Poco más de mil kilómetros separan a la ciudad de Buenos Aires de la capital catamarqueña. Las distancias entre los puntos de mayor interés turísticos, y la escasa infraestructura, hacen que se encarezcan los precios y por lo tanto, que el turismo se oriente hacia otros puntos del país.
Como si se tratara de secretos muy bien guardados, la visita a los centros de interés turística es un privilegio a los que sólo algunos tienen acceso. Por lo mismo, demoré tanto en visitarla. Si bien había estado en su ciudad capital hace algún tiempo, lo cierto es que hacía bastante que tenía ganas de conocer su puna. Quizá en este viaje no pude conocer todo lo que me gustaría, y por eso guardo mi promesa de volver, pero al menos tuve la posibilidad de deleitarme con su belleza paisajística y la calidez de su gente.
Fue un largo viaje hasta Tinogasta, una población ubicada a 279 kilómetros de San Fernando del Valle, la capital de Catamarca. A partir de allí se inicia un tramo de 55 kilómetros de la Ruta Nacional 60, conocida como La Ruta del Adobe. En este tramo se recorren construcciones históricas realizadas con esa particular mezcla de barro, paja y estiércol.
Antes de iniciar el recorrido por ese tramo que une Tinogasta con Fiambalá, di una vuelta por el centro del poblado. Aunque estaba de paso, me encontré con personas sumamente amables. Su rutina apacible es mágica. El vendedor de diarios que estaba apostado en una esquina, y al que le compré el diario sólo por ayudarlo un poco, al verme con la cámara de fotos me preguntó si estaba haciendo algún reportaje, me habló de documentales que se hicieron en el lugar y de algunos sitios que me recomendaba conocer. Después de unos minutos, se despidió de mi saludándome como si me conociera de años. La misma situación se repitió en un kiosco, con un señor y su hijo que vendían frutas y verduras en una esquina de la plaza y que amablemente me permitieron tomarles una foto, y con la señora que atendía en el Museo.
La Iglesia, como es habitual, se ubica frente a la plaza principal. Estaba abierta así que entré. En ese horario del mediodía no había nadie. Su silencio y el fresco, eran un alivio a un día que se presentaba caluroso bajo el sol del mediodía. Observé las imágenes religiosas. Siempre lo hago. Me llaman la atención, observo los atuendos que presentan, los rasgos, los materiales. Tomé algunas fotos, y luego continué camino. En la esquina me encontré con un señor y su hijo, que tenían unos cajones con verduras y frutas sobre la vereda, una balanza que colgaban de un árbol y algunos otros cajones que tenían en la camioneta que estaba estacionada allí mismo. Me contaron que traían sus choclos y calabazas desde Chilecito, en la vecina provincia de La Rioja. Hablaban poco, pero eran amables. Sin dudas, se sentían extraños ante la presencia de mi cámara. No tenían correo electrónico ni celular, tampoco un lugar que pudieran decirme con precisión para enviarles la foto.
En la Oficina de Turismo que está en la plaza, me dijeron que no podía perderme la visita al Museo, que entre las piezas de arqueología donde pueden encontrarse las huellas de los antepasados, la sala donde se exhiben algunas momias, es un espacio fundamental. Así que decidí hacer caso a la sugerencia. A media cuadra de la plaza, recorrí las vitrinas de las salas en compañía de la señora que oficiaba de guía. La muestra hacer un recorrido histórico sobre los primitivos habitantes, sus utensilios más típicos y por supuesto, también sus ritos funerarios que quedan en evidencia con el descubrimiento de las momias.
Esa visita me valió que luego, cuando el guía que explicaba un poco acerca de la historia del lugar, cuando mencionaba algún dato, por lo general hacía referencia a las piezas que se encontraban en el Museo. También cuando visité el Museo del Hombre de Fiambalá había referencias a este otro guardián del patrimonio local.
