Pero Baires es una ciudad porteña donde más que predominar la tranquilidad que transmite el vaivén de las aguas que bañan sus costas, se deja dominar por la furia. Su ritmo caótico genera no pocas veces la necesidad de escapar.
Cuando se emprende la huida, un refugio que siempre está esperando para cobijarnos es la ciudad feliz. Apenas a 400 módicos kilómetros del caos. Así como la cajita de las hamburguesas que se supone que con sus sorpresas genera explosión de alegría en los niños, así la ciudad balnearia se ocupa cada vez de sorprendernos.
Mar del Plata abraza de un modo contenedor. Uno nunca se siente solo ni perdido. Es una ciudad emblema. Cuando nos recibe, nos abre los brazos con todo el peso de su historia, esa que comenzó a escribirse allá por el siglo XIX. Fue el lugar elegido por las clases adineradas, y creció en función del esplendor de la época. Las ansias de contar en este rincón del mundo con un sitio tan magnífico como las playas europeas quizá era demasiado ambicioso, pero fue suficiente para posicionarla en el podio más alto entre las ciudades balnearias del país. Después, el crecimiento de la infraestructura, la ampliación de redes de transporte, las modificaciones en las condiciones sociales, hicieron que el lugar se convirtiera en cada vez más popular. Mientras que los que pretendían lugares más exclusivos se mudaron hacia otros destinos, la masificación de sus playas ya era un hecho.
La brisa fresca siempre da la bienvenida. Y realmente uno se siente en Mar del Plata cuando pasea por La Rambla, cuando las miradas se cruzan con esos edificios de estilo ecléctico pero con ineludible toque francés, que contienen al Casino Central y Hotel Provincial, cuando decide posar junto a los lobos marinos tallados por José Fioravanti y llevarse esa postal emblemática. Cuando los sentidos se pierden en el horizonte, allá donde el cielo y el mar ya no tienen separación.
Las playas son una invitación permanente. No se trata sólo de tomar sol y veranear. No. Mardel (para los amigos) logró ganarle terreno a la estacionalidad. Es cierto que en verano estalla. El tumulto abruma, pero la oferta de actividades, espectáculos, gastronomía, y etcéteras es amplia, variada, inagotable y para todos los gustos.
Caminar por sus orillas en otoño, recibir cachetadas de aire frío en invierno y después buscar el equilibrio en una rica taza de chocolate con churros en alguna casa tradicional es un placer indescriptible. Absorber los tibios rayos de sol en la primavera, y desbordar otra vez en el verano. Ese ciclo se repite año tras año, como las olas que van y vienen. El mar siempre está ahí, moviéndose a veces con tranquilidad, a veces con ímpetu, pero con disposición a bañarnos con toda su magia.
Tiene la dinámica de una ciudad grande, que hace que uno no se sienta perdido, ni en soledad. Tiene la tranquilidad que transmiten sus aguas, que permite desconectarse de la rutina. El Puerto, con sus embarcaciones color naranja, los restaurantes que inundan todo con su olor a pescado, el Aquarium, la peatonal, la zona de bares y boliches, las playas del faro.
Más ventosas, más rústicas, más hermosas. Así son las playas del sur, las que se extienden más allá del faro. Se puede caminar largamente mientras los pensamientos vuelan a la velocidad del viento, y uno puede aturdirse con los sonidos del oleaje, y extasiarse al tiempo que los pies se hunden en la arena y se cubren de la espuma liviana que llega a las orillas. Así como estalla el verano, también estallan los sentidos.
Por supuesto que el paseo por la costanera es inevitable. La senda llama a ser transitada y nadie parece poder resistirse. Caminar, correr, patinar, andar en bicicleta, o simplemente sentarse a contemplar el mar. Recorrerla una y otra vez no hace que la experiencia no sea distinta. No puedo imaginar cómo podría ser rutinaria esa vida.
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