A pesar de tratarse de un pueblo costero, imaginaba un campo cubierto de zapallos. Busqué la toponimia del lugar, pero no encontré nada asociado con ello. Era lógico.
Zapallar es un pequeño poblado sobre la costa pacífica, distante a 80 kilómetros de Valparaiso. Me hablaron de ese lugar como un sitio bonito, top entre los balnearios. Su nombre me resultaba tan curioso que lo quise ir a conocer.
Un bus desde la ciudad porteña circula durante unas dos horas, atravesando varias poblaciones balnearias, hasta llegar a Zapallar. Un centro pequeño, casas coloridas, que se van desparramando lentamente hacia las laderas de los cerros cercanos. La gente y su andar despreocupado. Hacia la costa algunas residencias con amplios jardines. Las calles serpenteaban por sitios donde no se veía la playa pero se percibía su cercanía. Tuve que preguntar por dónde acceder, y me señalaron un acceso a través de un bosquecito que parecía de cuento de fantasía. Cuando llegué a divisar el azul profundo me sentí en un sitio realmente mágico.
La playa tenía una arena tan tentadora que invitaba a caminar descalza. Pero eso sólo podía suceder bien cerca de la orilla, en la parte húmeda, porque los rayos del sol refractaban con intensidad, y la arena quemaba. Caminé un buen rato, coqueteaba con las olas que llegaban con fuerza procurando que me alcanzaran de a poco. Y ese primer contacto con el agua fría fue sumamente reparador. Sentís el frío, la espuma, el agua que llega y se va, la arena hundiéndose bajo tus pies, y nuevamente el agua que vuelve como reclamando su territorio.
Algunas embarcaciones amarradas flotaban al vaivén de las aguas. El oleaje se levantaba como enojado y golpeaba con fuerza contra las rocas que se acumulaban un poco más allá. El azul intenso era hipnotizador. Permanecí mucho rato observándolo, adivinando su juego constante de ir y venir con fuerza. Juzgué imperdibles las vistas que debían tener desde los ventanales las casitas que iban subiendo los cerros.
El día previo, una mujer que me dio charla mientras esperábamos un colectivo, me sugirió que hiciera el paseo costero. Me habló con tanto entusiasmo cuando le mencioné que iría a Zapallar, que cuando me encontré con la senda que recorría la orilla, sus palabras acudieron a mi.
Comencé a caminar observando el paisaje, y sintiéndome como en éxtasis. Había rocas, algunas flores coloridas que crecían entre ellas, y algunas aves marinas y la inmensidad azul desplegándose más allá. A un lado me acompañaba todo ese paisaje, al otro, los jardines de las residencias vecinas se prolongaban hasta allí dando cuenta de su ubicación privilegiada. Eran jardines tan llenos de flores coloridas y tan dignos de admiración como el mar bravío y profundo.
Caminé largamente, muy largamente. De a ratos, me sorprendía alguna lagartija y me quedaba tan paralizada como ellas, a quienes interrumpía en su tarea de estar expuestas al sol, para escabullirse rápidamente entre las rocas o las plantas. Su presencia continua y vertiginosa me hacía sentir en un parque jurásico. Eran llamativas, porque su piel era verdeazulada y brillante. Me miraban con curiosidad, quizá la misma que me generaban a mi. El sol era intenso, y por el horario, sospecho que era el mejor momento para que salieran de sus escondites para tomar sol.
Estuve largo rato mirando y admirando el paisaje. Me asombraban las aves costeras. Sobre todo las que se congregaban en los alrededores de las embarcaciones pesqueras y el restaurante que preparaba sus especialidades a base de pescados. Los locales gastronómicos eran un buen refugio para esas horas de brillante sol.
Me fui de la playa por otro sendero que atravesaba también un bosque. Era como un laberinto botánico que daba frescura a un día muy caluroso. Recorrí luego la plaza y algunas calles del pueblo. Me quedé hablando un largo rato con unas personas en una esquina, donde comentaban las obras que se estaban haciendo en las calles, también hablaban del calor, de la rutina cotidiana. Después, me indicaron dónde tomar el bus de regreso a Valparaiso.
La micro tardó en llegar por lo que se formó una fila bastante amplia. El conductor era un personaje atípico. Saludaba a todos y hacía chistes. Un grupo de señoras que iban sentadas en los primeros asientos le seguían el juego y la risa pronto se hizo tan contagiosa que todo el pasaje iba a las risotadas. En cada parada, cada uno que subía recibía un comentario gracioso del chofer, y de tanto en tanto le gritaba algo a alguien por la ventanilla, como un joven con un sombrero oriental que estaba al costado del camino, y que al verlo, el chofer aminoró su marcha sólo para entre risas decirle, "oiga joven, le puedo sacar una foto con mi celular y subirla a Facebook. Es que nunca he visto un chino por aquí". El joven (que lo único que tenía de chino era el sombrero en punta) se reía, y todo el pasaje se reía. Durante las casi dos horas de regreso, el jolgorio fue constante.
Había sido un hermoso día de playa, pero uno de mis deseos era observar el atardecer sobre el mar. Era bastante temprano para el ocaso cuando me fui de Zapallar. Es que la frecuencia de los buses no era muy confiable y me habían recomendado regresar no después de las 19 para mayor seguridad. Pero el deseo de ver el sol ocultándose sobre el horizonte del Pacífico era muy grande, así que me bajé en Viña del Mar,
Recorrí algunas de las calles de Viña, y desemboqué luego en la playa. Había sido un día fantástico y había muchas personas todavía en la arena y jugando con las olas marinas. Me asombraba el tamaño y la fiereza de las olas, aún así no amedrentaban, por el contrario, incitaban a jugar con ellas a quienes se dejaban atrapar por ellas. Y entonces, por fin llegó el momento esperado. Un instante de comunión con el universo y donde los deseos se hacen realidad.
Pasividad. Colorido. Reflexión. Melancolía. Felicidad. Sensaciones. Magia. Todo eso junto mientras la bola de fuego se iba perdiendo entre los edificios e iba tiñendo con su sombra todo el cielo a su alrededor. El corolario esperado para un día fantástico de hermosos paisajes y emoción.
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