La siguiente etapa del anhelado viaje se desarrollaba en El
Chaltén. Me habían hablado mucho de esta pequeña y joven población fundada en
1985 para poblar un área de la provincia de Santa Cruz que era motivo de
conflicto con el limítrofe país trasandino. Sabía que era "la Capital
Nacional del Trekking" y esa característica era suficiente para que todo
el mundo pensara que iba a encantarme. Tanto me hablaron, tanto me dijeron que
me iba a gustar, que me iba a encantar, que me iba a enamorar, que llevaron mis
expectativas muy altas. Y no sólo eso, me hicieron desconfiar que realmente me
conocieran.
Me encanta el trekking. Disfruto mucho de la experiencia de saber
las enormes posibilidades que me permiten mis piernas. No soy deportista, pero
amo caminar. No sé de entrenamientos, ni de ejercicios, ni nada que se le
parezca. Sólo sé que tengo dos piernas que pueden llevarme hasta donde quiera
ir, y que básica y esencialmente pueden llevarme a desafiar mis propios
límites. Pero me cuesta, la falta de entrenamiento tiene esas consecuencias.
Amo la actividad, pero me cuesta llevarla a cabo. El cuerpo me pasa factura. A
mi ritmo, busco llegar a la meta.
Sabía que cuando fuera a El Calafate, iría también a El Chaltén.
Me habían dicho que el clima era tan variable que en un mismo día podía tener
las cuatro estaciones y que eso podía atentar contra la realización de algún
circuito, por lo cual había previsto destinar varios días en el lugar.
Me fui de El Calafate en el servicio de la empresa Taqsa que salía
a las 7 de la mañana. A las 8 había otro servicio, que era más conveniente para
no levantarse temprano, pero que tenía los asientos delanteros ya vendidos, por
lo cual decidí irme antes. Quería disfrutar de la vista panorámica, y además,
me permitía llegar más temprano a destino y aprovechar el día.
En la mañana, el paisaje que observaba a través de la ventanilla
se hacía más solitario. Aridez, desolación, soledad, rutinaria monotonía de lo
mismo. Eran kilómetros y kilómetros que la ruta devoraba y a pesar de eso,
parecía que estábamos en el mismo lugar. No se trataba de una belleza exótica,
sino de una inmensidad desconocida. Un paisaje que se prolonga hasta el
infinito y más allá. De vez en cuando algún cartel hablaba de velocidades
permitidas, anticipaba alguna pendiente o baden o nos informaba de los
kilómetros que faltaban para llegar a algún lugar. Al costado de la ruta,
sembradas en pleno campo, las torres metálicas sobre las que se apoyan los cables
de alta tensión, nos hacían compañía. Soldados de un ejército en posición de
firmes que nunca abandonan sus filas. Especies de robots creados para tal fin,
guardianes de la electricidad. De pronto, mis pensamientos se evadieron en la
fantasía de que se trataba de guerreros de las galaxias desafiando una tierra
hostil y procurando que la luz siempre nos acompañe.
Sin saber de dónde, de pronto un curso de agua surge y da motivo a
la existencia de un puente. Una vaca pasta cerca del camino, es la única que
observo en kilómetros. Adivino que entre esas matas hay vida oculta.
Seguramente liebres, zorros, algún roedor. Pero se esconden. Fantaseo que como
el ojo del Gran Hermano, nos espían desde su madriguera. Mi teoría se confirma
cuando cruzamos algún cadáver sobre la ruta. ¡Pobre liebre! ¿Cuántos animales
mueren atropellados en las rutas? Qué saben ellos de prioridad de paso? Más
adelante descubro otras vacas, guanacos y carteles que señalan la presencia de
ciervos, pero de esa especie, es todo lo que pude ver.
La cinta asfáltica se extiende recta hasta perderse en el
horizonte. De pronto una curva hacia la misma infinidad. Algún cartel semi
discreto señala el nombre de una estancia cuyo casco no se llega a divisar.
¿Quiénes serán los dueños de todo esto? Un paisaje pintado con acuarela,
tallado por las manos artesanas del viento, cinceladas por el clima, grabado
por años y años de trabajo intenso. Una obra imperfecta que sigue dibujándose
eternamente.
En algún momento las curvas se suceden y el mismo paisaje que
antes se apreciaba en paralelo al camino, ahora se aprecia con una perspectiva
de 360 grados. Un curso de agua celeste, un lago, un río como el Santa Cruz, La
Leona, el Arroyo Turbio, nos regalan una panorámica inesperada. Estoy
utilizando un servicio regular y el bus no se detiene en los miradores. Los veo
pasar con nostalgia.
