Desde su concepción en este viaje tenía en
mente conocer algunas poblaciones pequeñas. Sitios de menor tamaño pero no por
eso menos importantes que en otros viajes no había podido conocer pero cuyos
nombres había llegado a adivinar en algún letrero a la vera del camino.
En alguna ocasión, cuando tuve la
posibilidad de hacer el trayecto de La Trochita que va hasta la estación Desvío
Thomae, había podido visitar El Maitén. Pero fue una visita muy corta. En
aquella oportunidad pude ver que el diseño arquitectónico que predominaba en
las casas era el ferroviario. Más tarde, mientras recorría el museo del Viejo
Expreso Patagónico, le había consultado a la mujer que lo atendía, acerca del
origen de la población y me confirmó que había surgido a instancias del tren.
Una vez que el ferrocarril dejó de funcionar, el pueblo entró en decadencia. La
mayoría eran empleados ferroviarios, los rieles y el vapor formaban parte de su
rutina cotidiana. Más tarde, ya en el paseo en el tren, mientras consumía algo
en el vagón comedor, iba a enterarme que quienes se encargaban de los productos
que se elaboraban y vendían en el tren era una asociación de mujeres familiares
o viudas de empleados del tren. Era un emprendimiento que las ayudaba no sólo
económicamente si no como actividad recreativa. Un denominador común que
encontré también entre los feriantes que exhibían sus productos en un galpón
del ferrocarril cuando el tren ingresaba nuevamente en la estación El Maitén. Fue
una visita muy breve pero al menos había podido conocer algo de la esencia de
ese pueblo.
En este viaje estaban en mis planes
Cholila, Epuyén y El Hoyo. La primera localidad quedó para cuando tenga otro
pasaje para visitar la zona. Los horarios me obligaban a salir de madrugada, y
no tuve energía para hacer el esfuerzo, me pareció un sacrificio innecesario. Al
margen de que cuando decía que quería conocer Cholila, todos me preguntaban por
qué, qué quería hacer, y me decían que era chiquito y que no tenía nada. Que el
lago era precioso sí, pero nada más. En otra ocasión será. Me gusta conocer los
lugares aunque sean pequeños, pero tuve que resignarlo en este viaje. Las otras
dos están cerca, y el transporte regular entre esas poblaciones y El Bolsón
favorecía que pudiera conocerlas. A Epuyén había menos frecuencias horarias, y
también implicaba levantarse temprano, aunque no tanto como a Cholila.
Como había salido más tarde de lo esperado,
y claramente no llegué a tomar un colectivo que me llevara a Epuyén tempranito,
iba a destinar mi día a hacer otro recorrido. Pero cuando estaba a punto de ir
en busca de la cascada escondida, otra de las caminatas que me habían
recomendado, volví a virar en el curso de mis actividades de la jornada. Vi
venir el colectivo con destino a El Hoyo, y pensé en por qué no hacer al revés
de lo que había planificado. Si antes quería ir hasta Epuyén y al regreso
visitar El Hoyo, podría hacer el sentido contrario.
El Hoyo es la capital nacional de la fruta
fina. Hay muchos establecimientos dedicados a su producción y a la elaboración
de dulces. Me resultaba interesante poder visitar alguna de esas chacras. Sin
embargo, los horarios de los colectivos no me daban tiempo suficiente para
hacer una visita más profunda. En la oficina de informes me indicaron algunos
establecimientos y me recomendaron visitar La Cascada. Hacia allá fui.
