miércoles, 4 de marzo de 2015

Iruya, el poblado al final del arco iris

¿Viajar o no viajar? He ahí el dilema.
La idea de viajar a Iruya era motivadora. La posibilidad de ir un poquito más allá siempre entusiasma. Pero... siempre hay un pero. Las dudas comenzaron cuando en informes turísticos no tenían mucha información y la que estaba disponible decía que en temporada de lluvias, los caminos se cortan y por eso no se puede llegar al destino. O, si se logra llegar, a veces no se puede salir. Era verano, y el verano es temporada de lluvias.
Ese fue el comienzo del dilema. El clima no se mostraba muy alentador. La información, además de confirmar la veracidad de la situación en caso de lluvia, también refería que en los últimos años fueron pocas las ocasiones en las que el camino debió ser interrumpido.
Debate interno. Moneda al aire. Decisión. Viajar.
El diminuto pueblo salteño se descubre en algún remoto rincón de los faldeos de la Sierra Santa Victoria, a 2780 msnm, y a poco más de 300 kilómetros de la capital provincial. A pesar de tratarse de un distrito salteño, para llegar, necesariamente hay que atravesar toda la provincia de Jujuy.
La Quebrada de Humahuaca con su inagotable oferta de paisajes es la antesala que conduce a conectar la ruta nacional 9 con la ruta provincial 13. En ese punto, lo que sigue son 54 kilómetros por camino de ripio, y una verdadera aventura.
El viaje a Iruya es en sí mismo atractivo. El trazado del camino se dibuja siguiendo las caprichosas formas de los cerros. La huella, las laderas, el horizonte, el cielo, todo forma parte de un conjunto de signos de admiración que llevan a querer registrarlo todo en un chip que nunca se borre.
El ómnibus que sale de Humahuaca tiene dos frecuencias, y eventualmente algún refuerzo, en temporada alta sale completo. A lo largo del recorrido, los pobladores locales, y algún que otro mochilero, se suman a los pasajeros que se zarandean de un lado a otro con cada brusco movimiento que hace el colectivo.
La primera parada de trascendencia es la de la población de Iturbe, apenas un caserío rústico hecho en adobe cuya existencia fue consecuencia de la llegada del ferrocarril. Aunque el tren ya no funciona, los vestigios de la vieja estación permanecen en pie. También persisten algunas instituciones básicas: el destacamento policial, el centro de salud, la unión vecinal, la iglesia, la escuela y el almacén de ramos generales. La escala podría haber quedado definitivamente en el olvido, pero no obstante, logra mantener cierto movimiento a partir del turismo que se desplaza desde y hacia Iruya.
El límite de las provincias de Salta y Jujuy se establece en Abra del Cóndor, a 3940 msnm. Un cartel indicador da cuenta del hito, justo al borde del camino. No son pocas las ocasiones en las que el micro se desplaza por esos bordes frágiles de pedregullo y tierra. Por momentos el vértigo es inevitable. Y entonces, la mejor opción es entregarse a la confianza en la destreza del chofer.
El camino está lleno de curvas y contracurvas. Hay que atravesar arroyos y ríos. Pero no hay puentes. Los colectivos hunden sus ruedas en el combo de piedras, cauce y sedimentos. Si el río crece, atravesar el río se vuelve una misión imposible.
Los paisajes que se dibujan entre los cerros son realmente asombrosos. Verdes brillantes, intensos, vivos, se despliegan sobre los faldeos y el sol juega a explotar las distintas tonalidades, y a veces se esconde entre las nubes. Esos copos de algodón suben y bajan, y también hacen de la postal una foto inolvidable. Por momentos la roca queda al descubierto y la gama de colores varía. El rojo rabioso, el amarillo, el gris.
A lo lejos el serpenteo del camino dibuja fantásticas formas. De tanto en tanto se ven algunos burros que ni se inmutan frente al paso del ómnibus. Más allá algunos chivos y ovejas deambulan entre la inmensidad de un paisaje bucólico que parece una ilusión. La monotonía de las idas y vueltas lejos de aburrir transportan hacia el éxtasis. Y es difícil no preguntarse con qué necesidad la población llegó a establecerse en un lugar tan rebuscado y de tan complicado acceso. Las crónicas sitúan la fundación del pueblo en el año 1753 aunque se cree que la población descendiente de incas habitaba el lugar desde un siglo antes. Aquellos habitantes originarios sabían del poder de la naturaleza. Antes, como ahora, la cautivante belleza del lugar parece develar la incógnita.  
En algún recodo del camino, finalmente la población de Iruya hace su mágica aparición. Casi como la olla repleta con monedas de oro al final del arcoiris, este pueblo hace realidad algunos deseos. El anhelo de llegar a conocer la población, descubrir sus paisajes, maravillarse con su gente, sus reliquias y costumbres. Un verdadero botín.
Entre cerros, delimitado por los ríos Milmahuasi y Colanzuli, Iruya despierta el amor a primera vista. El corazón de la vida social se encuentra en la plaza seca justo frente a la iglesia de Nuestra Señora del Rosario y San Roque, cuya fundación se remonta a los inicios de la fundación. Desde allí la vista sobre el río, y la sucesión de casas que sin planificación adecuada van ganando espacio sobre los cerros del otro lado del curso de agua, ampliando los dominios de la urbanización.
La iglesia es una construcción simple que mantiene su esencia a lo largo del tiempo, a pesar de las modificaciones que se fueron realizando sucesivamente. Es un emblema del pueblo. Y es la típica postal.
Las calles de piedra ascienden y descienden entre las construcciones de barro. Las casas bajas, con ventanas y puertas estrechas, maximizan la simpleza.