Los guanacos, solos o en grupo, se hacen más frecuentes. Al
costado de la ruta, nos ven pasar. A veces, huyen.
El cielo tiene algunas nubes. Todo el conjunto se refleja sobre el
río que se extiende a nuestro lado. El sol brilla y su destello también se
imprime en el agua. Su efecto espejo me hace achinar los ojos ante el impacto
de sus rayos.
Paramos en el Parador La Leona. Es un hotel con una cafetería y
venta de recuerdos. Se puede utilizar el baño, pagando 5 pesos. Tiene un
pequeño museo con restos fósiles, y objetos utilizados por los pobladores
originarios. El sitio fue declarado Histórico. Tiene en su anecdotario, el
reconocimiento del lugar como el sitio donde el Perito Moreno fue atacado por
una leona, suceso que le dio nombre al paraje. Al rato llegaron otros
contingentes y se hizo la hora de partir. Todavía faltaban unos 120 kilómetros
para llegar a El Chaltén. Un mirador a unos 2 kilómetros del lugar, anticipa
una vista espectacular del cerro Fitz Roy. Se percibe la cercanía con el punto
de destino.
De frente, todo el cordón montañoso nos guía. La Ruta 23 parece
querer darse de lleno contra las montañas. Nos conduce directamente hacia el
macizo. El paisaje es, sin dudas, maravilloso.
Llegamos a El Chaltén cerca de las 10. Ingresamos a Informes de
Parques Nacionales, nos dieron una charla de unos diez minutos y luego, el
chofer nos condujo hacia la terminal. Una vez ahí, me dirigí a la Oficina de
Informes Turísticos. Consulté acerca de los circuitos (por más que el pueblo está dentro del Parque Nacional Los Glaciares, es de acceso libre como todos los senderos, que están bien señalizados por lo cual no hace falta contratar guías), cómo llegar al hostel y
alguna otra información del lugar.
Empecé a caminar en busca de mi hospedaje. El pueblo, pequeño, me
resultó pintoresco y colorido. Mientras caminaba, observé la plaza, la iglesia,
la escuela, y el cerro Fitz Roy coronando la vista. Era un día espléndido. Me
llamó mucho la atención la cantidad de flores amarillas que había por todos
lados. Eran Dientes de León, las mismas que había visto en El Calafate y que
ahora se reproducían en un número muy superior en El Chaltén. Era un colorido
tan natural, tan agreste, tan sencillamente lindo que me parecía todo un
símbolo. A veces con lo esencial, con lo simple, alcanza. Y sobra.
Después de alojarme y de ir
al supermercado por algunas provisiones, decidí hacer la primera caminata de
todos los circuitos de trekking que pensaba realizar.
El acceso al sendero de la Laguna Torre quedaba a escasos metros
de mi alojamiento, así que aprovechando lo fantástico que se presentaba el día,
que todavía tenía varias horas de luz y que el acceso al sendero era casi una
invitación ineludible, decidí aceptar el convite.
Tenía unos 500 metros hasta el inicio del sendero propiamente, que
incluía una primera subida que me hizo meditar acerca de mi decisión. Pero el
clima estaba tan lindo que era imposible intentar siquiera volver. Además si
así arrancaba, qué me quedaría para el resto de los días.
Apenas iniciado el sendero, un letrero indicaba que era una zona
de presencia de huemules. La gran fantasía, poder descubrir alguno y no sólo
eso, poder retratarlo con mi cámara. En vano me esforcé por agudizar la visión,
no estaban allí esperando para mostrarse. Sabía que se este Monumento Natural
estaba en peligro de extinción, por lo cual era poco probable contar con tanta
fortuna.
El cartel indicador también daba algunas recomendaciones respecto
del cuidado ambiental y sobre todo del agua. En la charla con los Guardaparques
ya nos habían informado que todo el agua del lugar es potable. Nos habían dicho
que podíamos tomar agua de cualquier curso de agua, que era mineral y muy pura.
Pero para conservarla de ese modo, había que tomar algunas precauciones. Y he
ahí lo que más me llamó la atención. En El Chaltén, como en ningún otro lugar,
había visto que se hiciera tanto hincapié en cómo cuidar el agua e incentivar a
la gente a consumir el agua de los ríos y arroyos.
