martes, 16 de febrero de 2016

[#LIBRE] Lugares que son mucho más que lugares. Puerto Madryn.

Un regalo siempre esconde muchos significados. Es una muestra de afecto, un acto de entrega, un sentimiento recíproco. Hay expectativas, incertidumbres y también sorpresa y alegría. Algo similar le sucede al viajero cuando descubre un nuevo lugar.
Cada sitio es único, con sus particularidades, con su esencia, con su identidad. Algunos impactan de tal manera que adquieren nuevos significados. Se convierten en tesoros invaluables guardados en el estante de los recuerdos más preciados. Despiertan sentimientos, emociones, fantasías, expectativas, deseos.
Los lugares visitados me dejan siempre una marca imborrable. Algunos me inspiran a volver, volver y volver. Hay otros a los que nunca vuelvo pero que forman parte de mi patrimonio personal.
Puerto Madryn es para mí uno de esos destinos que forman parte de mi pequeña fortuna, la que conforman los lugares que pude conocer, y es también un sitio que adquirió cierta resignificación y que por lo mismo, me llama a volver.
Conocí Puerto Madryn un invierno de hace algunos años. Me cautivó su perfil de ciudad con sus bordes dibujados junto al mar. Las aguas azules parecían mostrar con su intensidad la identidad argentina. La brisa fresca me acariciaba fríamente la cara y revolucionaba con ganas mi pelo, cuyo largo, por entonces, apenas superaba la altura de los hombros. Mis ojos se deleitaban con un paisaje de playas desérticas, de cielo profundo, y de un mar que no dejaba de sorprenderme con la aparición continua y asombrosa de algunas ballenas haciendo piruetas o solamente dejándose descubrir en algún chorrito de agua que saltaba entre las olas.
Ese encuentro fue mágico. Visité todo lo que pude visitar: la Península Valdés para el avistaje embarcado, Punta Ninfa con su reserva agreste de lobos marinos, que estaban en plena cría y los pequeños hacían que murieras de amor al verlos asomarse y jugar con el agua, Punta Loma y el Cerro Avanzado, el Ecocentro, el Museo del Desembarco, el Museo Oceanográfico, El Doradillo, desde cuya playa las ballenas se ven asombrosamente cerca, un intento de buceo, Trelew, el Museo Egidio Feruglio, Dolavon, tomar el té galés en Gaiman, el Parque Paleontológico Bryn Gwyn, el dique Florentino Ameghino, Rawson, Playa Unión. Miré todo lo que mis retinas pudieron atesorar, llené mis pulmones de aire frío, con gusto a sal y con aroma marino. Me dejé fascinar por el lugar y secretamente establecimos una comunión. Me sentí parte de ese lugar que me retribuyó con señales que interpreté como reveladoras. Lo amé desde el primer instante y lo fui queriendo aún más con el suceder de los días. Cosas del destino.
Me costó irme de allí. Una sensación de profunda nostalgia me embargó, y no solo eso, la percepción de un cambio ineludible e inminente, un cierre de etapa, un punto final, una decisión dilatada pero que ya no podía esperar más.Me fui sin querer hacerlo y deseando alguna vez volver.
Desde aquella partida un halo de maravilla se mezclaba con un tinte de tristeza cada vez que lo recordaba. Por eso, cuando luego de un largo período sin viajar, pude volver a hacerlo, fue el primer destino en el que pensé. Cuando viajar pasó de ser imposible a ser un proyecto concreto, el pasaje tenía el nombre de aquella hermosa ciudad.
El reencuentro estuvo tamizado por los recuerdos. Postales en sepia se contrastaban con la contemporaneidad de un itinerario similar pero diferente, con un contexto distinto y sensaciones encontradas. Volver fue cerrar una etapa de nostalgia, fue la excusa para limpiarla y sacarle ese tinte gris, que amenazaba con fagocitarse la luminosidad de momentos memorables. Y fue un objetivo cumplido amplia y satisfactoriamente.
Había vuelto con el propósito de generar nuevos recuerdos. Y no podía llevarme mejores. Si antes, Puerto Madryn había calado hondo en mi ser, esta vez se instalaba para siempre en un preciado rincón de mi corazón. Recorrí los mismos trayectos, o casi. El Museo del Desembarco, el Ecocentro, las playas extensas. Volví a El Doradillo un día que me jugó una mala pasada y las ballenas eran prácticamente imperceptibles. Hice el avistaje en Pirámides, la Reserva de lobos marinos de la Península Valdés, fui a Trelew, pero esta vez no entré al museo, fui a Gaiman pero no tomé el té.
