domingo, 21 de febrero de 2016

[#DIARIODEVIAJE] Puerto Madryn. Parte I

Llegué a Puerto Madryn con una expectativa de reencuentro enorme. Una vez más en esa ciudad patagónica que tanta fascinación despertó en mi. Esperar con los brazos abiertos concretar una ilusión, un deseo, una revolución de emociones.
Hacía poco tiempo había leído acerca de alguien que hablaba de la "Operación Soltar". Estaba deshaciéndose de algunas cosas con el propósito de iniciar un viaje. Me pareció una idea fantástica transitar por esa circunstancia para viajar más liviano. En ese deshacerse, algunas cosas las vendía, y otras las regalaba. En su oferta vi unas revistas que me servían. Me puse en contacto, nos encontramos y me las llevé. En el hecho concreto me llevaba las revistas, pero en términos generales estaba llevándome algo más. Una idea. Una reflexión. Una necesidad. Así también se reforzó la idea de volver a Madryn. Una vez una amiga me habló de construir nuevos recuerdos, y esa idea también me pareció fantástica. Las asocié: soltar + construir nuevos recuerdos = Madryn. La ecuación era perfecta.
Fueron pocos días, apenas un puñado de esos que dejan espacio de sobra en una mano. Pero era necesario. Cada vez que estuve en Puerto Madryn fue diferente. Distintas épocas, distintos momentos personales. Siempre el mismo resultado, las ganas de quedarse, partir y pensar en volver.
La vista de la ciudad cuando se ingresa a ella en el recorrido que lleva hacia el centro, a diferencia de otras ocasiones, me devolvía una imagen gris. Una bruma oscura desdibujaba aquella postal que tenía grabada en mi memoria. Pronto descubrí que ese telón que me ocultaba la visión era producto del polvo levantado por el viento. Fue entonces que recibí una buena muestra del típico VIENTO PATAGÓNICO, así con mayúsculas. Un viento que con su intensidad podría arrancarte el alma.
Había sol. La tarde todavía estaba en su plenitud cuando deposité mis pies en ese territorio chubutense. El polvo se agitaba por todo el ambiente, hojas arrancadas de los árboles, algunos papeles, botellas plásticas que se desplazaban por el pavimento. Las ráfagas me daban la bienvenida. Costaba desplazarse, la masa de aire era una barrera a superar con cada paso. Los lentes nunca fueron tan necesarios para proteger la vista de tanta basurita dando vueltas. Caminé tratando de recordar los sitios por los que había transitado en otras ocasiones. Como en un juego mental, buscaba similitudes y diferencias. Desemboqué en la costanera, el muelle que como siempre tenía algunas embarcaciones amarradas a sus costados, el mar, también agitado, con cada movimiento parecía agregarle una hache muda a su vaivén natural, solo para saludarme. Había poca gente en las calles, y era algo previsible con tanto viento.
Apenas dejé las cosas en el hostel, salí a dar una vuelta. Caminé hacia Punta Cuevas, el punto donde los primeros galeses llegaron a bordo del barco Mimosa, allá por 1865. El Museo del Desembarco es un homenaje a aquel acontecimiento, pero esta vez estaba cerrado por refacción. En ese lugar están las cuevas que el mar deja ver cuando se retira.  Con marea baja se puede transitar por toda esa orilla hasta las playas que están más allá del Ecocentro, el espacio creado para interpretar el ambiente marino. El viento era intenso. Llegar hasta el Monumento al Indio Tehuelche se parecía más a una proeza digna de los galeses que a una salida exploratoria de recién llegada. Las ráfagas eran todo un desafío que impedían avanzar, que dificultaban la observación del paisaje, el disfrute. Claramente el reencuentro no sucedió como lo imaginaba. Pero esa nueva faceta también era parte del lugar, y cuando alguien quiere de verdad, también aprende a querer los defectos. Conocer la intensidad del viento patagónico era una forma de aprender, de comprender aquello de lo que tanto hablan los habitantes de ese territorio sureño, cuando lo mencionaban.
Esa agitada masa de aire duraría sólo ese día. Según lo que me habían informado, al día siguiente estaría espléndido y me explicaron que el viento en la Patagonia, es constante. No tiene una época preferida, sorprende en cualquier momento y se aprende a convivir con él.
Efectivamente al día siguiente estaba fantástico. Un sol bien nítido que se paseaba por un cielo celeste claro. El mar estaba calmo, y apenas soplaba una brisa suave. Las playas eran doblemente extensas. Era un día perfecto para andar en bicicleta. En mis planes, había trazado la idea de ir hasta Punta Loma y Cerro Avanzado. Era algo que ya había hecho alguna vez, pero que tenía ganas de volver a intentar. Punta Loma está a 15 kilómetros del centro y Cerro Avanzado a tres kilómetros más. En mis recuerdos, el trayecto me había resultado difícil, sobre todo porque cuando me subí a la bicicleta en aquella ocasión, lo hacía por primera vez en años. Fue un esfuerzo muy grande cubrir toda esa distancia, y recordaba haber realizado varios tramos caminando.
Alquilé mi rodado a pedal por toda la jornada. No me dieron candado, y me hicieron firmar un papel que en caso de robo me comprometía a pagar la suma de cuatro mil pesos. Eso fue como ponerme una mochila de varios kilos encima. No disponía de ese dinero. Pregunté acerca de las probabilidades de robo y me respondieron: "y, es una posibilidad, es una ciudad bastante grande. No sucede todo el tiempo, pero..." Y ese "pero..." era la cuota de intranquilidad que no necesitaba. De todos modos me llevé la bicicleta. A menos que contratara una excursión o fuera caminando, no tenía otra manera de llegar. Un tramo bastante amplio del camino que yo recordaba de ripio había sido asfaltado. Eso lo hacía más fácil para recorrer en bicicleta, pero le quitaba parte de la espontaneidad agreste del recorrido.