Entre las recomendaciones estaban el utilizar algún recipiente
para juntar el agua. Si era necesario higienizarse, llevar el agua en el
recipiente al menos hasta unos 50 metros del curso de agua. También se
recomendaba utilizar las letrinas dispuestas en sitios estratégicos por Parques
Nacionales, alejadas de las fuentes de agua, y que en tal caso, si
eventualmente se tuviera alguna urgencia y no hubiera letrinas disponibles,
retirarse a una distancia considerable para preservar el recurso natural de
cualquier contaminación. Por supuesto, siempre está el pedido de retirarse del
lugar con los propios residuos y mantener los recursos tal como están, y no
retirar ninguna pieza, piedra, planta o lo que fuere del lugar. Iniciativas por
el estilo, me resultaron dignas de celebrar.
La caminata tiene una duración estimada de ida y vuelta de unas
seis horas. La inicié sabiendo que tenía luz hasta las 20:30 aproximadamente.
Tenía un poco de desconfianza porque me dolía la rodilla, consecuencia del
intento de robo que había sufrido el día que inicié el viaje, y también dudaba de
la dificultad que encontraría en el camino. Sin embargo, pude hacerlo bastante
bien, a buen ritmo. De camino, la primera parada fue en el mirador de la
Cascada Margarita. Sobre la ladera de enfrente se veía caer con intensidad el
agua hacia el precipicio que finalizaba en el serpenteo del Río Fitz Roy. El
sol estaba alto, pero la postal ameritaba destinar algunos minutos a la
contemplación del paisaje. Más adelante, la siguiente parada sería en el
Mirador del Cerro Torre. La vista era todo un espectáculo, y yo tenía la mejor
ubicación. Un palco de lujo para espiar la obra de la naturaleza materializada
en ese coloso que desafió a más de un escalador con resultados que hicieron
historia.
A veces en subida, otras veces esquivando un suelo pedregoso y
difícil, por momentos llano, y de pronto en bajada, con raíces de árboles
oficiando como obstáculos, pequeños bosques que regalaban un poco de sombra,
algún descampado donde toparse de frente con el sol, las flores amarillas, los
abejorros y las mariposas, y el anhelo de encontrar el tesoro al final del
camino.
Cuando llegué por fin a la laguna me encontré con un paisaje agreste,
bello, rústico, sencillo y majestuoso a la vez. La laguna se explayaba a los
pies del Cerro Torre que la custodiaba celosamente. Con su perfil altivo, la
montaña dominaba el paisaje. El cielo tenía un celeste tan intenso y límpido
que las nubes apenas asomaban. El sol impactaba con su brillo y su calidez. Una
especie de playa de piedra rodeaba los bordes de la laguna, y los caminantes que
habían alcanzado la meta estaban dispersos por los alrededores disfrutando de
ese premio al esfuerzo realizado para alcanzar el paisaje. También yo busqué mi
lugar en la orilla. Permanecí un buen rato observando el panorama, regalándome
ese instante mágico.
Después observé que un aguilucho sobrevolaba muy cerca de
las personas y llamaba la atención. Andaba en busca de comida. Es lo malo de
los animales silvestres que se acostumbran a la presencia humana y ya no siguen
las costumbres que deberían si no que adoptan malos hábitos.
El fuego nos iluminaba con mucha ahínco, más de lo que era
recomendable que la piel se obligara a soportar. Observé a mi alrededor que
muchos de los que estaban descansando en la orilla estaban rojos como un
tomate. La falta de protección solar adecuada estaba teniendo consecuencias en
los rostros y cuerpos de los visitantes. Decidí que era tiempo de volver. Antes
de marcharme, recogí unos sándwiches que habían dejado abandonados en la
orilla, y también unas cáscaras de naranja que habían dejado en una bolsa al
costado del camino. Guardé todo, y lo llevé nuevamente hasta el pueblo. Recordé
las indicaciones que nos habían dado en Parques Nacionales y también la leyenda
de los letreros, y me lamenté que no todos pudieran hacerle caso y comprometerse
a cuidar el ambiente.
El regreso lo hice también a buen ritmo. Me detuve un buen rato en
el camino a observar un pájaro carpintero que con dedicación se daba a la tarea
de picotear sobre el tronco de un árbol. Me maravillé un buen rato observando
algo que es trivial pero que a mí me resultaba encantador.
Cuando el camino me depositó nuevamente en el pueblo, todavía
había bastante luz. Regresé al hostel y fui directo a la ducha por un baño
reparador. Había cumplido el primer circuito, uno de los más tradicionales, y
de los más largos. Estaba cansada, pero me fui a dormir feliz de haber
concretado el logro del día. La Laguna Torre ya tenía un tilde en mi checklist!
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