Después del mediodía empezamos a transitar la Ruta del Adobe. Si bien poco antes de llegar a Tinogasta ya se observaban construcciones hechas en barro, el principal atractivo eran las iglesias. A la vera de la ruta se observaban grandes extensiones semidesérticas. A veces encontrábamos un conglomerado pequeño de casas y enseguida un cartel anunciaba el fin de zona urbana. La señal del celular no existía a menos que estuviéramos cerca de una población un poco mayor. A través del cristal del bus, veía alejarse rápidamente a las casas hechas en barro. Mientras las observaba pensaba en que muchas veces creemos que necesitamos tantas cosas, y que sin embargo, bastante de todo eso se puede resolver de un modo mucho más simple.
Algunos viñedos, algunas plantaciones de maíz. Algunas ovejas. No había mucho más. Al menos a la vera del camino.
Descendimos en el Oratorio de los Orquera, una pequeña capilla que data del siglo XVIII, y que en su interior guarda una imagen de la Virgen María amamantando al niño Jesús, traída desde Chuquisaca, Bolivia. Entramos en grupos para que pudiéramos observar el tamaño de las paredes y las imágenes religiosas con atención. Después, podíamos salir y mirar un pequeño museo con objetos antiguos de la vida cotidiana, un espacio para la elaboración de vino patero, y un horno de barro. También había un almacén de venta de artículos regionales en el que las nueces confitadas y los vinos fueron los grandes atractivos.
Más allá se extendían viñedos y plantas de olivo. Continuando la calle por la que habíamos llegado, había construcciones bajas también en adobe, un club social y deportivo, una escuela que parecían aletargados por el horario de la siesta.
A pocos metros de donde se había estacionado el bus había varios ladrillos de adobe apilados. Más allá, se veían otros secándose al sol. Algunos pobladores se dedican al armado de los bloques que se usarán en futuras construcciones y que tienen la característica de mantener el fresco en las habitaciones durante la temporada cálida y mantener el calor en los días frescos.
Luego continuamos rumbo a la Iglesia de Nuestra Señora de Andacollo. Mientras cubríamos el trayecto, el guía nos contaba la historia de cómo los fenómenos naturales motivaron algunos cambios en el establecimiento de las construcciones, y la reconstrucción de algunas otras.
Desde lejos ya se veía la monumental iglesia de barro, con sus cúpulas y sus columnas y un paisaje bastante solitario. Esa soledad era interrumpida por un grupo de cuatro personas que bajo la sombra de un pequeño techado, esperaban la visita de los turistas. Instalaron una mesa y sobre ella colocaron unas tortas y panes caseros para la venta. Le compré un pan, que era enorme, y una porción de torta, que era de tamaño bastante considerable. Lo mismo que me pasó con el señor que vendía el diario, me pareció que comprarles era una forma de ayudarles, no una necesidad de probar su arte culinario. Sin embargo, ya que estaba, probé los productos gastronómicos y por supuesto que no sólo eran muy ricos, sino también muy económicos.
El interior de la iglesia estaba adornado por banderines. Había bancos que se prolongaban hasta el altar. Todo era bastante simple y a la vez recargado. Una belleza exótica podría decir. Una mezcla de creencias y tradiciones que resultaba llamativa.
Continuamos camino. Si bien hay varios templos por visitar, y desde la ruta podían verse otras construcciones similares realizadas en adobe, se necesita bastante tiempo para poder internarse en cada uno de los espacios y poder observarlos tranquilamente. Algo que no teníamos.
La Iglesia de San Pedro era otro de los puntos llamativos. Declarada Monumento Histórico Nacional, su historia es fascinante. La imagen de San Pedro como algunos detalles de construcción, siguen los modelos de la escuela cuzqueña. Allí, además de las características de la construcción, resultaba significativa la historia del santo al que se homenajeaba. Las creencias dicen que el santo sale a caminar a veces, y por ese motivo, los fieles le dejan zapatos, que en algunos casos pueden ver que han sido utilizados. En una vitrina se puede observar algunos de los calzados que las personas le ofrecen. Las personas que trabajan en la Iglesia, ya sea atendiendo el pequeño museo, o limpiando o realizando algunas actividades de colaboración, aseguran que han escuchado ruidos de pasos, y otros fenómenos por el estilo, que le atribuyen a la actividad del santo.