Una breve recorrida por el pueblo para
conocer la plaza, la iglesia, el hospital, la municipalidad. Apenas comienza el
sendero de ripio para ir a La Catarata, un señor detiene su auto y se ofrece a
llevarme. No había hecho el mínimo intento de hacer dedo, que ya una persona se
ofrecía a llevarme hasta el sitio al que me dirigía. Era raro y algo mágico
también. Pero dudé nuevamente. El hombre viajaba solo y tenía al lado de su
asiento dos cajas tetra break de vino tinto sin abrir. Me dijo que subiera que
no tenía mucha sed para tanto vino y dijo algo así como que había que
compartir. El comentario no fue de lo más afortunado y me hizo pensar en que
estaba cometiendo una imprudencia, pero decidí confiar en que un gesto amigable
no tiene por qué ser visto con desconfianza, y me subí.
El hombre era de Buenos Aires, y había
vivido en distintos puntos del país, muy disímiles todos ellos. Había trabajado
en la policía y desde hacía muchos años se había establecido en El Hoyo.
Hablamos un poco de eso, del clima, y de la vida en general y ya tuve que
bajarme. Eran apenas unos dos kilómetros los que había que cubrir. Nos deseamos
buen día y se marchó, por supuesto con el vino sin abrir.
El sendero hacia La Catarata está en un predio arbolado. Las instalaciones
de los baños e informes no estaban habilitadas, cosas de viajar fuera de
temporada. Pero un cartel indicador con
la señalización del inicio del camino era todo lo que necesitaba. Al costado de
la senda el agua murmuraba delicadamente. Era temprano y yo era la única
persona en el lugar. El curso de agua corría paralelo a la senda, y con pereza,
cantaba una música que me atraía. La vegetación de altos árboles era el refugio
de los pajaritos y también un filtro por donde se escabullían algunos rayos del
sol.
El ascenso, como todos los ascensos,
cuesta. En algunos tramos el camino estaba en mal estado y era más difícil aún.
Piedras sueltas y empinadas eran un combo ideal para el resbalón. Ufff se
complica cuando una no tiene estado físico, y cuando se la pasa yendo y
viniendo por todos lados, el cansancio se nota. La primera parada habilitada
era un mirador sobre el valle. Una linda vista que se prolonga más allá, entre
cultivos y chacras. Después seguir avanzando aunque sea lentamente, pero lo
importante es llegar.
Los árboles proporcionan aire fresco, y una
se deja abrazar por las sombras que cobijan del sol y refrescan el calor
generado por el esfuerzo físico. La luz que se filtra entre el verdor de las
hojas genera juegos de luces y sombras. Grandes rocas asombran en el camino.
Algo de musgo crece sobre esa superficie gracias a la humedad del lugar. El
ruido del agua que se desplaza irremediablemente es todo un combo para
disfrutar y mientras tanto seguir subiendo.
En el tramo final, un mirador ofrece unos
escalones para sentarse a observar el agua caer. El ruido de la caída delata la
fuerza contenida, la energía liberada, y logra maravillar la vista. Otra vez me
siento un ser privilegiado disfrutando de un rincón bonito del mundo perdido en
la inmensidad patagónica. Y una vez más,
siento que es todo para mí, y lo disfruto sabiendo que no tengo que compartirlo
con nadie más. Pero el tiempo apremia, y tengo que volver a tomar el colectivo,
así que me despido de la cascada, y ya en el regreso, observo que la gente ha
comenzado a llegar. Me cruzo a varias personas en el camino de regreso. Me
siento feliz, fui dueña de un momento único.
Vuelvo al refugio donde tengo que esperar
el colectivo. Al costado de la ruta observo a la gente hacer dedo, subirse a un
vehículo y desaparecer. Ya me habían dicho que era una de las formas de viaje
más habituales en la Patagonia. Y lo estaba comprobando. Mientras espero, el
sol del mediodía se hace notar y una pareja de bandurrias salta de una rama a
otra entre los árboles que están cerca. Se oye su chirrido particular y me
entretengo tratando de adivinar dónde se escondieron.
Llega mi colectivo. Es el mismo chofer que
me trajo, así que espontáneamente me hace de guía. Saco pasaje hasta Epuyén, y
me ubico en uno de los asientos de adelante. Me pregunta si estoy de
vacaciones, y me dice que él me va a dejar en el lago, y que es un lugar muy
bonito. Confío en él.
