domingo, 15 de enero de 2017

[‪#‎DIARIODEVIAJE‬] Valparaiso, la ciudad que es como ninguna otra...

Me habían dicho que Valparaíso era una ciudad hermosa, que me iba a encantar. Me hablaron maravillas de esa ciudad recostada sobre la costa pacífica chilena. Esas versiones encendieron mi curiosidad. Quería conocer la ciudad, quería saber cómo era ese rincón del mundo donde el colorido es una parte esencial del paisaje. Fundamentalmente también quería encontrarme cara a cara con el azul intenso del Océano Pacífico.
El destino principal de mi viaje a Chile, tenía como meta a Valparaiso. Y ya su denominación me hacía soñar con un lugar mágico, celestial, único. Estaba lista para encontrarme con esa fantástica sensación de fascinación que siento cada vez que conozco un nuevo lugar. Poco antes del viaje, di con una persona que no me dio buenas referencias de la ciudad, y luego otra. Frente al universo de personas que me habían hablado tan bien, de pronto me encontraba con versiones que me hacían dudar. Me dijeron que no era una linda ciudad, que no tenía mucho, que era para ir a conocer durante el día y ya, que era una ciudad portuaria y sucia. Eran minoría, y como sé que la subjetividad pesa mucho, decidí continuar con mi plan. Iría a Valparaiso, y quizá reduciría mi tiempo de estadía y me instalaría en otro sitio.
Tomé el bus en la terminal de Santiago, y casi dos horas después estaba encontrándome en esa ciudad extraña, particular y que en nada se parecía a lo que había imaginado.
Poco antes de llegar la ciudad ya me sentí impactada y un poco perdida. Apenas bajé del bus, su dinámica me inundó y me sentí un tanto desolada. Las calles estaban atestadas de gente que iba y venía al ritmo de los ómnibus y también de la avenida, con sus vendedores ambulantes y los taxistas que ofrecían sus productos y servicios a viva voz. No era la idea que tenía. Por algún motivo, había imaginado que la ciudad era más pequeña, y resultó todo lo contrario. Veía los cerros desbordados de construcciones y me daban ganas de volver por donde había llegado. Las voces que me habían hablado en contra, comenzaron a martillar mi cabeza.
Las indicaciones para llegar a mi alojamiento decían que tenía que tomar una micro y que le pidiera al chofer que me avisara, desde allí, todavía tenía que caminar en subida algunas cuadras. Lo cierto es que el chofer se olvidó, y me di cuenta justo en la parada siguiente. Tuve que retroceder un par de cuadras y luego comenzar a subir. Hacía mucho calor, estaba desorientada, la subida se me hacía intensa y había encontrado que la ciudad era verdaderamente sucia. Pero realmente sucia. Al punto de encontrar montículos de basura casi en cada esquina.
Las veredas estrechas, las calles adoquinadas, las subidas me anticipaban la necesidad de un ejercicio constante, el calor, la mugre, los vehículos que daban miedo porque parecen manejarse con prioridad para el automovilista, que además parece en carrera constante. La sensación de decepción, crecía. Los carteles que hablan de la posibilidad de tsunamis no ayudaban. Traían a mi mente uno de mis temores, los terremotos. Nunca estuve en uno, y las imágenes de las fotos de los diarios y revistas y en televisión siempre me generaron temor. Era cierto que los colores llamativos de las fachadas y los murales callejeros eran también un continuo, pero perdían peso frente al impacto que me había generado la ciudad.
Cuando llegué a mi hostal, la recepcionista me recibió muy amable y entusiasta. Se la notaba con mucha energía, y apenas terminé con mi registro, me preguntó si era la primera vez que visitaba la ciudad. E inmediatamente hizo dos afirmaciones que contrastaban con el cúmulo de sensaciones con el cual llegaba a estar frente a ella. "Valparaiso te va a encantar", fue la primera. Y acto seguido agregó, "no se parece a ninguna otra".
Aquello que había escuchado por primera vez de una ciudad que no se parece a ninguna otra, me había generado mucha curiosidad, y de hecho, fue uno de los motivos por los cuales me decidí a visitarla. Cuando escuchè nuevamente la frase, en la voz de la empleada de la Oficina de Turismo del Puerto, me pareció que estaba frente a un eslogan inventado por el marketing turístico que las personas no hacían más que repetir porque sonaba bien.
