La porción de tierra que se interna en el mar presenta características que la hacen singularmente bella. Me encanta cuando atravesamos el istmo y hacia ambos lados se observa el azul del mar. También el relieve de esos acantilados que hacen volar la imaginación y que son un marco perfecto para postales increíbles. Ese extremo de la provincia de Chubut que se interna en el Mar Argentino es una tierra pródiga que ofrece la posibilidad de disfrutar de bonitos paisajes y apreciar su fauna. Es un rincón especial que logra atraer a turistas de todas las latitudes. En la Península pensaba caminar nuevamente hasta el apostadero de lobos marinos, y recorrer una vez más el pueblo, sus playas extensas que dejan verse en todo su esplendor cuando el mar se retira. Pero el viento era una amenaza, y me dijeron que por la dirección que probablemente tomara, era posible que el polvo molestara menos en Pirámides que en Madryn, pero que seguramente no se disfrutaría tanto del lugar como cuando el viento está calmo. Evalué los costos del transporte (el colectivo que sale desde la terminal y realiza el tramo hasta Puerto Pirámides con frecuencias limitadas), más el acceso que hay que pagar para ingresar a la Pensínsula, y desistí.
Por la mañana recorrí con más detalle algunos puntos de Puerto Madryn. Después caminé por la playa hasta Punta Cuevas. La marea baja me permitió transitar por esa zona histórica y natural. Avancé hacia las playas que están más allá del Ecocentro. Nunca las había transitado, y el día anterior mientras hacía el camino de regreso en bicicleta desde el Cerro Avanzado me había prometido inspeccionarlas. Eran extensas y solitarias playas donde algunos motorhomes parecían ser los únicos dueños del lugar.
Pasé buena parte de la mañana recorriendo esas playas de arena y piedras. Llegué hasta encontrarme con una pared que se internaba en el mar. La marea baja era un pasaporte para llegar a internarse bien lejos, pero siempre está el fantasma de la subida. En alguna ocasión me había sucedido caminar largamente por una playa sin tener en cuenta el tiempo y alejarme tanto que al darme vuelta para mirar hacia atrás, advertir que el agua había subido y que si no me apuraba, la playa iba a terminar siendo devorada por el mar. Ese recuerdo me hizo ser más precavida y tener la prudencia de empezar a regresar.
Me quedé largo tiempo contemplando el paisaje en la playa más cercana al Ecocentro. Trataba de contagiarme de la tranquilidad que transmitía el paisaje. Lentamente las primeras brisas empezaron a cobrar intensidad y el cielo a teñirse de gris. Cuando decidí irme, el oleaje golpeaba con fuerzas contra las rocas. Mientras caminaba por la costanera, el viento soplaba muy fuerte arrastrando mucha arena. Era difícil la caminata, pero necesaria para acercarse al centro. La arena hacía doler la cara y se filtraba a pesar de los lentes, entorpeciendo la visión. Al poco rato se desató un aguacero.
Un par de horas más tarde, el sol brillaba otra vez, el viento se había disipado y parecía que el momento anterior nunca hubiera sucedido. El atardecer jugaba a pintar de colores el cielo. Fue el preludio de una linda noche que me llevó a transitar por un más que concurrido muelle, y parte de la costanera. Todo el mundo parecía querer disfrutar de esa noche espectacular.
El día siguiente fue de puro sol, sin una pizca de viento. Era perfecto para hacer el avistaje de toninas. Esa actividad era uno de los pendientes que me habían quedado de visitas anteriores. Se realiza desde el Puerto de Rawson, la capital provincial. Como la navegación es en mar abierto, hay que tener muy en cuenta la incidencia del clima, especialmente del viento.
Las toninas overas, son una especie de delfín, que con sus colores blanco y negro sobresalen en las aguas turquesa del mar. No superan el metro y medio de largo, se alimentan de peces pequeños y son muy juguetones. Suelen seguir a las embarcaciones, aparecer, saltar y desaparecer muy rápidamente.
Contraté la excursión y pasaron a buscarme por el hostel como una gentileza ya que el capitán del bote semirrígido que comandaba la salida, estaba en Madryn y tenía espacio disponible en su auto para llevarme. Fantástico, en caso contrario hubiera tenido que tomar el micro en la terminal hasta Trelew y desde ahí otro colectivo que me llevara a Playa Unión, o hacer combinación en Rawson.
Había dos horarios de excursión. Salí en el primero. Vimos unos lobos marinos que tomaban sol en la orilla portuaria, y luego salimos a mar abierto. El cambio se notó en los saltos que daba la embarcación y la sensación de vértigo que provocaba el fuerte movimiento de las olas. Después fue todo más tranquilo. Algunas embarcaciones pesqueras de color naranja seguían internadas en el mar. Aún no regresaban al puerto, en cuya calle principal, algunos puestos anunciaban la venta de pescados frescos y mariscos. También algunos restaurantes y cantinas al paso son parte del paisaje y atraen a la concurrencia con sus especialidades de rabas y langostinos.
Las embarcaciones pesqueras son un foco de atracción para los lobos marinos y las gaviotas, que también están a la espera de las sobras que les arrojan los pescadores. Y son un imán para las toninas que inesperadamente aparecen, juegan, saltan y maravillan con sus saltos.
Las primeras toninas las vimos en la proa de una nave pesquera. El capitán del semirrígido era también guía y explicaba que las toninas suelen ubicarse en la proa, o saltar las olas que provoca el oleaje que generan las embarcaciones por eso era posible que apenas las toninas detectaran al bote, las tuviéramos a los costados, delante del gomón o inclusive detrás. Fue así como pronto las empezamos a divisar, pero eran tan rápidas que apenas las veíamos aparecer, rápidamente se sumergían y volvían a aparecer del otro lado del bote, delante o detrás.
Fue un lindo espectáculo natural, aunque el registro del momento era difícil ya que los movimientos que realizaban eran muy rápidos y realmente en esa situación había que elegir entre guardar el recuerdo en las retinas o intentar captarlo con la cámara.
Un rato después iniciábamos el regreso, y todos nos fuimos contentos de haber compartido un poquito de mar con aquellos delfines de color blanco y negro. En lo personal, por fin había podido tachar esa actividad de mi lista de pendientes. Para festejar, decidí seguir el consejo del capitán, que nos recomendaba no irnos del puerto sin haber probado las rabas del puesto ubicado a pocos metros. Excelente recomendación.
Pasee un rato por Playa Unión. Recorrí el muelle, y luego me senté sobre el canto rodado de las playas a observar a la gran cantidad de surfistas que ponían a prueba su destreza con cada ola. Poco después estaba de regreso en Madryn.
La costanera me recibió otra vez, pero en esta ocasión para decirme adiós. Las playas estaban superpobladas. Lentamente, a medida que el sol se iba ocultando, la gente comenzó a desaparecer y el momento de la despedida fue todo mío. Caminé por la playa cubierta de algas y arena. Observé una vez más como los colores rosados y violetas se apoderaban del cielo desplegado en el horizonte y cómo las luces y la ciudad iban encendiéndose.
Otra vez nos abrazamos. El mar con su brisa, el sonido de su oleaje y la espuma de sus olas. Yo con mi admiración más profunda, mi agradecimiento por los instantes vividos. Nuevamente entramos en comunión, y nos volvimos a contar secretos. "Operación soltar", me susurró. Y así lo hice.
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