lunes, 23 de marzo de 2015

[‪#‎DIARIODEVIAJE‬] Cicloturismo: La Angostura - Lago Espejo

Una de las actividades que más me ilusión me provoca, es la posibilidad de realizar el circuito de los Siete Lagos en bicicleta. Es un trayecto largo de 110 kilómetros, demasiado exigente para alguien que no tiene una rutina ciclística avanzada, ni mucho menos. Así que ese entusiasmo mutó en algo mucho más simple, pero no por eso nada despreciable.
En la Oficina de Turismo me habían sugerido como opción, alquilar una bicicleta y realizar el trayecto Villa La Angostura - Lago Espejo. La idea era tentadora, porque más que una idea, era un desafío. De modo que me resolví a ponerme a prueba y caminé unos metros desde la Oficina para encontrarme con el local de alquiler de bicicletas. Una vez ahí acordé con el dueño del negocio, reunirme al otro día para retirar el vehículo de dos ruedas temprano. 
La mañana había amanecido bastante fresca. Estaba nublado y como durante la noche había caído una leve nevada, el suelo estaba algo escarchado. Salí bastante temprano con la intención de aprovechar el día. Tuve que caminar apenas poco más de dos cuadras para encontrarme nuevamente en el local de alquiler de bicicletas. El hombre que me atendió me hizo un gráfico con el circuito que debía seguir, me recomendó ir por la ruta y luego volver por el llamado "camino viejo".Me dijo que era un lugar muy lindo, y que la ventaja era que tenía grandes trayectos en bajada que podía visitar y que había en el camino una laguna que llegaba a congelarse con el frío. Por ese entonces no sabía manejar muy bien los cambios, por lo cual también me dio algunos consejos, y me explicó que la idea era nunca bajarse de la bicicleta y pedalear a velocidad constante. Me entregó el casco y el papel con las indicaciones y su teléfono por si fuera necesario.
Apenas al cruzar la calle se iniciaba un tramo de bicisenda que llegaba hasta el puente sobre el río Correntoso. Después había que circular por la ruta y seguir el camino hasta por fin llegar al Lago Espejo. El recorrido parecía simple. Pero me alcanzaron un par de pedaleadas para empezar a arrepentirme. Era la primera vez que iba a andar en bicicleta en una superficie que no fuera plana. El frío de la mañana, y un camino con subidas y bajadas hizo que enseguida empezara a flaquear en mi entusiasmo y a cuestionarme la genial idea que me había propuesto.
A pocas cuadras de la bicicletería había un supermercado. Me costó llegar a él como si hubiera hecho diez veces más el trayecto recorrido. Compré agua mineral, una barra de cereal, unas galletitas y una fruta. Después descubriría que esas provisiones eran pocas.
El frío es un factor muy desalentador, eso hay que saberlo. El otro aspecto que hace que el desaliento crezca es la irregularidad del terreno. En bajada ganaba metros pero tenía miedo en las curvas de tomar demasiada velocidad y encontrarme de pronto con un micro o camión. En las subidas se me iba la vida, y también me generaba un poco de vergüenza con los vehículos que pasaban. Intuía que sus ocupantes descubrirían que ya no tenía fuerzas para continuar. Pero el orgullo era más fuerte, y ya no podía regresar, derrotada, a devolver la bicicleta. Al mismo tiempo los pensamientos me torturaban buscando una razón para tener que meterme yo sola en esos aprietos. Intenté mantenerme en la bici, sin bajarme y utilizando los cambios. Pero me costaba mucho y no tenía fuerzas para pedalear en las subidas. Las fotos siempre eran la excusa para descansar. Lo malo era que estaba sacando más fotos de lo que estaba avanzando.
Costó, pero finalmente llegué al cruce de rutas que luego me guiarían hasta el Lago Espejo. ¡Todo un logro! Sí, muy bien, había alcanzado la primera parte del trayecto. Vi el lago desde arriba, y después fui buscando la bajada para alcanzar la costa. Ese tramo en bajada parecía un margen para animarse a volar. Fui cauta y digamos que no volé, porque tenía miedo a una mala maniobra, pero sí pude sentir el impulso de la velocidad y animarme a llegar más rápido al lago. Dejé la bicicleta a un costado, y caminé por la costa del lago que estaba desierta. Me senté a observar el paisaje, mientras un gato salido no sé de dónde, de pronto se dio a la tarea de hacerme compañía. Al rato, vi como el cielo se nublaba y decidí regresar antes de que el cielo cumpliera con su amenaza de precipitaciones.