Escuchar el relato de las personas que contaban sus experiencias de alguna manera te eriza la piel, te genera curiosidad y te incentiva a creer en lo que dicen, con solo observar los zapatitos que se exhiben en las vitrinas con signos de haber sido caminados.
A pocos metros de allí hay un telar y un centro de interpretación. Una mujer explica cómo realiza sus tejidos en el telar, cuánto le lleva realizar un poncho, la venta a turistas, sobre todo extranjeros, de los productos textiles. También ofrece sus pasas de uva, y nueces confitadas. Cuenta que las nueces las prepara ella misma y que es un dulce muy típico, que por lo general todas las familias saben realizarlas.
Esto lo comprobé más tarde. En la terminal de ómnibus había un gran local de venta de productos comunitarios. Estaban en exhibición las nueces confitadas, entre otros dulces, y cada una tenía el nombre de la familia y el precio de venta.
Después visitamos una vinoteca. Nos ofrecieron degustación de vinos de elaboración propia, y mientras se desarrollaba esa actividad, permanecí un largo rato hablando con una mujer que me llamó para preguntarme de dónde venía, para consultarme acerca de la cámara de fotos y para contarme que hay muchos lugares de elaboración y venta de vinos. Me contó de su padre, que era muy conocido en la zona, y me hablaba como hablan todos allá, con un diminutivo cariñoso y respetuoso. Su hablar era tranquilo, pero me contaba cosas como si las conociera, y me resultaba por momentos difícil seguirle el hilo de la conversación. Sin embargo, eso no me impidió disfrutar de la charla, porque lo que me parecía mágico de aquello, era que a diferencia de las ciudades, en ese rincón del país, como en muchos otros, podés hablar sin conocer a las personas, entablar conversaciones, compartir un mate, sin más preámbulo que lo que surja en el momento.
Casi al caer la tarde llegamos a Fiambalá. A poco de llegar el cielo celeste se tiño de un rojizo intenso y fue degradándose hasta terminar en el azul intenso de la noche. Poco había podido conocer ese día de esa ciudad catamarqueña que en una primera recorrida me permitió advertir la presencia de viñedos, de una lucha contra las mineras que se expresaba en sus murales, y una plaza que era su principal centro de reunión.
Catamarca me había mostrado así, a primera impresión, una paleta de colores amarronados donde la arcilla era protagonista, extensiones de territorio con poblados de casas bajas, simples, modestas, y una calidez que me resultaba extremadamente grata.
La noche era fresca. El calor del día se evaporaba con la oscuridad de la noche y el frío se sentía intenso. Sin embargo, esa noche me fui a dormir con una sonrisa. Catamarca era para mí un abanico multifacético que me hacía quererla y disfrutarla.
Luego continuamos rumbo a la Iglesia de Nuestra Señora de Andacollo. Mientras cubríamos el trayecto, el guía nos contaba la historia de cómo los fenómenos naturales motivaron algunos cambios en el establecimiento de las construcciones, y la reconstrucción de algunas otras.
Desde lejos ya se veía la monumental iglesia de barro, con sus cúpulas y sus columnas y un paisaje bastante solitario. Esa soledad era interrumpida por un grupo de cuatro personas que bajo la sombra de un pequeño techado, esperaban la visita de los turistas. Instalaron una mesa y sobre ella colocaron unas tortas y panes caseros para la venta. Le compré un pan, que era enorme, y una porción de torta, que era de tamaño bastante considerable. Lo mismo que me pasó con el señor que vendía el diario, me pareció que comprarles era una forma de ayudarles, no una necesidad de probar su arte culinario. Sin embargo, ya que estaba, probé los productos gastronómicos y por supuesto que no sólo eran muy ricos, sino también muy económicos.