No le mencioné a la recepcionista del hostel las sensaciones que había recolectado desde poco antes de llegar a la ciudad hasta ese instante en el que estábamos conversando. Le hablé en cambio del tema terremotos y los carteles de alerta de tsunami, y me dijo que para los lugareños el tema de los terremotos es tan frecuente que ya ni le prestan atención y me habló de las escasas probabilidades de que se produzca un tsunami, al menos en Valparaiso. Después me dio algunas indicaciones de lugares a visitar y me facilitó un mapa con los principales puntos de referencia. Acomodé mis cosas y salí a ver qué encontraba en esa ciudad que en términos de Facebook, podría decir que habíamos establecido una relación complicada.
El Cerro Concepción y el Cerro Alegre, son los de mayor concentración turística, ya sea por los hostales, o por lo pintoresco de sus murales, miradores y paseos. Otros cerros conviven con ellos, pero son dos grandes polos de atracción para viajeros de todo el mundo que llegan para conocer uno de los conglomerados urbanos más grandes de Chile.
Un paro de estatales que ya llevaba varias semanas era la causa del estado calamitoso de las calles. Si bien, como me confirmaron luego, Valparaiso no es una ciudad muy limpia, lo cierto es que la acumulación de basura y el olor nauseabundo, eran consecuencia de la protesta en la que estaban incluidos también los recolectores de residuos. Mientras caminaba, unas turistas se quejaban de la mugre y una mujer que barría la vereda y escuchó sus quejas, agregó "sí, a nosotros también nos da mucha vergüenza". Pensé en lo difícil que es para un viajero encontrarse con una ciudad en esas condiciones, pero en lo mucho más difícil que debía ser la situación para los residentes que llevaban tantos días en la misma situación.
También los famosos "ascensores", como se los llama a los funiculares, y que también son característicos de Valparaiso, estaban fuera de servicio a causa del paro. Esto obligaba, en algunos casos, a realizar el ascenso por interminables escaleras. Para las personas mayores, o con dificultades motrices, era realmente un castigo. Así fue como observé la situación en la que una señora, con bastón, juntaba coraje para subir los más de cien escalones que la llevaban hacia su destino. Apenas había avanzado unos pocos, y ya unos hombres que venían detrás,  procuraron ayudarla.
En mi primera recorrida oficial por la ciudad, opté por dirigirme hacia el Paseo Yugoslavo. Entonces sí, comenzar a apreciar las fachadas de las construcciones antiguas, las puertas, las ventanas, el colorido. Desde el mirador, por primera vez mis vista se cruza con el azul profundo y lejano. Vi los buques, embarcaciones enormes, y también la pila de contenedores. La actividad portuaria estaba en primer plano, pero ese azul zafiro no dejaba de inspirarme, de atraerme. Bajé hasta la Plaza Sotomayor y de allí, fui al puerto. Observé las embarcaciones, los botes, las lanchas, y me entretuve un rato escuchando cómo los hombres vociferaban ofreciendo los paseos por el Pacífico. Dicen que la vista de la ciudad desde la bahía vale la pena. Estaba tentada de hacerlo. "Tres lucas", o "tres luquitas", pedían por el paseo. El ritual del ofrecimiento hasta llenar la embarcación me resultaba entretenido, y me quedé observando esa situación. Decidí no hacerlo. Era mejor dejarlo para otra ocasión en la que tuviera conmigo un lente más apropiado para la cámara de fotos.
En la Oficina de Turismo me dan indicaciones de actividades para realizar, y me aconsejan visitar el mirador que se encuentra en el Paseo 21 de Mayo, en el Cerro Artillería. La zona del puerto me genera desconfianza. No se ve muy agradable. Las construcciones grises se apartan del colorido que había visto antes, y tienen aspecto de abandonadas. Me da un poco de temor, pero me animo a seguir. Ya en el Cerro, me topé con unas escaleras que no supe si amarlas u odiarlas, por lo que no me quedó otra que transitarlas. Me anticipaban que toda mi estadía iba a ser un desafío en ascenso. Avancé. Mientras avanzaba me gustaba la vista que se iba desplegando. Hacía calor, mucho calor. El impacto de la ciudad era intenso, y creo que estaba un poco fastidiada. Me molestaba tener que subir, me costaba, hacía calor, había mugre, no me gustaba, pero tampoco me gustaba la idea de equivocarme en mi decisión de quedarme unos días en la ciudad, que en ese momento me parecían muchos. Sabía, sin embargo, que había cosas que me gustaban, y creía que iba a tener que ir descubriéndola
lentamente. Desde ese mirador, el azul del mar me traía tranquilidad. Me senté a mirar el paisaje y sólo me limité a eso. En el Paseo hay unos puestos de artesanías y una glorieta. Por el horario, ya de siesta, y por el calor, la concurrencia en ese momento no es muy numerosa. Recordé las palabras de la informante turística, y decidí avanzar un poco más hacia el barrio inglés. Me dijo que eran todas construcciones típicas anglosajonas, que no suele ser muy visitado por los turistas pero que son casas muy bonitas que conservan la fisonomía tradicional de sus fachadas.