Seguí las indicaciones y llegué casi sin problemas al acceso al camino viejo. El hombre me había dicho, "durante los primeros 800 metros me vas a odiar porque es todo subida, pero después vas a ver que todo es más fácil". Efectivamente lo odié. Los 800 metros me parecieron eternos. Interminables. Abrumadores. Imposibles. Pero estaba en un punto de no retorno. Bah, en realidad ya era el retorno y la única forma de volver, era seguir ese camino. Cuando por fin llegué al punto más alto, donde se suponía que tendría que poder aprovechar las bondades de la topografía, ya que comenzaba el terreno en bajada, lo que sucedió fue que encontré varios centímetros de nieve acumulada. Unos 30 centímetros de profunda blancura que hacían bien difícil mi regreso. Imposible andar en bicicleta sobre la nieve.
La laguna efectivamente estaba escarchada. Había silencio, tranquilidad y un paisaje inamovible que parecía un descanso ideal para la agitación de un retorno que se presentaba difícil. Una vez más volví a preguntarme quién me había mandado a mi a emprender semejante empresa. Apenas esbozado este pensamiento noté que el aire se había vuelto más frío y el cielo más nublado. Instantes más tarde, débiles puntitos blancos, casi imperceptibles, comenzaron a caer del cielo. Estaba nevando, si es que se le podía llamar nieve a esa leve cantidad de puntitos blancos que se dispersaban por acá y por allá tan lentamente que podría haberlos confundido con una ilusión óptica. Empecé a apurarme porque no quería que me sorprendiera la oscuridad, y tampoco que el mal tiempo me impidiera regresar. Lo que siguió fue la sensación de estar caminando por un terreno interminable que no sabía si era o no el correcto. No tenía señal y no podía llamar al señor del alquiler de bicicletas para que me diera alguna orientación de dónde estaba. Era sólo yo, la bici a mi lado, los árboles, la nieve, y las huellas de algún vehículo que se había desplazado por allí previamente. Pero nadie más.
Si hasta ahí la excursión había tenido su cuota de aventura y un cóctel de incertidumbres, pero con la sensación de haber logrado alcanzar la meta, el regreso no iba a ser menos desafiante. La nueva meta era llegar sana y salva al lugar donde inicié el recorrido. 
En algún punto del retorno, la gruesa capa de nieve fue desapareciendo a medida que crecía el bosque que se prolongaba sobre el sendero. Fue cuando pude subir nuevamente a la bicicleta para avanzar un poco más rápido. Alcancé una velocidad increíble que me regaló una sensación indescriptible de libertad. Y me confirmó que querer es poder. 
Estaba feliz con mi excursión autogestionada. Estaba superando los desafíos y eso me entusiasmaba. Pero si algo malo tenía que suceder, yo no lo iba a evitar. Y así fue como en una bajada empinada, la rueda delantera comió un desnivel del suelo, perdí el equilibrio y terminé con la bicicleta enredada entre mis piernas y encima mío. En el impacto había recibido un fuerte golpe en la cabeza contra una piedra. Fue una suerte que alquilaran la bicicleta con casco. Tardé varios segundos en reaccionar y encontrar la manera de levantarme. Me dolía todo. Por suerte -es una forma de decir- no había nadie.
Lo malo fue que tampoco había nadie para socorrerme. Me levanté como pude. Me dolía la mano derecha, y la muñeca se me había hinchado inmediatamente, y tenía lastimadas las rodillas. Después, como pude, llegué hasta el puente que cruza el río Correntoso, y eso era una señal de que ya no faltaba tanto. Menos mal, porque mientras estaba concentrada en los dolores que sentía y en observar cómo se hinchaba mi mano, había comenzado a nevar con mucha intensidad. Por momentos me detenía debajo de algún árbol buscando refugio, pero luego, a medida que notaba que la cosa se iba poniendo peor, prioricé retornar, aún cuando tenía que hacerlo bajo la nevada.
Cuando llegué al local de alquiler de bicicletas era prácticamente un muñeco de nieve. Las precipitaciones habían ido en aumento, y yo casi no podía ver a más de 2 metros de distancia. Pero llegué, cubierta de nieve, toda dolorida y muerta de frío. Le conté mi odisea al bicicletero, devolví el rodado y el casco, y me fui, con el cuerpo dolorido pero con el orgullo intacto. Finalmente era mi primera incursión en bicicleta en la Patagonia, y aunque había tenido una caída muy fuerte, había logrado el objetivo, llegué hasta el lago, volví por el viejo camino, y podía contarlo.  









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