es necesario porque la historia tiene que contarse, conocerse y entenderse.
Después de recorrer las instalaciones, quise aprovechar el tiempo en una playa que me recomendaron visitar. Primero había que atravesar un bosque, un lindo sendero a través de árboles muy altos que daban una sombra fresca. Cuando descubrí el mar, el paisaje me fascinó. Sus rasgos geográficos eran muy similares a los de Punta Tralca, una playa que me enamoró. Recordé entonces las palabras que me habían dicho: "si te gustó Punta Tralca, Quintay te va a encantar".
Una playa rocosa, arena, un promontorio, el viento, la espuma agitándose, el mar azul intenso, el sol cálido, un cuadro realizado a la perfección por la naturaleza y con el cual me sentí bendecida. Sentarse a mirar el paisaje, a pensar, a simplemente formar parte de esa composición, realmente no tiene precio.
Estuve un buen rato allí. Simplemente mirando el paisaje. Como en éxtasis, todo te parece maravilloso. El mar inmenso, su tonalidad, la espuma insistentemente blanca. Pensás en la inmensidad. Pensás en una escala infinita de belleza donde colocar ese momento. En la fortuna de conocer ese sitio. De estar en ese momento, en ese lugar, pensando en eso mismo que estás pensando. Reflexionás sobre el universo, sobre los secretos, sobre los prodigios. El destino. Un sitio que es mucho más que el lugar donde estás, y el lugar donde querés estar, sino como lo mágico y los designios sobrenaturales que se mueven para que vos estés ahí, disfrutando de ese lugar. Querés atesorar ese momento. Mirás el paisaje. Ves a la gente más allá jugando con el agua, tomando sol, guareciéndose en la sombra de algún árbol. Sos parte de eso. Un momento único con el cual el universo te bendice. Y no sólo lo sentís, sabés que en ese instante, sos feliz.






























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