Recorrí la zona. Como no es un barrio que esté dentro del circuito turístico, no tiene indicaciones de ninguna naturaleza, así que anduve a la deriva, foteando todo lo que me parecía interesante bajo un calor intenso. Al respecto, los lugareños me dieron dos informaciones importantes. Una, hay que tener mucho cuidado con la piel porque el sol puede ser dañino, y dos, es una de las causas de los frecuentes incendios.
Anduve mucho rato. Para el regreso ya estaba cansada, no quería caminar otra vez por la zona del puerto, así que tomé una micro que me llevaba a Viña del Mar. También estaba en mis planes conocer ese lugar. Sabía que prácticamente no se puede conocer una ciudad sin conocer la otra, si bien pensaba pasar más tiempo allí, la imposibilidad de llegar a la orilla del mar desde Valparaiso, me llevaron a querer visitar las playas de Viña.
Me bajé en el centro. Quise visitar la iglesia pero estaba cerrada. Después, fui por información turística, pero también estaba cerrada por el paro. Museos, edificios públicos y muchos servicios estaban afectados por la protesta. Caminé por algunas calles céntricas, y ya al caer la tarde, decidí entrar en un bar y consumir una de las famosas "once", esa merienda que te deja sin ganas de cena. Más tarde, estaba en el reloj de flores, y por fin el mar. Ya comenzaba a refrescar, y se había nublado, así que mi idea de disfrutar de un atardecer en el Pacífico, se desvanecía como las olas que golpeaban contra la costa. Cuando baja el sol, realmente hace frío, así que decidí regresar a mi destino.
Había sido un día agitado. Tenía una mezcla de sensaciones. Había tenido momentos de tranquilidad y otros que no lo fueron tanto. La aglomeración de las casas me resultaba abrumadora, por momentos, la densidad del ambiente, el calor, y la falta de espacios me hacía sentir que me ahogaba. Sin embargo, el primer día de mi estadía sentía que había llegado a su fin de un modo bastante airoso. Había andado bastante, y todavía tenía mucho más por recorrer. Pero la sensación de agobio me hacía querer escapar, así que al otro día busqué refugiarme en el mar.
Tomé un bus hacia Algarrobo. Sabía que eran unas lindas playas, pero no imaginaba que el transporte iba a dejarme en un lugar que hacía las veces de terminal, pero que era una simple parada. Fueron varias cuadras que tuve que caminar hasta dar por fin con las olas y la arena. La brisa marina me hacía sentir feliz de estar ahí. Era lo que necesitaba, poder respirar, observar el paisaje de una infinidad azul que se pierde en el horizonte con el celeste intenso del cielo, observar las aves marinas, sobre todo unas que tenían una fisonomía que nunca había visto. Disfruté mucho de un buen rato en las playas semidesérticas.
Mi paseo por el Algarrobo era la primera parada de una serie de altos que pensaba hacer en la recorrida por El Litoral de los Poetas. No sabía para cuántas paradas me iba a dar el tiempo, sabía que la visita a Isla Negra, era una meta primaria. Y así fue. Tomé una micro, me bajé en Isla Negra. Obtuve mi turno para hacer la guiada por la residencia del poeta, y mientras esperaba el horario, me entretuve en la playa mirando el mar, las olas. Me asombré con su volumen, con su frecuencia, con su tamaño. Tenía una bravura que me impactaba. El ritmo con el que funcionaba era distinto al que conocía y eso era para mí tan particular y atractivo que permanecí mucho rato haciendo nada más que mirarlo y soltar mis pensamientos al viento.
Después de recorrer la casa, una visita que me generó una revolución de emociones, y sobre la que ya compartí mi experiencia en otro post, caminé en busca de un sitio que me habían recomendado donde había una especie de mirador, y que también estaba relacionado con Neruda. Las indicaciones decían que eran algunas pocas cuadras las que había que caminar. La realidad me enseñó lo contrario. Caminé bastante sin saber certeramente hacia dónde estaba yendo. No era un lugar muy transitado así que no encontré nadie a quien consultar. Luego de un buen trecho di con una joven que no tenía mucha noción acerca de lo que estaba consultándole. Seguí viaje hasta que finalmente dí con "Cantalao, el sueño del Poeta". Es un terreno que cuenta con instalaciones al aire libre y desde donde se observa una vista espectacular del mar desde arriba. Es un sitio hermoso, digno del sueño de almas sensibles. Desde allí pude observar una zona de playas que me resultaba muy atractiva, así que decidí caminar hacia ese lugar.