Es un tramo extenso el que se recorre entre
El Hoyo y Epuyén, unos 30 kilómetros. Sobre la RN40 veo la oficina de informes
turísticos y creo que estamos cerca, pero mi improvisado guía me dice que el
lago está a 7 kilómetros del centro y que todavía falta un tramo. Observo por
la ventanilla la iglesia, una escuela, la municipalidad y el colectivo sigue
internándose. Calculo que el pueblo se desparrama a lo largo del asfalto. Al
llegar al punto final, me indica un sendero con el cual podría volver caminando
hasta el destacamento policial. Le digo que lo voy a tener en cuenta, y me
señala en dirección contraria para que vaya en busca del lago.
El lugar es una especie de reserva local,
con guardaparques, y donde hay una plaza con juegos para niños, hay un
escenario, y espacios de recreación. Después, un letrero invita a internarse en
un sendero. Empieza con subida, y ya noto que la caminata me va a costar.
Sigo el camino de autos, y de pronto, un
mirador con un lago majestuoso se despliega frente a mis ojos. ¡Ah, bueno! La
exclamación me surge espontáneamente. Es una vista realmente hermosa. Un cuadro
precioso en el que el artista se encargó de conjugar muy bien los colores. Las
aguas del lago forman un espejo esmeralda que parece una joya gigante de valor
incalculable. Las montañas con sus picos nevados se reflejan sobre ese fondo y
brillan con el sol. El cielo luce espléndido, bien despejado y celeste. La
vegetación boscosa es el detalle necesario para que el cuadro luzca genial. La
dicha vino a hacerse presente en el mismo instante en que pude observar ese
paisaje. Realmente era un regalo de la vida poder estar ahí con esa
escenografía mágica.
Desde el mirador, se observa una
construcción de madera y vidrio sobre otro sector del lago. Los carteles
indican que se trata de un centro cultural. Decido ir a ver de qué se trata.
Sigo el camino en bajada y es inevitable pensar que al regreso, la subida
también va a costar. Llego al punto donde está el acceso al lugar y observo
unos letreros que indican el inicio de un sendero. No había llevado suficientes
víveres para la expedición de ese día, y en ese horario y lugar, la presencia
de ese centro cultural fue más que oportuna. Ingreso y observo algunas
artesanías, algunas fotos, algunas piezas de una muestra, y también un kiosco y
minibar. Compro unas galletas caseras con chips de chocolate y le pregunto a la
chica que me atiende qué se puede hacer en la zona ya que había ido
directamente al lago, sin haber pasado por información turística ya que había
viajado en el colectivo.
Me indica dos senderos. Uno
es de unos cinco kilómetros que va hasta una playita llamada El Chalet, y otro
en el que puedo encontrar algunas pinturas rupestres. Agrega que la playita es
muy linda pero me advierte que es probable que haya bastante agua y barro
arriba y que quizá no pueda avanzar. El tiempo hasta que pasara el colectivo
que me llevara de regreso a El Bolsón, me permitiría llegar al lugar, si
llevaba buen ritmo en mi caminata. Le agradezco la información y salgo con
dirección al lago. Desde ahí había otra vista muy linda, y podía sentarme a
disfrutar del paisaje mientras comía las galletitas. Una combinación exquisita.
