Cuando tenés la posibilidad de ver una estrella fugaz, y otorgarle a ese rayo de luz la potestad de hacer realidad tu sueño, ¿en qué pensás? ¿Qué es lo primero que se te ocurre en ese micro instante en el que hay que expresar el deseo muy rápido para que la magia se aplique a eso que queremos y no perder esa posibilidad única por habernos demorado en pensar?
Tampoco es que uno anda por la vida con los deseos formulados aplicando todas las variables para que sea perfecto, pero al menos debería ser lo más completo posible para que no resulte en un fiasco. Me divierte pensar en esas cosas. Pero más allá de eso, creo que efectivamente a los deseos hay que pensarlos de un modo bien completo, lo más completos posible para que dejen de ser deseos y se conviertan en objetivos. Cuando se convierten en metas, y los tenemos visualizados como tal, nos obliga a pensar acciones para alcanzarlas, a ponernos en movimiento para que se hagan realidad. Efectivamente creo que cuando nos enfocamos en algo, el universo conspira a favor y nos ayuda.
En eso estaba. Pensando en que tenía ganas hace tiempo de volver a visitar las Cataratas del Iguazú. Sólo había ido una vez hace la suficiente cantidad de años para no recordarlo con precisión, pero claramente antes de que fueran declaradas una de las Siete Nuevas Maravillas Naturales del Mundo por la fundación suiza New7Wonder que había lanzado una votación mundial en 2007. Sabía que iba a volver, en no mucho tiempo pero que como era un destino que ya conocía, quería que me saliera lo más económico posible. Así que decidí esperar hasta que las condiciones estuvieran dadas.
Con mi proyecto en mente, pensé en que la mejor manera de volver a Iguazú sería en avión para ahorrar tiempo de viaje, porque el costo de un bus era prácticamente el mismo, y porque básicamente mi modalidad de viaje aún no se ha animado a hacer grandes distancias a dedo viajando sola. Los programas de puntos que suman millas para vuelos fueron una gran opción para este proyecto. A través de algunas alianzas que tienen fui sumando puntos casi sin querer, y otros a propósito. Si escribía comentarios sobre lugares en los que había estado, me iban sumando millas. Así que escribí todo lo que pude. Tenía algunas millas, pero no las suficientes, hasta que a través de una promoción de la aerolínea, redujeron los puntos disponibles y pude sacar un pasaje ida y vuelta gratis a Iguazú. Eso sí, tenía un tope con la fecha. Pero eso casi diría, no era inconveniente.
Busqué referencias de hostels, pero no encontré muchas que me convencieran. Finalmente me decidí por uno que pertenecía a una cadena, del cual había obtenido una referencia positiva y que quedaba frente a la terminal de ómnibus. Como la ubicación me parecía bien, aunque el precio fuera más elevado que otros, me quedé con ése.
El viaje a Iguazú no podía haber llegado en un mejor momento. Me sentía agobiada por circunstancias no felices que me habían obligado a cancelar un viaje que tenía previsto para el mes anterior, y por otras situaciones que hacían mi rutina muy densamente pesadas. Necesitaba tomar un poco de distancia, respirar un aire distinto.
Mientras miraba por la ventanilla, desde las alturas mis pensamientos seguían aferrados a los tormentos de los momentos previos al viaje. Sólo de a ratos fueron concentrándose en la profundidad de las nubes en la que nos internábamos, y empezaron a merodear en la fantasía de ver la luna llena sobre las cataratas. El piloto había anunciado la proximidad del aterrizaje. Había dicho que el día era agradable y habló de una temperatura de 32 grados. Pocos instantes después, la densidad nubosa devolvía una visibilidad diferente a la sábana blanca con la que parecía haber cubierto las ventanillas. El paisaje se veía gris. Pensé inmediatamente en cómo podía haber dicho que el día era agradable si se notaba que estaba lloviendo y también me concentré en la cifra de 32 grados, sobre todo porque casi toda la ropa que guardaba en mi mochila eran de piernas y mangas largas.
En los instantes previos al aterrizaje me concentré en el verde intenso que se hacía cada vez más profundo a medida que perdíamos altura. También vi el rojo de la tierra que se mostraba con la fuerza de la pasión por los caminos que se abrían entre el verde intenso. Pensé en la sangre, en las heridas sobre la tierra castigada por los cultivos, por el paso de los hombres, Me parecían ríos de sangre que fluían a borbotones. Y pensé en el hierro que contiene esa tierra, en su oxidación y concluí en que esos eran los caminos de la Fe. Eran caminos de hierro y de la fortaleza, también.