Cuando después de un rato me encontré frente a la playa, el paisaje realmente me enamoró. Una playa pequeña que se prolongaba màs allá, pero que había un montículo que afloraba en las orillas del mar como si fuera una isla conectada al continente por un istmo. Quizá no era tanto así, pero era la sensación que me generaba. Estaba maravillada de ese paisaje. Y por supuesto fui hasta allí, caminé por el montículo. Permanecí un rato, y no quería irme. Pero ya el reloj marcaba las horas del retorno. Unas personas que me había cruzado en el camino me habían dicho que los buses para el retorno a Valparaiso dejaban de circular en breve y si no volvía me iba a quedar a la intemperie en esa pequeña población llamada Punta Tralca. Me ocupé de registrar bien ese nombre porque era un lugar que me había impactado y al cual en algún momento seguramente voy a volver. La felicidad por conocer ese lugar tan hermoso era tan grande que realmente me sentí enamorada de ese paisaje. Me pareció un rincón tan sencillo y majestuoso a la vez, pero que además tenía el complemento de playas de arena cálida, el azul profundo que seguía agitándose en sus orillas, un sol que iluminaba todo, la arena, el mar, y le daba calidez al viento. Un lugar mágico, un momento mágico. Pero me tenía que ir. Y me faltaba un trecho para llegar a la carretera y ver si alcanzaba el bus. Para mi suerte, un vehículo circulaba en mi misma dirección, y el conductor, que también venía de disfrutar un día de playa, se ofreció a llevarme.
Cuando subí, le conté que iba tan solo a tomar el bus, y me dijo que no sabía si los buses iban a pararme si no tenía pasaje. Así que en medio de la charla y la falta de información y mi temor a quedarme sin posibilidad de retorno, me llevó hasta San Antonio, una ciudad portuaria que también había planeado conocer, pero que por la distancia sabía que no iba a darme el tiempo. Sin embargo, casi sin querer, mi amigo del destino, que vivía en San Antonio, me llevó hasta la terminal de ómnibus, mientras me contaba algo acerca de su vida, de los lugares que transitábamos, de las playas y de Cartagena.
Una vez en San Antonio, saqué mi pasaje, y fui a dar una vuelta por el puerto mientras se hacía el horario de partida. Llegué a Valparaiso ya por la noche. Después de un día maravilloso y genial, fue extraño sentirme en casa, en esa ciudad que tanta contradicción me había generado.
Al día siguiente estaba dispuesta a desmitificar la propia idea que me había creado de Valparaiso. El plan mental que me había armado era recorrer esa ciudad que para mí tenía sabor agridulce, mezcla de la fascinación por los colores, las construcciones antiguas y pintorescas y la desolación por la asfixia,la falta de oxígeno, los fragmentos de cielo atravesados por cables que se acumulaban enmarañados en torno a los postes de luz, en medio de la basura, de los pasadizos y las escaleras. Era como la representación gráfica de la biblia y el calefón. Un mar azul intenso que sólo puede apreciarse a la distancia porque el puerto ocupa toda la parte central, y para encontrarse con el mar hay que ir para el lado de Viña. Quería recorrerla para conocerla, para palparla, para saber qué tiene de fascinante, para enamorarme de ella como me habían prometido. Subí por la calle del hostel para conocer la iglesia luterana pero no se podía ingresar. Bajé por el Paseo Yugoslavo hasta la Plaza Justicia y luego la Sotomayor. Allí me sumé a un tour por propinas, tan frecuentes en Valparaiso. El recorrido duraba tres horas y consistía en visitar el área del puerto y la parte más antigua de la ciudad. Seguí la recomendación que me realizaron de tomar ese tour porque si no es de ese modo, no se recomienda circular por la zona. Es la menos turística y con más probabilidades de robo. Por cierto que eso también puede ser un prejuicio, pero ante la duda, se aconseja el tour. Sin embargo, mientras estábamos en la caminata, una señora que vivía en esa zona nos recomendó no internarnos más allá y que tuviéramos mucho cuidado porque robaban mucho en esa zona.
La caminata arrancó en el monumento a Prat, en la Plaza Sotomayor, y la explicación de los edificios circundantes y luego recorrer la zona descubriendo alguno de los murales y su importancia en la identidad de Valparaiso, conocer acerca de los artistas locales que le ponen color a los muros y cómo es la dinámica de la preservación de las obras. También nos llevaron a visitar un "emporio", algo así como un antiguo almacén que dicen que en la región le llamaban emporios, o como los almacenes de ramos generales. Dicen que sólo quedan algunos pocos emporios de vieja data aunque en algunos sitios están resurgiendo los pequeños negocios frente a la presencia imponente de los supermercados. En el local nos atendió un señor de origen genovés, quien pacientemente dejaba fotografiar su local. Un típico negocio antiguo, con balanzas de las de antes y los productos, de amplia variedad, distribuidos prolijamente por tipo y marca, botellas de distintas bebidas alcohólicas y los caramelos en carameleras que llamaban la atención. Fue como un mini viaje al pasado.