Terminado mi refrigerio, me encamino hacia
el sendero. Obviamente empieza con sentido ascendente. Avanzo, y desde arriba
también se observa la belleza del entorno. Hay un mirador que permite una
panorámica espectacular. Sigo las marcas dibujadas en el sendero y me detengo
frente a un arroyo bastante caudaloso que pienso que es imposible cruzar sin
empaparme las zapatillas. Doy media vuelta y abandono la empresa. Mientras
retrocedo reniego de la mala fortuna de no poder cruzar. Me quedo observando el
paisaje, y al rato veo venir a tres hombres con sus herramientas de trabajo, de
la misma dirección de donde yo había retrocedido. Les pregunto cómo hicieron
para cruzar sin mojarse los pies y me dijeron que sobre el costado de un árbol había un puente
improvisado. Vuelvo. Efectivamente allí estaba, medio oculto, imposible que lo
hubiera detectado. Cruzo. Avanzo lo más que puedo, pero el camino se me hizo
imposible de barro. Definitivamente tuve que regresar. A modo de consuelo
pensé, de todos modos esta vista es genial, ¿cuánto más hermoso podrá ser el
otro lugar? Me resigno, pero me quedo en el mirador observando todo desde
arriba.
Al retornar al punto de partida, pienso que
quizá me podría intentar recorrer el otro sendero sugerido. Comienzo a caminar,
llego hasta un mirador, pero la señalización no era buena y termino
confundiendo las huellas. Volví por otro camino al inicio del sendero. Ese fue
el día de los no-senderos, de las caminatas hacia ningún lugar. Pero me lo tomé
como la oportunidad para sentarme a disfrutar del paisaje, simplemente.
Todavía quedaba bastante rato hasta el
horario del colectivo, por lo cual me parece buena idea caminar los 7
kilómetros hasta el centro de Epuyén y conocer un poco el lugar y tomar
fotografías. Apenas empiezo a caminar,
en el jardín de una casa veo a un hombre que parecía mirar la nada y
sorprenderse ante mi presencia. Lo saludo por cortesía, me responde, y sigo mi
camino. Me desoriento un poco porque no encuentro el punto donde el chofer me
había dicho que podía cortar camino e ir al centro por otra senda. No había
nadie a quién preguntarle. Retrocedo, y justo veo avanzar un vehículo. Le hago
seña de dedo, la mujer que va en el asiento del conductor me explica que ella y
su marido van hasta muy cerca y le digo que igualmente si me llevan hasta donde
van ellos me sirve para avanzar. Me habrán llevado un kilómetro. Me bajo,
comienzo a caminar y al rato observo otro vehículo. Vuelvo a hacer dedo, y el auto
se detiene. Apenas abro la puerta para preguntarle si me lleva hasta el centro,
reconozco que es el mismo hombre al que había saludado un rato antes.
El hombre me dice que Epuyén es muy
tranquilo, que las casas no tienen reja y que se puede estar hasta tarde en el
lago sin correr ningún peligro. Me habla de la amabilidad de la gente, de la
rutina pacífica de los días, me cuenta que la vida en esa pequeña población es
muy diferente a la que se vive en las ciudades, que la gente vive con poco, que
no necesita de grandes cosas ni de bienes superfluos como en las ciudades más
grandes y me sugiere una estancia más prolongada. Me dice que si quiero esperar
el colectivo en el lago, puedo volver a su casa que siempre hay disponible mate
con galletitas. También me invita a pasar por su cabaña si quiero volver en
otra ocasión y pasar unos días. Se lo agradezco y le digo que quizá en otro
viaje, ya que esta vez estoy de pasada.
Me bajo frente al edificio municipal.
Camino las cuadras cercanas y descubro el hospital, una escuela, la biblioteca
municipal, la plaza, la iglesia. La terminal de ómnibus es sólo un espacio al
costado de la ruta y un cartel que la menciona. Unos metros más allá está el
edificio del correo. Cruzo la calle y entro en un kiosco para preguntar qué
distancia habrá hasta el empalme con la RN40. Vi el cartel indicador y quiero
tomar una foto. Me orientan, me preguntan, charlamos. Me dicen que Epuyén es un
pueblo que creció a lo largo, que es tranquilo, que tiene algunos lugares
interesantes como la gruta de la virgen que queda a un kilómetro, que hay una
estupa budista que es muy llamativa, y me hablan del camino de la rinconada que
me conecta con el lago, de las chacras que se extienden en los alrededores y
también me sugieren una estadía más prolongada. Lo pienso, porque la gente me
resulta muy amable y el entorno natural es muy lindo.
