Era el cierre de mi viaje a Ushuaia y pensaba que lo iba a cerrar con una última jornada tranquila. El clima había estado muy variable y bastante nuboso y con lluvias intensas por momentos. En esa situación, no veía mucha perspectiva de hacer mucho más. Seguramente recorrería la ciudad un poco más y como siempre la costanera me atrae mucho, daba por descontado que me iba a pasar un buen rato mirando las aguas, las aves y algún que otro movimiento portuario.
El día previo me había dedicado a andar por ahí, recorriendo algunas zonas que no había explorado. Estuve por el aeródromo donde se dan clases a pilotos y donde también se puede contratar el vuelo en avioneta durante un buen rato. Allí el guardia me ofreció pasar a los hangares para observar las avionetas que estaban en exposición, también me comentó acerca de las actividades que estaban desarrollando en ese momento con las prácticas de vuelo. Me dijo que podía recorrer el lugar y permanecer observando las prácticas cuanto quisiera, la única condición era no exceder la línea que delimitaba el estrecho fragmento que separaba el espacio transitable por peatones de la pista donde aterrizaban las avionetas.
Pensaba en lo interesante de hacer ese recorrido aéreo por la ciudad austral. Poder observar desde el aire no sólo la ciudad sino también los puntos más llamativos como la Laguna Esmeralda, los glaciares, el Parque Nacional. Sin embargo, al rato de observar y volar con la imaginación en cada despegue, seguí mi recorrido. Di una vuelta grande por la zona de reserva, recorrí algunos edificios, la plaza y nuevamente las calles principales observando una vez más cada detalle de la dinámica de esa urbe.
El cielo anticipaba un día muy nublado y con probabilidades de precipitaciones. No tenía muchas expectativas para ese último día. Pero durante el desayuno, mientras observaba por los ventanales el paisaje y pensaba en el pronóstico del clima y cómo iba a repartir las horas de ese último día, la dueña del hostel me preguntó qué pensaba hacer. Le comenté mis dudas, a lo que respondió "quien mira las nubes, no segará". Y fueron palabras muy alentadoras.
El refrán, me contó se usaba mucho en la zona de donde ella se crió, Corrientes. Era una forma de decir que si las personas se detenían a mirar las nubes y las amenazas climáticas, no iban a realizar ninguna actividad, y eso por supuesto no era bueno. Hablamos un rato, y como justo acaba de llegar al hostel una nueva huésped y tenía muchas ganas de salir a andar por ahí, nos pusimos de acuerdo en hacer el trekking a la Laguna de los témpanos. Llamamos un remis que nos vino a buscar en un momento y al rato nos dejó en la tranquera que da inicio al sendero. A partir de ese punto, nos quedaban unas tres horas de caminata hasta la laguna.
El lugar donde comienza la caminata es propiedad privada, y tiene un paisaje bellísimo. Las flores amarillas del diente de león estaban a pleno y eran un espectáculo verlas mezcladas con el verde de la vegetación silvestre y a orillas de los cursos de agua.
Empezamos a andar. La superficie estaba bastante embarrada, y también había turba, por lo cual, era muy fácil pisar y que los pies se hundieran en el agua renegrida. Cruzamos el puente que nos llevaba directo a internarnos en un bosque de árboles enormes. Sabíamos que el recorrido era todo en subida y bastante lejos. El recorrido era difícil porque demandaba varias horas en una superficie que se veía compleja, siempre en ascenso y con un clima bastante traicionero.
Paso a paso. Fijar pequeñas metas para lograr buen ritmo. Hasta aquel árbol, tantos pasos, hasta aquel tronco en el que pueda descansar un poco. Y así. Mientras caminábamos, charlábamos. Los temas iban conectándose unos a otros, como un hilo que conduce a un ovillo. Había que atravesar superficies muy embarradas y resbalosas y buscar un punto de apoyo para no caer. Abrazábamos algunos árboles, nos agarrábamos de algunos arbustos endebles, de donde podíamos. Ensayábamos un intento y si lo veíamos complicado, buscábamos alternativas. Subir. Subir. Subir.