Visité Punta Tombo donde me maravillé con la rutina de los pingüinos y los asombrosos rituales de la naturaleza. Y otra vez a Punta Ninfa, al Museo Oceanográfico, a recorrer sus calles y su amplia costanera. Encontré bellas personas que llenaron de alegría mis días durante la estadía y que siguieron haciéndolo mucho tiempo después. Una vez más fue difícil partir. En la despedida, el sol tibio de la primavera me abrazó con fuerza y el viento me regaló un secreto. Un tema de Cerati ilustró ese momento íntimo, y me anticipó que se venía un tsunami. Nuevamente me alertó sobre el futuro..
Los tiempos que siguieron fueron como una Caja de Pandora que dejó fluir una serie de cambios que trajeron luz y armonía. Pero cuando como un presagio, vi llegar el final de esa etapa, supe que tenía que volver.
Puerto Madryn apareció en mis pensamientos, en mis anhelos. Era una voz que me llamaba y que no podía desoír. No era un deseo, viajar era una necesidad. Apenas dos años después, concreté mi tercer viaje a esa hermosa ciudad. Nuevamente a recorrer sus calles, a entregarme a sus encantos, a mirar con los mismos ojos pero con nueva mirada los paisajes que tanto supieron atraparme. Otra vez a construir sobre los cimientos del pasado, nuevos recuerdos. Otra vez a cerrar una etapa y comenzar otra.
No fue un viaje como los otros. Fue una estadía más breve, tuvo una impronta fuertemente nostálgica, una increíble necesidad de dejarme abrazar por esa geografía. Buscar cobijo en un refugio ya conocido. Una muestra completa de sincericidio donde el mar fue un gran confesor a quien entregarle mis angustias, proyectos, deseos y fracasos. Es un renovador de energías y es un maestro permanente que me enseña todo el tiempo sobre la constancia, la tenacidad, la bravura, el equilibrio que sucede a las tormentas, la ferocidad del carácter y la suavidad de las olas que me acarician los pies. Los mismos pies que tienen un mundo delante para poder avanzar, recorrer, descubrir, conocer, aprender, compartir, vivir. El moondo a mis pies. Y a los tuyos también.
Y eso es lo que Puerto Madryn significa para mí. Los mensajes del universo traducidos en un papiro que sólo en ese sitio puedo leer. Un cierre y comienzo de nuevas etapas. Un cuaderno con anotaciones que se termina y páginas en blanco que generan el desafío de llenarlas, de romper con los temores por lo que vendrá, que infunde coraje para realizar los primeros garabatos, y el inicio de nuevas historias.
Es un hola y un adiós. Es una comunión con la naturaleza, un compromiso de confianza, de fuerza, de energía. Una necesidad insoslayable, un esfuerzo que vale la pena, una pizca de esperanza, un rapto de sinceridad, la pequeñez absoluta y la maravilla suprema. Es un estar en casa sin que sea tu hogar, un amor incondicional, una comunión infinita.
Fue un viaje diferente. Bien introspectivo. Solitario. Desafiante. Necesario. Una conexión con los sentimientos más profundos, con las emociones más auténticas. Marcar un límite, trazar una frontera. Un hasta acá llegó mi amor. Una vuelta de página. La honestidad de los latidos, la racionalidad de los hechos. La comprobación de que querer es poder, pero que no poder es un no querer. El ser y la inmensidad y esa pequeñez que muestra todo lo relativo donde las palabras a veces no transmiten verdades y entonces son las acciones las que hablan, y dicen mucho. Y hay que escucharlas aunque el discurso no nos sea complaciente, no nos favorezca o nos llene de tristeza.
Hundirse en la honestidad brutal de un paisaje que nos enseña lecciones que se aprenden a la fuerza. No he sido la misma persona al regreso de cada viaje. Las experiencias, las anécdotas, los aprendizajes, aunque parezcan imperceptibles, siempre nos cambian. Puerto Madryn ha sido una bisagra. Un antes y un después. Impulsó mis decisiones, fomentó mis reflexiones, cuestionó mis convicciones. Me dio alegrías y tristezas. Secretos y verdades. Me ayudó a construir nuevos recuerdos. A creer. A saber que no hay viajes imposibles si la voluntad es absoluta. Que el amor puede ser infinito, pero el desamor también. Que dar no siempre es igual a recibir, que estar es mucho más que hacerse visible a través de un símbolo. Que el universo te habla, y que tenés que estar dispuesto a escucharlo. Que la naturaleza es sabia y te enseña todo el tiempo. Que a veces uno no elige algunos sitios, sino que son ellos quienes lo eligen a uno. Que el ida y vuelta es un puente que se construye con el lenguaje del corazón. Puerto Madryn no es para mí un atractivo turístico, aunque me encante disfrutar de sus bellezas. Es un designio de mi destino que siempre me inspira a volver.







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