El interior de la iglesia estaba adornado por banderines. Había bancos que se prolongaban hasta el altar. Todo era bastante simple y a la vez recargado. Una belleza exótica podría decir. Una mezcla de creencias y tradiciones que resultaba llamativa.
Continuamos camino. Si bien hay varios templos por visitar, y desde la ruta podían verse otras construcciones similares realizadas en adobe, se necesita bastante tiempo para poder internarse en cada uno de los espacios y poder observarlos tranquilamente. Algo que no teníamos.
La Iglesia de San Pedro era otro de los puntos llamativos. Declarada Monumento Histórico Nacional, su historia es fascinante. La imagen de San Pedro como algunos detalles de construcción, siguen los modelos de la escuela cuzqueña. Allí, además de las características de la construcción, resultaba significativa la historia del santo al que se homenajeaba. Las creencias dicen que el santo sale a caminar a veces, y por ese motivo, los fieles le dejan zapatos, que en algunos casos pueden ver que han sido utilizados. En una vitrina se puede observar algunos de los calzados que las personas le ofrecen. Las personas que trabajan en la Iglesia, ya sea atendiendo el pequeño museo, o limpiando o realizando algunas actividades de colaboración, aseguran que han escuchado ruidos de pasos, y otros fenómenos por el estilo, que le atribuyen a la actividad del santo.
Escuchar el relato de las personas que contaban sus experiencias de alguna manera te eriza la piel, te genera curiosidad y te incentiva a creer en lo que dicen, con solo observar los zapatitos que se exhiben en las vitrinas con signos de haber sido caminados.
A pocos metros de allí hay un telar y un centro de interpretación. Una mujer explica cómo realiza sus tejidos en el telar, cuánto le lleva realizar un poncho, la venta a turistas, sobre todo extranjeros, de los productos textiles. También ofrece sus pasas de uva, y nueces confitadas. Cuenta que las nueces las prepara ella misma y que es un dulce muy típico, que por lo general todas las familias saben realizarlas.
Esto lo comprobé más tarde. En la terminal de ómnibus había un gran local de venta de productos comunitarios. Estaban en exhibición las nueces confitadas, entre otros dulces, y cada una tenía el nombre de la familia y el precio de venta.
Después visitamos una vinoteca. Nos ofrecieron degustación de vinos de elaboración propia, y mientras se desarrollaba esa actividad, permanecí un largo rato hablando con una mujer que me llamó para preguntarme de dónde venía, para consultarme acerca de la cámara de fotos y para contarme que hay muchos lugares de elaboración y venta de vinos. Me contó de su padre, que era muy conocido en la zona, y me hablaba como hablan todos allá, con un diminutivo cariñoso y respetuoso. Su hablar era tranquilo, pero me contaba cosas como si las conociera, y me resultaba por momentos difícil seguirle el hilo de la conversación. Sin embargo, eso no me impidió disfrutar de la charla, porque lo que me parecía mágico de aquello, era que a diferencia de las ciudades, en ese rincón del país, como en muchos otros, podés hablar sin conocer a las personas, entablar conversaciones, compartir un mate, sin más preámbulo que lo que surja en el momento.
Casi al caer la tarde llegamos a Fiambalá. A poco de llegar el cielo celeste se tiño de un rojizo intenso y fue degradándose hasta terminar en el azul intenso de la noche. Poco había podido conocer ese día de esa ciudad catamarqueña que en una primera recorrida me permitió advertir la presencia de viñedos, de una lucha contra las mineras que se expresaba en sus murales, y una plaza que era su principal centro de reunión.
Catamarca me había mostrado así, a primera impresión, una paleta de colores amarronados donde la arcilla era protagonista, extensiones de territorio con poblados de casas bajas, simples, modestas, y una calidez que me resultaba extremadamente grata.
La noche era fresca. El calor del día se evaporaba con la oscuridad de la noche y el frío se sentía intenso. Sin embargo, esa noche me fui a dormir con una sonrisa. Catamarca era para mí un abanico multifacético que me hacía quererla y disfrutarla.
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