Es carnaval, y la tradición es la tradición. Los pobladores están de fiesta. Sus ropas habituales lucen algún adorno colorido, generalmente prendido a su sombrero, inseparable compañero para aminorar el impacto del sol sobre el rostro. Se los ve desplazarse hacia uno y otro lado llevando sus instrumentos musicales, generalmente de percusión. La celebración del carnaval se realiza de un modo íntimo, casi a puertas cerradas en una carpa instalada en una plaza o las casas particulares donde acuden los invitados. Allí se reúnen, coplean, cantan, bailan y beben. Los chicos, mientras tanto, harán su propio festejo arrojando nieve artificial, agua, talco o papeles de colores a los transeúntes, y si son turistas, mejor.
Un cartel en la puerta de la Oficina de Turismo indica una serie de normas para respetar las costumbres del pueblo que se visita. Una vez en el interior de la dependencia, la funcionaria dibuja sobre un papel los atractivos turísticos. Se acabaron los planos impresos de Iruya, lo que resta, es imaginar lo que el croquis quiere indicar, y seguir el camino trazado entre casas pequeñas realizadas en barro, con sus huertas y sus pequeños corrales con animales. La vida cotidiana de la población fluye por aquel sendero. Unos niños juegan con una bicicleta pequeña que cuyas ruedas carecen de cámara y cubierta, una señora lava la ropa a mano, unos hombres construyen su casa con ladrillos de adobe. Siguiendo el trazado, se llega a la confluencia de los ríos Milmahuasi y Colanzuli, los que normalmente habría que atravesar para llegar al poblado de San Isidro, cuya belleza recomiendan conocer, aunque en esta ocasión no podrá ser posible por la crecida del río. Sin embargo, la caminata hasta la confluencia, y el paisaje circundante bien valen la excursión.
El mirador lindero al hotel Iruya es el más cercano, y de más fácil acceso. Desde allí se vislumbra una panorámica de todo el pueblo. Pero si esa visión no fuera suficiente, del otro lado del río, cruzando el puente peatonal, el camino consiguiente guía hacia el mirador de los cóndores. Para llegar a obtener la vista más espectacular del lugar es necesario subirse a la cima del cerro. La caminata es exigente, pero el paisaje es un aliciente. Los cóndores vuelan allá lejos y cada tanto recuerdan que para saber qué hay más allá es necesario vencer las propias limitaciones. Se tarda en llegar, pero efectivamente, al final, hay recompensa. La merienda en las alturas observando los últimos brillos del atardecer se disfruta largamente.
En la región se encuentran algunas áreas arqueológicas que se pueden visitar en caminata, pero necesariamente requieren de guía porque los caminos no están delimitados.
Iruya es pequeña y simple. Sus tradiciones permanecen arraigadas, a pesar del creciente flujo turístico que invade sus calles empedradas. La oferta de alojamientos es abundante. Y si bien no hay restaurantes ni cafés, hay comedores en los que se puede comer muy bien a un precio bien accesible.
Después de tanta duda, finalmente rodearse de tan lindo paisaje, recorrer las calles de piedra en las que las zapatillas se resbalan, compartir el mismo ámbito con los residentes locales, dialogar con ellos, y descubrir la esencia de sus tradiciones hacen de la experiencia turística, un gran acierto. Aún cuando las lluvias intermitentes amenacen con atrapar a todos en esa pequeña población, lo cierto es que Iruya ya nos cautivó para siempre.
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