El paisaje por momentos fue desdibujándose a medida que las gotas de lluvia se hicieron cada vez más notorias. La pista de aterrizaje estaba rodeada de un pasto verde vivo, y digo vivo porque era como un verde claro brillante, como resplandeciente. Algunos teros y garzas saludaban la llegada del avión a un costado de la pista. Pensé, y secretamente me felicité, por haberle puesto la funda a mi mochila ya que de ese modo estaba protegida y no se mojaría. Por fin estaba aquí, aunque mi mente seguía allá.
Cuando descendimos del avión, una humedad intensa y sofocante nos envolvió. Fue como haberse metido en un horno todavía tibio por el calor de las brasas.
Mientras esperaba por mi mochila, compré el ticket de la combi que me llevaría hasta el centro de Iguazú. Fue el precio más conveniente que pude conseguir. Había averiguado previamente, y los precios eran realmente excesivos. Mientras esperaba, se largó a llover con más intensidad, muy fuerte. Y el calor seguía sintiéndose sofocante.
Un gran cartel ubicado en el lugar de retiro de equipaje alertaba sobre los peligros de alimentar a los animales, y sobre los cuidados que había que tener con los coatíes y monos que podían lastimar y robarse comidas y objetos. Pensé en la responsabilidad de las personas en el cambio de hábito animal.
A los pocos minutos dejó de llover. Una mariposa pasó a mi lado y lo sentí como una recepción de bienvenida. Salió el sol mientras todavía esperábamos que los pasajeros ascendieran a la combi. Y enseguida volvió a llover. Así estuvo un buen rato. Lluvia, sol. lluvia, sol. Lo único constante era el vapor caliente. Esa sensación de aire cálido y sofocante me trasladó a la experiencia de Rainforest, un segmento del zoológico de Buenos Aires, que pretendía recrear el ambiente de la selva. Lo había visitado una vez que llevé a mi sobrina cuando todavía era pequeña. Recuerdo que había unas cortinas plásticas que al atravesarlas, enseguida te sentías en otro ámbito. Un tufo te cacheteaba de golpe y la experiencia era verdaderamente distinta, aunque no necesariamente agradable.
La combi se desplaza por la ruta a cuyos bordes el verde de los árboles se contiene por no inundarla y sofocarla. Observo insectos y pienso en el repelente, en el dengue, en la fiebre chikungunya y el zika. Pienso en Nadia, una compañera de trabajo, ella me dijo que tuvo zika. Veo enormes mariposas de diseño azul brillante que tienen un tamaño superior a un colibrí que se desplazan con tanta naturalidad y osadía, hacen sus piruetas en cámara lenta, calculo que por los efectos del aire denso sobre su aleteo.
En el interior del vehículo, la gente habla en varios idiomas. En la radio, escucho música y alguien que locuta en portugués con el entusiasmo de un vendedor de feria. Quizás está buscando hacer honor a aquello de que la alegría es sólo brasilera. Por la ventanilla, un cartel de un coatí alerta sobre la presencia de fauna y pienso en cuántos animales morirán en las rutas. Eso es triste.
Antes del ingreso a la ciudad, la combi se detiene justo detrás de una fila de vehículos. Más adelante hay una garita, y algunas personas que se desplazan entre los autos. Nos avisan que hay que pagar una tasa municipal de acceso a la ciudad. Hay que pagar 20 pesos, por ingresar a Iguazú. Se supone que con lo recaudado se desarrollarán acciones que contribuyan a mantener el sitio como un lugar ecosustentable. El argumento me parece una herramienta de marketing más que acciones traducidas en la realidad. Pienso que es una jugarreta política con la que no estoy de acuerdo, pero que hay que pagar igual. Pago. Pagamos. Continuamos viaje.
Dejé mis cosas en el hostel y salí, cámara en mano a recorrer la ciudad. Pregunté varias veces, en distintos lugares cómo estaba el tema de la seguridad, y me respondieron que no pasaba nada. Me recomendaron ir a ver y fotografiar el espectáculo de luz y sonido que se realiza en el Hito que señala la presencia de las fronteras de Argentina, Brasil y Paraguay. Quedaba a varias cuadras del centro, y volví a preguntar por la seguridad, por el horario para circular por allí. En todos los casos me dijeron que no pasaba nada, que Iguazú era muy tranquilo.
