Fue un viaje inesperado. De esos en los que ya que estás en el viaje, viajás. Te dejás llevar. Te perdés y te volvés a encontrar. Te sorprendés y te acostumbrás, y el ciclo vuelve a empezar. No se trata de sacar un pasaje y viajar a miles de kilómetros de distancia. Se trata de descubrir que hay muchas formas de transportarse y que para ir lejos no hace falta tomarse un avión.
Con subirse a un tren y mirar con ojos de curiosidad lo cotidiano es suficiente para ir más allá de los destinos que indican los carteles de las estaciones. La galería que permite cruzar la Avenida Maipú de un extremo a otro de la vereda, en Olivos, es como un túnel que paso a paso conduce al otro extremo del mundo.
Algunos caracteres en carteles distribuidos por acá y más allá, tibiamente van preparando la atmósfera para ese viaje especial. Los ornamentos realizados con materiales reciclados de uso cotidiano cuelgan del techo aportando colorido y reforzando la impronta oriental. Apenas empezar a transitar ese pasillo, muebles antiguos dispuestos en escenografías ideales, logran llamar la atención. Amontonados en espacios reducidos, la oferta es amplia. Los precios, anunciados en carteles manuscritos, están expresados de un modo claramente visible. Pero a los muebles se suman esculturas, piezas ornamentales y artefactos varios y entre todos conducen a un viaje a través del tiempo. Cada uno de los objetos transmite una historia, habla de un estilo, de una forma de vida y de la importancia de ciertos valores, de los conceptos de belleza, y de los intercambios entre las personas en un mercado de oferta y demanda.
Telas, alfombras, cortinas, atuendos de motivos orientales inician la travesía hacia territorios lejanos. Una mirada rápida podría pasar por alto el pasaporte hacia un destino inesperado. Pero la invitación estaba hecha. Sólo fue necesario dar un paso adelante e introducirse en alguno de los negocios que ya desde las vidrieras hablaban de historias y prometían un recorrido sin desperdicio, para aceptar el convite. Así fue que el colorido de banderines con iconografía de la cultura oriental, las máscaras de con atuendos brillosos, las figuras de tamaños y materiales diversos y los collares llamativos fueron un anzuelo inevitable. Lo siguiente fue perderse un buen rato entre estantes y pasillos recargados de objetos que transportaban a otras latitudes. De pronto me veía en el Sudeste Asiático. Estaba en templos húmedos que con todo el peso de su historia me recibían con sus íconos más tradicionales. Había imágenes de Buda en tamaños bien chiquitos y también muy grandes, en materiales diversos y con tonalidades distintas. En algunos sonreía con una sonrisa muy grande, en otras su felicidad desbordaba, en otros estaba más serio, y en algunas adoptaba posiciones y gestos diferentes. Con cada figura me imaginaba los rezos, la meditación y la forma de vida de las personas que en el extremo opuesto del planeta tienen a esas figuras como parte de su rutina cotidiana. Pensé en la ley de la causa y el efecto, en la armonía del universo, en el ying y el yang, en la paz, la templanza, la sabiduría y otros tantos valores que caracterizan a la filosofía oriental y en la energía que irradiaba cada una de esas figuras. Y pensé que si estaba allí no era por casualidad. Tal vez una señal.
A medida que avanzaba entre los objetos descubría orígenes distintos, y también diferentes edades.
Fue un viaje a través del tiempo sin tener en cuenta el paso del tiempo. Fue una mirada minuciosa que permitió explorar un poco de un mundo intenso, una muestra gratis de un mundo que se descubre como nuevo, si uno está dispuesto a recibirlo, y dejarse llevar. Y sí, si ya estás en el viaje, nada mejor que dejarse llevar.
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