El mar azul intenso ejerce una fascinación impresionante. Es como un imán irresistible. Lo veo prolongarse un poco más allá y acompañarme sobre el costado del camino. Desde lo alto de un acantilado, observé la Playa Paraná. Una vista impresionante, magnífica, que me invitó a quedarme un rato mirando cómo los vehículos, sombrillas y gente poblaban las orillas. Después bajé, y me senté en esa playa de canto rodado a mirar el paisaje, a contemplar el barco hundido que es todo un símbolo del lugar. El Folias era un barco pesquero que encalló en esas playas en 1980 luego de sufrir un incendio. En la actualidad, es un hito. Despierta una curiosidad que motiva a inspeccionarlo y  es lo que suelen hacer algunos buzos y kayakistas. Sin embargo, no deja de ser un lugar de cuidado por el estado de la estructura que podría llegar a motivar algún accidente.
Hasta esa playa llega el asfalto. Después se continúa el ripio. Más difícil, complicado, pero también más natural. Un camión cisterna se ocupaba de regar el camino y era la salvación para evitar que los vehículos que pasaban llenaran todo de polvo. Muchas camionetas 4x4, muchos cuatriciclos y motos amenazaban con cubrirme de tierra.
El cartel indicador mostraba la llegada a Punta Loma, pero seguí de largo. El Cerro Avanzado era el objetivo, ubicado tres kilómetros más allá. La bicicleta me acompañó a todos lados. No quería dejarla sola porque recordaba el papel que había firmado por cuatro mil pesos. Si bien sabía que las probabilidades de robo en ese lugar eran ínfimas, no quería correr riesgos, así que no me separé de ella ni un minuto.
El paisaje en ese lugar es hermoso. La tranquilidad se adueña del ambiente y el universo todo parece estar en armonía en ese instante mágico. Quizá la música escapada de alguna camioneta es motivo de distracción, y entonces es como volver a la realidad. Ese momento en el que uno se siente dueño de ese panorama se rompe y la música se integra al paisaje, y es cuando todo el lugar que parecía para uno, termina siendo compartido por todos los que están visitándolos. Ese espacio que por un momento fue personal, pasa a ser social. Lo único para lamentar son las huellas que quedan de la presencia humana: botellas tiradas, paquetes de cigarrillos, bolsas.
Después de un largo rato, deshice lentamente el camino. En algún momento me sorprendió un olor pestilente, a pocos metros, sobre la costa había un lobo marino muerto. También son cosas que ocurren y forman parte de la naturaleza. Pero parece que son llamativas porque había varias personas sacándole fotos.
Al regreso, entré a Punta Loma. Es una pequeña reserva desde donde pueden avistarse a los lobos marinos y recorrer un sendero de interpretación de la flora. La entrada tiene costo, y está diferenciada entre habitantes de la provincia de Chubut, jubilados y estudiantes, residentes nacionales y extranjeros. No es mucho lo que puede realizarse en el lugar. Desde el mirador, con marea baja, se observan los lobos marinos. También hay cormoranes. Un corto sendero permite conocer algunas de las plantas típicas de la región. Es un recorrido que se hace bastante rápido.
Una vez finalizada la visita a la reserva, era tiempo del regreso. Fui haciendo paradas en las playas, aprovechando cada instante posible de ese paisaje hermoso, de ese mar azul intenso y calmo, de ese sol brillante, el cielo límpido y el viento suave. Me detuve nuevamente para mirar desde lo alto de Playa Paraná. Más abajo se veía el circuito de moto cross que estaba a pleno. El sonido de las motos interfería con el paisaje. El sol comenzaba a ocultarse y la brisa fresca ganaba territorio.
Fue una jornada intensa, agotadora, de disfrute extremo y de recuerdos pasados que sirvieron como cimiento de los nuevos recuerdos que ese día me dejaba.
Quería recorrer un poco más de la ciudad, pero el peso de aquel papel firmado, me hizo devolverla apenas llegué nuevamente al centro. Caminé hasta la costanera, y me quedé un buen rato mirando el mar. El mar azul intenso y salado baña las costas y siento que me abraza en una comunión con mis pensamientos. Pensaba en ese mar que sabe de tempestades, como también conoce la calma, que sabe de la libertad, de la constancia, de la ferocidad y la fortaleza, de la permanencia, de la eternidad, de siempres, de jamases, de mensajes arrojados en botellas a destinatarios que nunca las encontrarán. El ir y venir de las olas es una forma de manifestar el temperamento. Creo que es una forma de expresar la crudeza de las emociones, y también de llevarse aquello que reclama como propio.
Me habla de la soledad infinita, de designios indescifrables. En su lenguaje de sonidos constantes provenientes del oleaje, del viento, hace garabatos que combina con la espuma, con el cielo, el sol, la arena, con un mundo micro y macroscópico que se desarrolla, se agita, se revoluciona en su interior. Mientras lo observaba, era como mirarme a mi misma. En ocasiones me cuenta secretos, y le comparto los míos. Se lleva mis deseos, me deja esperanzas. Con la erosión de su rutina pule mis heridas. Se lleva mis angustias, me trae su calma. Se lleva mi fragilidad, me deja su rudeza.
Sabe de ciclos. Todo lo que empieza, tiene que terminar. Todo lo que llega, de alguna manera se va. El mar me entregó un tesoro, que devolví con mi visita. Se lo dejé en la misma orilla donde me lo entregó. Mientras lo miro, veo las olas que se lo llevan mientras se van. Operación soltar...












No hay comentarios:

Publicar un comentario