Cuando regresé a la habitación del hostel, noté que la puerta que había dejado con llave, ahora estaba sin seguridad. Fue porque ingresaron dos chicas que en ese momento ya estaban durmiendo. Me llamó la atención que dejaran la puerta sin llave, y me pregunté si sería una costumbre del lugar puesto que en Iguazú no hay peligro porque no pasa nada. Teniendo en cuenta que la puerta estaba sin llave, que no quería hacer ruido y que en Iguazú no pasa nada, me acosté en mi cama, que estaba junto a la puerta, también sin poner llave. Dormité algo, pero no estaba tranquila, así que me levanté y tratando de hacer el menor ruido posible, cerré con llave la puerta y como el movimiento era ruidoso y no quería despertar a nadie, cerré con una sola vuelta y dejé la llave puesta.
Esa noche estaba metida en medio de un sueño confuso. Querían entrar en mi casa por la fuerza. Alguien, algunos, no sabía quiénes, tampoco cuántos, pero era evidente que no los iba a poder detener. Era inminente, ya estaban ahí. Y yo, en esa situación desesperante pensaba en mi mamá, en que no quería que le pasara nada, que ese miedo no afectara su corazón. Me desperté sobresaltada. Escuché corridas y gritos. Entre el sueño y la realidad no podía distinguir qué estaba pasando. Y por primera vez me vi a mí misma compartiendo una habitación con desconocidos, y pensando "dónde estoy metida, qué hago durmiendo con desconocidos". Una de las chicas se despertó, me preguntó qué pasaba. Le dije que se escuchaban gritos, ella me dijo que también se había despertado por lo mismo y que también sentía miedo.
Las voces que había escuchado me recordaba a las de los senegaleses que había visto más de una vez vender cosas en la calle, los escuché hablando rápido y muy cerrado. No quería salir a ver qué había ocurrido. Tenía bastante con mi confusión. Después, nos golpearon la puerta para avisarnos que probablemente la policía pasara a consultar si estaba todo bien porque había habido un robo.
El hostel no tenía la dinámica de un ambiente cerrado. Más bien eran dependencias. La primera era la recepción, después, un camino trazado a través de un jardín, llevaba a una fila de habitaciones que daban al exterior, del otro lado del jardín, otras habitaciones también con sus puertas dando al patio, un espacio para bar y otro para estar, hacia el fondo la pileta, una especie de quincho abierto que era el espacio de la cocina, y una nueva hilera de habitaciones. La primera era la mía, la segunda era donde había ocurrido el robo.
Durante el desayuno me enteré de los detalles. Los chicos que estaban en la habitación contigua tampoco tenían la puerta cerrada con llave. Alguien ingresó, tomó algunas cosas. La persona que dormía en la cama junto a la puerta se despertó, pero le pareció que seguramente se trataba de algún compañero de habitación que entraba a buscar algo. No le dio mucha importancia, hasta que notó que la persona salía con una mochila. La suya. Así fue que salió corriendo y a los gritos. Alcanzó al ladrón a unas cuadras, luego de una golpiza, consiguió quitarle las cosas. Cuando regresó contó lo sucedido, agitado y a los gritos, y otro de los chicos notó que faltaba su teléfono, así que nuevamente salieron corriendo a buscar al ladrón, que encontraron escondido en la terminal, procurando recuperarse de los golpes. Le quitaron también el teléfono, esta vez con la ayuda de la policía.
Los huéspedes eran de origen francés, entonces pensé en la colonización de Senegal por los franceses y que quizà por eso cuando escuché los gritos me remitieron a los inmigrantes vendedores de bijouterie y lentes de sol que abundan en las calles porteñas. También repensé en mi sueño y en lo sucedido. Entendí que seguramente, como mi habitación estaba primero, el ladrón debía haber movido el picaporte intentando entrar pensando en que quizá la puerta estaría sin llave. Eso disparó mi sueño, pero extrapolado a mi casa. Como no pudo ingresar, intentó con la habitación siguiente. Y ahí sí, creyó que encontraba por fin un botín. Respiré aliviada pensando en lo bien que había hecho en ponerle llave a la puerta. Y empecé a dudar de aquello de que en Iguazú no pasaba nada.
Sin embargo, justo es decirlo, fue el único hecho de inseguridad del que puedo dar cuenta. Pero también al respecto, es cierto que las voces que escuché después ya no hablaban con tanta contundencia de que no pasaba nada, sino que en general era bastante tranquilo, y otras voces que decían que eran gente que venía de afuera. Siempre vienen de afuera. Siempre son otros. Ese argumento lo escuché más de una vez en distintos lados.
Esa fue mi primera noche en Iguazú, una bienvenida donde me recibió la lluvia, el sol, el calor sofocante, la humedad abrazadora, y un susto que me recordó lo importante de confiar en la intuición para que efectivamente, no pase nada. Y también me llevó a pensar en el ogro Shrek. No era suficiente desear estar en Iguazú. El deseo, había que formularlo completo.
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