sábado, 28 de mayo de 2016

[#DIARIODEVIAJE] En Iguazú no hay otoño

Amo el otoño. El color de los árboles matizando entre los diversos amarillos, anaranjados y ocres. El colchón que forman las hojas en el piso, sentir esa alfombra mullida bajo los pies y deleitarse en el crujiente sonido de las pisadas. El viento revolucionario inspirando libertad, danza, juego, fantasía.
El otoño y su sabor a nostalgia. Sus días tibios y sus noches frescas. Es siempre un presagio de lo que vendrá. Una etapa que trae una mezcla de sensaciones entre lo que fue y lo que será. Es como una postal sepia de lo que quedó atrás, un juego de tonalidades que muestra una belleza con moderación, pero que a pesar de la modestia puede dejarnos con expresión de sorpresa.
Es un fin. Una bisagra para esperar lo que vendrá después. Es la sensación de ciclo cumplido. Es como un duelo interior donde uno se prepara para el renacer. Donde se arranca una hoja hay vacío, pero luego habrá un nuevo verdor, una nueva esperanza, un reto, un desafío. La antesala al minimalismo más extremo para luego pasar a la exageración suprema.
Es un período de reflexión. Tal vez un sinceramiento interior. El aletargamiento de las sensaciones que comienza a plantear nuevas inquietudes. Una lágrima recorriendo un rostro, una sonrisa iluminando un alma. El otoño tiene tanta belleza expresada de un modo natural que el sentir no puede quedar ajeno. Es un desprenderse de todo. Desapegarse de lo más profundo, una renuncia de a poco. Un prepararse para el futuro. Un reseteo interior. Un volver a comenzar.
Con lo que amo el otoño, esta vez el destino me llevó a un lugar que le es ajeno. Como si fuera un arrebato de rebeldía de la naturaleza, en Iguazú no hay otoño. En Misiones no hay otoño. El verde se expresa con soltura. Se burla de los ciclos. Persistencia. Perpetuidad. Tesón. El verde muestra esas características. No hay margen para que las hojas vuelen de los árboles. No hay nostalgia, hay vida.
El verano está decidido a no marcharse. El calor agobiante y húmedo persiste como si se tratara de un denso enero. Lluvia. sol. Humedad. Calor. Verdor intenso. Flora. Fauna. Un territorio ajeno al otoño.
Me interné en el Sendero Macuco del Parque Nacional Iguazú y el verde me rodeó con sus brazos de lianas, ramas y vida. Alguna brisa suave producía agitación entre las hojas, pero no había amarillos ni ocres que se desprendieran de los árboles. Aunque el suelo se veía esponjoso.
Ya desde las alturas sentí la decepción por la ausencia del otoño. El equipaje que llevaba estaba adecuado para la época pero no para el lugar. Me recibieron 32ºC y el agobio se sumó a la desilusión. Sabía que había selva, pero no pensé en la ausencia del otoño.
Era un paisaje maravilloso. Pero no había la gama de amarillos y ocres que me hubiera gustado observar. Aunque sólo fuera en la ciudad. Todo el territorio estaba regado del verdor más extremo. La señora que trabajaba en el aseo del hostel me había dicho que la tierra era increíblemente rica, que las personas podían proveerse de la propia tierra sin inconvenientes. Me contó que ella se afincó allí hace un largo tiempo, cansada de la vida en la gran ciudad. Se estableció en un terreno donde comenzó a construir su casa y en los límites de sus dominios, tiene más plantas de las que le permite la superficie. Me dijo que a veces basta con tirar algunas semillas sin demasiado cuidado para que ya crezca una planta de algo. Ese algo bien podrían ser plantas frutales. "A veces basta con tirar las semillas de una naranja o ciruela y al poco tiempo ves cómo empieza a crecer una planta".  En su casa tenía varios frutales y un poco que a escondidas de su marido evitaba el crecimiento de las que él sembraba. "No tengo lugar con tantas plantas", se excusó.
A días de calor intenso, siguieron algunos donde el frío se sintió con intensidad. Parecía una burla. Creo que el destino estaba burlándose de mi. No había otoño pero sí había invierno. Había flores en las plantas y en algunos árboles, como si aún la primavera se sumara a esa sumatoria de estaciones donde el acceso al otoño estaba vedado. Pensé en la fiesta de colores que significaban tantas mariposas pululando por todos lados. Hasta pensé en el Winnie Pooh y su bosque de los Cien Acres, y en que el oso también podía disfrutar allí del otoño. Algo que yo no podía hacer.
En Iguazú no encontré otoño. Tampoco en el resto de lo que pude recorrer por la ruta que lleva a Posadas, la ciudad capital de Misiones. A cambio de la simbiosis nostálgica, encontré mucha esperanza. Y eso fue lo que me traje de ese viaje donde no hubo otoño, no hubo nostalgia, pero sí hubo una constante celebración de la vida.











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