El Cerro Cordillera es el que está considerado como de cuidado por los robos. Anduvimos por allí observando algunas construcciones, pasadizos, entramos a la casa museo Cochrane que estaba cerrada, pero nos permitieron pasar para obtener algunas fotos del mirador y conocer el patio. Pasamos frente a algunos ascensores, que inactivos,, esperaban que la protesta de los estatales alcanzara su objetivo. Llevaban tiempo así. En la puerta de uno de ellos, un mural estaba dedicado a la mascota que siempre se echaba allí. "Osita", era el nombre de la perra que tal como en el mural, estaba descansando a los pies del ascensor.
El Bar Liberty, una cantina ubicada en la zona más antigua de Valparaiso, era un paso obligado. Es un bar de mesas rústicas, de platos humeantes, cervezas y muchas gorras colgando de una pared, regalo de los visitantes. Es pequeño, pero bastante concurrido, y en ocasiones, dicen que se bajan las persianas pero el jolgorio sigue puertas adentro. Seguimos hacia la Iglesia Matriz y luego hacia la Aduana.
Al finalizar el tour había conocido bastante, había andado mucho bajo un sol intenso, y un calor insoportable. Volví al puerto, con la intención de hacer el paseo en embarcación, pero luego de observar durante un buen rato el ritual de venta del paseo que tanto me entretenía, desistí. Fui a tomar una micro hasta La Sebastiana, la Casa Museo de Pablo Neruda en Valparaiso. Pero no entrè. Me había sensibilizado tanto la visita a Isla Negra que preferí quedarme con esa sensación, así que desde allí bajé en busca de los murales del Museo a Cielo Abierto. Los murales no estaban bien señalizados, algunos incluso necesitaban mantenimiento, y las indicaciones no eran claras. Encontré una chica que andaba tratando de hacer el mismo recorrido. Ella vivía en un cerro cercano pero no era habitual que anduviera por allí. Juntas compartimos un buen rato y descubriendo las creaciones en los muros. Después, llegamos hasta la Plaza Reina Victoria, donde nos separamos.
Visité la Catedral, la muestra fotográfica que estaba frente a la iglesia y seguí perdiéndome entre las calles. En los días sucesivos en varias ocasiones elegí internarme en los pasadizos, recorrer cada uno de los paseos y sus miradores, su mercado, sus escaleras, su antigua cárcel, devenida en Centro Cultural, su cementerio. Anduve en sus micros, y trolebuses, y por fin, cuando la huelga se levantó, utilizar el servicio de los ascensores, un medio de locomoción que utilizan frecuentemente los lugareños. También, por fin, comenzaron a recolectar los residuos.
Los murales, sin duda, son impactantes. El colorido de las fachadas es como un arcoiris desparramado entre las construcciones. Intenté encontrar alguna lógica en la disposición de los colores, como si se tratara de un rompecabezas o un memotest.  No la encontré. Las construcciones antiguas, una al lado de la otra, aglutinadas, forman un paisaje sumamente llamativo. Tienen una mezcla de nostalgia y alegría, y un tinte bohemio que se percibe en el ambiente. Y los viajeros, inundando las calles con mapa en mano, son parte de la rutina cotidiana.
Quizá todos esos ingredientes hagan de Valparaiso una ciudad particular. Tal vez esos sean sus recursos para atraparte. Terminé por quedarme más días de los que había previsto, sin embargo, nunca pude sentir tanta familiaridad como para llamarla solo "Valpo", como le dicen los lugareños o quienes le han tomado cariño. Es probable que nuestra relación siga siendo complicada, donde a veces te enamorás y a veces elegís distanciarte. Lo que queda claro, es que cada quien tiene que hacer su experiencia, y dejar fluir sus sensaciones. A mí, me dejó una mezcla extraña entre las cosas que me gustaron y las que no. Pero eso será materia de otro post.































1 comentario:

  1. visitar estos hermosos lugares en tus vacaciones es de lo mejor que podrías hacer, son bastantes relajantes y además que tienen unas cabañas increíbles para hospedarse, lo leí en este artículo www.cabañasenlosmolles.com

    ResponderEliminar