Camino en dirección a la RN40. Veo pasar el
colectivo que va hasta el lago, el cual luego tiene que volver a pasar por el
mismo sitio en sentido contrario y es el que me llevará de regreso a El Bolsón.
Todavía tengo tiempo de llegar, tomar la foto y esperar el colectivo. Es lo que
hago. Luego de la sesión, mientras estoy esperando el colectivo al costado de
la ruta, veo a una chica caminar en mi dirección. Cuando está más cerca,
reconozco que es la misma que me atendió en el Centro Cultural. Me pregunta
cómo me fue, le cuento mis desventuras, y mientras charlamos me dice
“discúlpame, yo no puedo no hacer dedo”. Ella se define como artesana, vive a
mitad de camino entre Epuyén y El Hoyo. Me dice que siempre viaja a dedo, que
inclusive fue hasta Chile a dedo varias veces. Cuando un auto se detiene, me
dice, “vení, a ver si a vos también te sirve”. Vamos. Ella habla, y me alienta
a seguirla. “Va hasta Lago Puelo, te acerca bastante “, me dice y fue argumento
suficiente para que yo también me suba al auto.
La conductora es una maestra. Vive en Lago
Puelo, pero tuvo una jornada ardua de trabajo en Epuyén. Apenas subimos la
charla comienza a sucederse naturalmente. Las preguntas rondan en torno a los
destinos de cada una, actividades, rutinas. Cuando mi compañera ocasional se
baja, la maestra me ofrece pasarme al asiento de adelante. A poco de andar,
comienza a llover. Y llueve con intensidad. La noto cansada, hablamos al
respecto. De pronto siento temor de un accidente. Oscureció bastante y la
lluvia es abundante. Las luces delanteras no funcionan correctamente y para
iluminar el camino encandila a los vehículos que vienen en dirección contraria.
Me manifiesta su preocupación ante la posibilidad de ser parada por la policía
por no tener las luces en orden. Internamente ruego que no pase nada.
Al parecer la compañía la invita a hablar y
desahogarse de algunas cuestiones. Me cuenta que durante el año trabaja como
maestra, pero que en la última temporada de verano habilitó parte de su
vivienda como casa de té donde recibe la ayuda de su hija que colabora en la
administración y la puesta en marcha del emprendimiento. La hija estudia en la
universidad de Córdoba, por lo cual, sólo puede tener la casa de té en el
verano. Ella hizo un curso de repostería y juntas se animaron a darle forma al
proyecto. Canela en Casa es el nombre de su establecimiento. Espero visitarla
algún día.
Hablamos bastante sobre su proyecto, los
momentos difíciles que tuvo que atravesar y también me reí mucho con sus
anécdotas. Y me quedé pensando mucho en lo difícil que es vivir en un lugar
pequeño donde aquello de “pueblo chico, infierno grande” es tan cierto que a
veces los detalles personales terminan por circular tan rápidamente como si se
tratara de un programa de espectáculos que difunde los rumores de amoríos y
separaciones de los famosos.
Cuando me deja en el corazón de Lago Puelo
ya es noche. Está bastante oscuro, pero al menos ya no llueve tanto. En la
parada del colectivo hay un refugio así que por lo menos voy a estar guarecida.
Unos adolescentes que esperan el micro me dicen que el colectivo llegará en 20
minutos. Más tarde comprobaré la precisión de la información. Pago los 14 pesos
que me sale el pasaje hasta El Bolsón, y 15 kilómetros más tarde, me encuentro
de regreso en El Bolsón.
Esa noche me cociné unos fideos con tuco.
Fue un día intenso, con mucha energía. Era tarde y estaba cansada. Una buena
cena sería el broche para una jornada con mucho para recordar.
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