En algunos tramos las raíces hacían de escalones, pero tenía en claro que no había que pisar las raíces. Son sumamente resbalosas así que si no quería desandar el camino de golpe, tenía que tener mucho cuidado. En otros momentos había algunos escalones de piedra. En un momento nos detuvimos a descansar en unas piedras. Les preguntamos a algunos que ya venían descendiendo y sus comentarios no eran muy alentadores. Decían que faltaba mucho y que los tramos más arriba eran bastante complicados.
Fuimos a nuestro ritmo, bah, al mío, que era más lento, pero que con la charla se iba haciendo cada vez más flexible. Sin embargo, hubo bastantes patinadas y el calzado cada vez se iba cubriendo más de barro. Por momentos el clima se ponía fresco pero si estábamos en el bosque, no se advertía tanto. Si salíamos a un claro, el aire se sentía más frío. Ya en el último tramo, el camino era más pedregoso, más en pendiente y más despejado, por lo cual el viento cobraba un poco de protagonismo, matizado por un sol que estaba alto pero que a veces se ocultaba tras las nubes.
Como siempre sucede, el último tramo parece inalcanzable. Siempre pensás que está ahí nomás, pero cuando llegás, encontrás con que el sendero continúa. Poco antes de llegar, le preguntamos a un chico que venía de regreso si faltaba mucho. "No, no falta mucho, pero la laguna está seca", nuestra cara de decepción debe haber sido lo suficientemente gráfica. "¿Y los témpanos?" preguntamos. Su respuesta fue una risa amena. Luego agregó, la laguna está acá nomás.
Avanzamos. Efectivamente cuando subimos la cuesta, la divisamos con sus aguas verdosas. Nos acercamos a la orilla. Había una pareja de patos nadando plácidamente. No había témpanos. Al menos no en la laguna. La bordeamos, y llegamos hasta las cuevas. Ahí encontramos bloques de hielo enormes, cubiertos de sedimentos que hacían que desde lejos se confundieran con las rocas. Más arriba, el glaciar Vinciguerra se mostraba ampliamente. Algunos audaces avanzaron sobre su superficie. Luego de disfrutar del paisaje desde la perspectiva de las cuevas, retornamos a la orilla de la laguna y nos sentamos un momento al resguardo que ofrecían las rocas. Compartimos algunos mates y comimos algo. Cuando el cielo comenzó a nublarse más y el frío se hacía sentir, empezamos a descender. Y el descenso requería de mucho cuidado. El tramo de inicial requería mucho cuidado por las piedras sueltas. Luego, por el barro. El descenso por la superficie resbalosa exigía no poco esfuerzo.
Tardamos en el descenso casi tanto como para el ascenso. Cuando finalmente volvimos a encontrarnos con la tranquera que marcaba el fin del sendero, los pies estaban llenos de barro. Había sido una jornada ardua, pero super agradable. Finalmente las amenazas climáticas no se cumplieron y me sentí feliz porque había podido aprovechar enormemente el día, y no sólo eso, sino que había confirmado lo que me había dicho la señora durante la mañana: "quien mira las nubes, no segará". Y menos mal que me impulsó a no mirarlas. Me encanta mirar las nubes, e imagino que transmiten un mensaje. Pero es verdad que hay que saber interpretar los mensajes. Tal vez los estaba tomando como una advertencia, y quizás ellas sólo querían desafiarme y animarme a insistir a pesar de todo.
Una vez realizada la caminata, debo decir que es un trekking fantástico. La belleza del lugar es sorprendente, e implica además todo un reto. La satisfacción que se siente luego de haber conquistado la meta, es inigualable.
Y sí, fue un viaje que terminó muy arriba.
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